Fred Vargas - Bajo los vientos de Neptuno

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Fred Vargas juega sus mejores cartas en una novela policiaca de arquitectura clásica y perfecta, que transcurre entre París y la nieve de Quebec.
El comisario Adamsberg se dispone a cruzar el Atlántico para instruirse en unas nuevas técnicas de investigación que están desarrollando sus colegas del otro lado del océano. Pero no sabe que el pasado se ha metido en su maleta y le acompaña en su viaje. En Quebec se encontrará con una joven asesinada con tres heridas de arma blanca y una cadena de homicidios todos iguales, cometidos por el misterioso Tridente, un asesino fantasmal que persigue al joven comisario, obligándole a enfrentarse al único enemigo del que hay que tener miedo: uno mismo. Adamsberg esta vez tiene problemas muy serios…

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Adamsberg le había localizado luego en Charente, a consecuencia del asesinato de Jeanne Lessard, de cincuenta y seis años. Entonces se había mostrado más rápido y había encontrado a Fulgence en su nueva morada de la Tour Maufourt. Era la primera vez que volvía a ver a aquel hombre desde hacía diez años, y su flameante autoridad no se había apagado. El juez se había reído sarcástico ante las acusaciones del joven inspector y había amenazado con toda suerte de machaques y aplastamientos si seguía acosándole. Le acompañaban dos nuevos perros, unos dobermans a los que se oía ladrar furiosamente en la caseta. Adamsberg había sufrido ante la mirada del magistrado, que no le resultó más fácil de aguantar que cuando tenía dieciocho años, en la Mansión. Había enumerado los ocho crímenes de los que le acusaba, desde Jean-Pierre Espir hasta Jeanne Lessard. Fulgence había apoyado la punta de su bastón en su torso, haciéndole retroceder ante él, y había pronunciado unas palabras definitivas en el tono de una cortés despedida.

– No me toques, no te acerques. Arrojaré sobre ti el rayo cuando me plazca.

Luego, dejando su bastón y tomando las llaves de la caseta, había repetido la misma frase que había utilizado diez años antes, en el granero.

– Adelántate, joven. Contaré hasta cuatro.

Como en el pasado, Adamsberg había huido ante la desenfrenada carrera de los dobermans. En el tren, había recuperado el aliento y despreciado con todas sus fuerzas la grandilocuencia del juez. Aquel tipo que se las daba de señor no iba a hacerle polvo con una simple presión de su bastón. Había reanudado la caza pero la repentina desaparición de Fulgence de la Tour Maufourt le había pillado desprevenido. Sólo con el anuncio de su muerte, cuatro años más tarde, conoció Adamsberg su último retiro, una mansión de Richelieu, en Indre-et-Loire.

Adamsberg se afanaba haciendo sus ochos en la crema de huevo. En cierto modo, el ejercicio le ayudaba a no verse en la piel diabólica del Tridente, atravesando a Noëlla en el sendero, exactamente como hubiera hecho Fulgence.

Mientras manejaba la cuchara de madera, escuchando su apacible movimiento, comenzaba a disponer el futuro tramo de subterráneo que debía despejar con Josette. Había dudado de su talento, pensando en la exageración de una anciana en declive que rejuvenecía en una vida quimérica. Pero había efectivamente una osada y veterana hacker alojada en el cuerpo, antiguamente burgués, de Josette. Sencillamente, la admiraba. Apartó la cacerola del fuego con la consistencia deseada. Él, por lo menos, había conseguido no estropear la crema de huevo.

Tomó de nuevo el móvil de mafioso de Josette para llamar a Danglard.

– Nada todavía -le dijo su adjunto-. Es largo.

– He encontrado un atajo, capitán.

– ¿Polvoriento?

– Sólido. El mismo notario vasallo se encargó de las adquisiciones de Fulgence hasta su muerte. Y también de las del discípulo -añadió prudentemente-, en todo caso la del Schloss de Haguenau.

– ¿Dónde está, comisario?

– En el bufete de un notario, en el bulevar Suchet. Me muevo con toda comodidad. Me he puesto zapatillas deportivas para no hacer ruido. Moqueta de lana, clasificadores barnizados y ventiladores. Todo es elegante por aquí.

– Ah, bueno.

– Sin embargo, después de su muerte, las compras se efectuaron con otros nombres, como Maxime Leclerc. Tengo pues una posibilidad de descubrirlos durante los dieciséis últimos años, pero siempre que imagine nombres y apellidos que puedan evocar el de Fulgence.

– Sí -aprobó Danglard.

– Pero no soy capaz de hacerlo. No sé ni una palabra de etimología. ¿Podría usted hacerme una lista de todo lo que pueda sugerir el relámpago, el rayo, la luz, y luego la grandeza, el poder, como en Maxime Leclerc? Incluya todo lo que se le pase por la cabeza.

