Fred Vargas - Bajo los vientos de Neptuno

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Fred Vargas juega sus mejores cartas en una novela policiaca de arquitectura clásica y perfecta, que transcurre entre París y la nieve de Quebec.
El comisario Adamsberg se dispone a cruzar el Atlántico para instruirse en unas nuevas técnicas de investigación que están desarrollando sus colegas del otro lado del océano. Pero no sabe que el pasado se ha metido en su maleta y le acompaña en su viaje. En Quebec se encontrará con una joven asesinada con tres heridas de arma blanca y una cadena de homicidios todos iguales, cometidos por el misterioso Tridente, un asesino fantasmal que persigue al joven comisario, obligándole a enfrentarse al único enemigo del que hay que tener miedo: uno mismo. Adamsberg esta vez tiene problemas muy serios…

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– ¿Eso significa que voy yo?

– Y también a los archivos. Debemos colmar el vacío entre la muerte del juez y Schiltigheim. Es decir, descubrir los asesinatos con tres heridas de los dieciséis últimos años. ¿Puede encargarse de eso?

– Del Discípulo, sí.

– Envíelo por mail, capitán. Un segundo.

Adamsberg pulsó el botón indicado por Josette.

– Hay un zumbido -dijo Danglard.

– Acabo de cambiar de frecuencia.

– Sofisticado -comentó Danglard-. Un cacharro de mafioso.

– He cambiado de bando y de amistades, capitán. Me adapto.

Avanzada la noche, bajo los edredones algo fríos, Adamsberg miraba las ascuas del fuego en la oscuridad, evaluando las inmensas posibilidades que le abría la presencia, en aquellas paredes, de una vieja pirata electrónica. Intentaba recordar el nombre del notario que se había encargado de la venta de la mansión pirenaica. En su tiempo, lo había sabido. El notario de Fulgence debía de estar obligado, forzosamente, a un silencio absoluto. Algún jurista que, en su juventud, debía de haber cometido alguna irregularidad que Fulgence había ocultado. Y que había caído en el cesto, vasallo del magistrado para toda su vida. Ese nombre, maldición. Veía de nuevo la placa dorada brillando en la fachada de una casa burguesa, cuando había ido a consultar al hombre de leyes sobre la compra de la mansión. Recordaba a un hombre joven, de no más de treinta años. Con suerte, estaría todavía en activo.

La placa dorada se mezclaba, en sus ojos, con el llamear de las brasas. Recordaba un nombre sin alegría, oscuro. Repasó lentamente todas las letras del alfabeto. Desseveaux. Don Jérôme Desseveaux, notario. A quien el juez Fulgence tenía atrapado, con mano férrea, por los cojones.

XLIV

Sentado a su lado, Adamsberg observaba, fascinado por su imprevista destreza, cómo Josette manejaba el ordenador, con sus manos menudas y arrugadas temblando sobre el teclado. En la pantalla aparecían, a toda velocidad, innumerables cifras y letras a las que Josette respondía con unas líneas igual de herméticas. Adamsberg no veía ya el aparato como de costumbre, sino como una especie de gran lámpara de Aladino cuyo genio iba a salir para ofrecerle, amablemente, satisfacer tres deseos. Pero era preciso saber manejarlo, mientras que, en los tiempos antiguos, el primer imbécil recién llegado sabía dar a la lámpara un buen restregón con un trapo. Tratándose de deseos, las cosas se habían complicado mucho.

– Su hombre está muy protegido -comentó Josette con su timbre tembloroso, pero que, en su terreno, superaba la timidez-. Una cerca de alambre espinoso, es demasiado para el despacho de un notario.

– No es un despacho ordinario. Un fantasma le tiene agarrado por los cojones.

– En ese caso…

– ¿Lo conseguirá, Josette?

– Hay cuatro filtros sucesivos. Requiere tiempo.

Como sus manos, la cabeza de la anciana temblaba y Adamsberg se preguntó si los temblores de la edad le permitían descifrar correctamente la pantalla. Clémentine, atenta al aumento de peso del comisario, entró para depositar una fuente con tortas y jarabe de arce. Adamsberg observaba la ropa de Josette, su elegante traje beige acompañado por unas grandes zapatillas deportivas de color rojo.

– ¿Por qué lleva zapatillas deportivas? ¿Para no hacer ruido por los sótanos?

Josette sonrió. Era posible. Un vestido de ladrón, flexible y práctico.

– Le gusta la comodidad, eso es todo -dijo Clémentine.

– Antes -dijo Josette-, cuando estaba casada con mi armador, sólo llevaba trajes sastre y perlas.

– De lo más elegante -aprobó Clémentine.

– ¿Rico? -preguntó Adamsberg.

– Hasta no saber qué hacer con el dinero. Se lo guardaba todo para sí. Yo sisaba algunas pequeñas sumas, aquí y allá, para amigos necesitados. Así empecé. Por aquel entonces yo no era muy hábil y me descubrió.

– ¿Tuvo eso consecuencias?

– Grandes consecuencias, y muy ruidosas. Después del divorcio, comencé a hurgar en sus cuentas y, luego, me dije: Josette, si quieres conseguirlo, hay que hacerlo a gran escala. Y tirando del hilo llegó la cosa. A los sesenta y cinco años, estaba ya lista para zarpar.

– ¿Dónde conoció a Clémentine?

– En un mercado de ocasión, hace más de treinta y cinco años. Mi marido me había regalado una tienda de antigüedades.

– Para que no se aburriera -precisó Clémentine, que, de pie, vigilaba que Adamsberg devorase las tortas-. Cosas de lujo, no chucherías. Nos divertíamos mucho, ¿no es verdad, Josette?

– Aquí está nuestro notario -dijo Josette señalando la pantalla con un dedo.

– Ya era hora -dijo Clémentine, que en su vida había tocado un teclado.

– Es éste, ¿no? Don Jérôme Desseveaux y Asociados, bulevar Suchet, en París.

– ¿Ha entrado usted? -preguntó Adamsberg, fascinado y acercando la silla.

– Y estoy tan cómoda como si visitara su apartamento. Es un negocio muy grande, diecisiete asociados y miles de expedientes. Póngase las zapatillas deportivas, comenzamos el registro. ¿Qué nombre ha dicho?

– Fulgence, Honoré Guillaume.

– Tengo varias cosas -dijo Josette tras unos instantes-. Pero nada después de 1987.

– Porque murió. Debió de cambiar de nombre.

– ¿Es obligatorio, después de la muerte?

– Depende del curro que hagas, supongo. ¿Tiene usted algún Maxime Leclerc, comprador en 1999?

– Sí -respondió Josette tras unos momentos-. Comprador del Schloss, en el Bajo Rin. Nada más con este nombre.

Quince minutos más tarde, Josette había proporcionado a Adamsberg la lista de todas las propiedades adquiridas por el Tridente desde 1949, el bufete Desseveaux se había encargado de los expedientes anteriores. El mismo vasallo había seguido, pues, los asuntos del juez, no sólo hasta su muerte sino también más allá, hasta la reciente compra del Schloss .

Adamsberg estaba en la cocina y removía una crema de huevos con una cuchara de madera, de acuerdo con las instrucciones de Clémentine. Es decir, remover sin parar a velocidad constante, dibujando ochos en la cacerola. Consignas decisivas para evitar la formación de grumos. La localización y los nombres de las sucesivas propiedades del juez confirmaban lo que ya sabía del pasado de Fulgence. Todas se correspondían con los crímenes de tres puntas que había descubierto durante su larga investigación. Durante diez años, el magistrado había impartido justicia en su circunscripción de Loire-Atlantique, y vivía en el Castelet-les-Ormes. En 1949, atravesaba a su primera víctima, a unos treinta kilómetros de allí, un hombre de veintiocho años, Jean-Pierre Espir. Cuatro años más tarde, una muchacha era asesinada en la misma zona, Annie Lefebure, en condiciones muy parecidas a las del crimen de Elisabeth Wind. El juez reincidía seis años más tarde, ensartando a un joven, Dominique Ventou. Por entonces se había vendido, prudentemente, el Castelet. Fulgence se estableció entonces en su segunda circunscripción, en Indre-et-Loire. Las actas notariales mencionaban la compra de un pequeño castillo del siglo XVII, Les Tourelles. En su nuevo territorio, acabó con dos hombres, Julien Soubise, de cuarenta y siete años, y, cuatro años más tarde, un anciano, Roger Lentretien. En 1967, abandonaba la región y se establecía en la Mansión, en el pueblo de la familia Adamsberg. Había esperado seis años antes de asesinar a Lise Autan. Esta vez, la amenaza que constituía el joven Adamsberg le había obligado a abandonar el lugar de inmediato y a instalarse en Dordogne, en el Pigeonnier. Adamsberg conocía aquella granja señorial a donde, como en Schiltigheim, había llegado demasiado tarde. El juez había huido ya ante él, tras el asesinato de Daniel Mestre, de treinta y cinco años.

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