– No necesito anotarlo, puedo decírselo enseguida. ¿Tiene usted algo con que escribir?

– Vamos, capitán -dijo Adamsberg, admirado de nuevo.

– No hay muchas posibilidades. Por lo que se refiere a la luz, busque Luce, Lucien, Lucenet y demás formas, así como Flamme, es decir, «llama», o Flambard. Por lo que se refiere a la claridad, busque entre los derivados de claras, «brillante», «ilustre». Mire si está Clair o Clar, eventualmente algunos diminutivos como Claret o Clairet. Por lo que se refiere a la idea de grandeza, intente con Mesme o Mesmin, formas populares derivadas de Maxime, Maximin, Maximilien. Fíjese también en los Legrand, Majorai, Majorel o, también, Mestrau o Mestraud, formas alteradas de «superior», «excelente». Añada Primat, y eventualmente sus variantes peyorativas como Primard o Primaud. Inténtelo también con Auguste, Augustin, por lo que se refiere a la majestad. No olvide los nombres que recuerden la grandeza por su sentido figurado, como Alejandro, Alex, César o Napoleón, aunque éste sea demasiado chillón.

Adamsberg llevó de inmediato la lista a Josette.

– Habría que combinar todo eso para encontrar eventuales compradores entre la muerte del juez y la adquisición de Maxime Leclerc. En relación con mansiones señoriales, pequeños castillos, casas solariegas o grandes villas, aisladas todas.

– Ya lo he entendido -dijo Josette-. Ahora seguimos al fantasma.

Adamsberg, apretando sus rodillas con las manos, aguardó con ansiedad que la anciana terminara sus manejos subterráneos.

– Tengo tres que podrían adecuarse -anunció-. Tengo también un Napoléon Grandin, aunque en un pequeño apartamento de Courneuve. No creo que sea su hombre. Su fantasma no es un espectro proletario, si lo he comprendido bien. En cambio, he encontrado un Alexandre Clar que adquirió una mansión en Vendée, en 1988, municipio de Saint-Fulgent precisamente. Vendida en 1993. Un Lucien Legrand, propietario de un dominio en Puy-de-Dôme, municipio de Pionsat, de 1993 a 1997. Y un Auguste Primat en una mansión señorial del norte, municipio de Solesmes, de 1997 a 1999. Y luego el tal Maxime Leclerc, de 1999 hasta hoy. Las fechas se suceden, comisario. Voy a imprimirle eso. Concédame tan sólo un momento para borrar nuestros pasos de la moqueta.

– Ya lo tengo, Danglard -dijo Adamsberg, jadeando por su carrera subterránea-. Sobre los nombres, compruebe primero que no estén en el registro civil: Alexandre Clar, nacido en 1935, Lucien Legrand, nacido en 1939, y Auguste Primat, nacido en 1931. Sobre los crímenes, busque en un radio de cinco a sesenta kilómetros alrededor de los términos municipales de Saint-Fulgent, en Vendée, Pionsat, en Puy-de-Dôme, y Solesmes, en el norte. ¿Lo tiene?

– Así será mucho más rápido. ¿Tiene las fechas?

– Para el primer crimen, período de 1988 a 1993; para el segundo, de 1993 a 1997 y, para el tercero, de 1997 a 1999. No olvide que los últimos crímenes, muy probablemente, se cometieron poco tiempo antes de la venta de las propiedades. Es decir, en la primavera de 1993, el invierno de 1997 y el otoño de 1999. Céntrese primero en esos períodos.

– Siempre años impares -comentó Danglard.

– Le gustan. Como el número tres y el tridente.

– Tal vez la idea del Discípulo no sea tan mala, empieza a tomar forma.

La idea del fantasma, corrigió Adamsberg al colgar. Un espectro que comenzaba a tomar, violentamente, forma a medida que los manejos de Josette iban desvelando sus antros. Aguardó la llamada de Danglard con impaciencia, recorriendo de un lado a otro la pequeña casa, con la lista en la mano. Clémentine le había felicitado por su crema de huevo. Al menos, algo bueno.

– Malas noticias -anunció Danglard-. Brézillon se ha puesto en contacto con Laliberté -es decir, Légalité, con él no hay manera- para aclarar algunas cosas. Brézillon me anuncia que uno de los dos puntos en su favor acaba de derrumbarse. Laliberté asegura que sabía lo de su amnesia por el guarda del inmueble. Usted le habló de una pelea entre puercos y chusma. Pero al día siguiente, concretó el guarda, quedó usted muy sorprendido por la hora en que había regresado. Sin mencionar que el enfrentamiento entre puercos y chusma era una mentira y que tenía usted las manos llenas de sangre. Así pues, Laliberté llegó a la conclusión de que había perdido la memoria durante unas horas, puesto que creía haber regresado mucho antes y había mentido al guarda. De modo que no hay llamada anónima, no hay denunciante, nada de nada. La cosa se derrumba.

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