Fred Vargas - Bajo los vientos de Neptuno

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Bajo los vientos de Neptuno: краткое содержание, описание и аннотация

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Fred Vargas juega sus mejores cartas en una novela policiaca de arquitectura clásica y perfecta, que transcurre entre París y la nieve de Quebec.
El comisario Adamsberg se dispone a cruzar el Atlántico para instruirse en unas nuevas técnicas de investigación que están desarrollando sus colegas del otro lado del océano. Pero no sabe que el pasado se ha metido en su maleta y le acompaña en su viaje. En Quebec se encontrará con una joven asesinada con tres heridas de arma blanca y una cadena de homicidios todos iguales, cometidos por el misterioso Tridente, un asesino fantasmal que persigue al joven comisario, obligándole a enfrentarse al único enemigo del que hay que tener miedo: uno mismo. Adamsberg esta vez tiene problemas muy serios…

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– En absoluto.

– Sí. Y has venido a reunirte conmigo en el lodazal del Torque.

Adamsberg se ató lentamente uno de los zapatos.

– ¿Crees que es posible? -preguntó-. ¿Crees que la he matado?

– ¿Y yo? ¿Crees que la maté?

Adamsberg miró a su hermano.

– No habrías podido golpear tres veces, en línea.

– ¿Recuerdas qué guapa era, Lise? Ligera y apasionada como el viento.

– Pero yo no amaba a Noëlla. Y tenía un tridente. Era posible.

– Sólo posible.

– ¿Posible o muy posible? ¿Muy posible o muy cierto, Raphaël?

Raphaël apoyó el mentón en su mano.

– Mi respuesta es tu respuesta -dijo.

Adamsberg se ató el segundo zapato.

– ¿Recuerdas cuando un mosquito se metió hasta el fondo, en tu oído, durante horas?

– Sí -dijo Raphaël sonriendo-. Su zumbido me volvía loco.

– Y temíamos que te volvieras realmente loco antes de que el mosquito muriera. Dejamos la casa completamente a oscuras, y mantuve una vela muy cerca de tu oreja. Fue una idea del cura Grégoire: «Vamos a exorcizarte, muchacho». Sus chistes de cura, vamos. ¿Lo recuerdas? Y el mosquito se arrastró por el canal hasta la llama. Y se quemó las alas con un ruidito. ¿Te acuerdas del ruidito?

– Sí. Grégoire dijo: «El diablo crepita en el fuego del infierno». Sus chistes de cura, vamos.

Adamsberg tomó el jersey y la chaqueta.

– ¿Crees que es posible, muy posible? -prosiguió-. ¿Sacar a nuestro demonio de su túnel con una lucecita?

– Siempre que esté en nuestro oído.

– Lo está, Raphaël.

– Ya sé. Por la noche lo oigo.

Adamsberg se puso la chaqueta y volvió a sentarse junto a su hermano.

– ¿Crees que lo haremos salir?

– Si existe, Jean-Baptiste. Si no somos nosotros.

– Sólo dos personas lo creen. Un sargento algo bobo y una anciana algo descentrada.

– Y Violette.

– No sé si Retancourt me ayuda por deber o por convicción.

– No importa, síguela. Es una mujer magnífica.

– ¿En qué sentido? ¿Te parece guapa? -preguntó Adamsberg, pasmado.

– Guapa también, sí, claro.

– ¿Y su plan? ¿Crees que puede funcionar?

Tuvo la impresión, al murmurar esa frase, de encontrarse, de muy joven, con su hermano, maquinando sus fechorías en un repliegue de la montaña. Zambullirse lo más posible en el Torque, vengarse de la rapacidad de la tendera, grabar unos cuernos en la puerta del juez, escapar de noche, sin despertar a nadie. Raphaël vaciló.

– Si Violette puede aguantar tu peso…

Los dos hermanos se apretaron las manos, con los pulgares entremezclados, como hacían de pequeños antes de zambullirse en el Torque.

XXXVI

Adamsberg y Retancourt se relevaron en el camino de regreso, llevando detrás el coche de Lafrance y Ladouceur. El comisario despertó a Retancourt cuando tuvieron a la vista Gatineau. La había dejado dormir el mayor tiempo posible, tanto temía que flaqueara bajo su peso.

– ¿Está usted segura -dijo- de que el tal Basile me acogerá? Llegaré antes que usted, solo.

– Le escribiré una nota. Usted le explicará que es mi jefe y que yo le envío. Desde allí, llamaremos a Danglard para obtener, lo antes posible, documentación falsa.

– A Danglard no. No se ponga en contacto con él bajo ningún pretexto.

– ¿Por qué no?

– Nadie más sabía que yo había perdido la memoria.

– Danglard es fiel entre los fieles -dijo Retancourt, escandalizada-. Está a su lado, no tiene ni una sola razón para venderle a Laliberté.

– Sí, Retancourt. Desde hace un año, Danglard me guarda rencor. No sé hasta qué punto.

– ¿A causa de aquel desacuerdo? ¿A causa de Camille?

– ¿De dónde lo ha sacado usted?

– Algunos rumores en la Sala de los Chismes. Aquella estancia es una verdadera incubadora, todo nace, todo crece. A veces, también buenas ideas. Pero Danglard no murmura. Es leal.

La teniente fruncía el ceño.

– No estoy seguro -dijo Adamsberg-. Pero no le llame.

A las siete y cuarenta y cinco, la habitación de Adamsberg había sido vaciada y Retancourt le estaba cortando el pelo al comisario, sólo en calzoncillos y con sus dos relojes. Arrojaba cuidadosamente los mechones en el retrete para no dejar rastro alguno.

– ¿Dónde aprendió a cortar el pelo?

– Con un peluquero, antes de dedicarme a los masajes.

Probablemente Retancourt había vivido varias vidas, se dijo Adamsberg. Dejaba que le inclinara la cabeza en todas direcciones, apaciguado por los leves gestos y el ruido regular de las tijeras. A las ocho y diez, le llevó ante el espejo.

– Es exactamente su corte, ¿no? -preguntó con la ilusión de una muchacha que acaba de pasar un examen.

Exactamente. Raphaël llevaba el pelo más corto que él y limpiamente escalonado en la parte trasera.

Adamsberg se encontraba distinto, más severo y más presentable. Sí, vestido con un traje y una corbata, y siendo tan pocos los metros que debería recorrer hasta el coche, los cops no reaccionarían, sobre todo porque, a las once, estarían ya convencidos de que había huido mucho antes.

– Era fácil -dijo Retancourt, sonriente aún, sin que la inminente sucesión de operaciones pareciese preocuparla.

A las nueve y diez, la teniente estaba ya metida dentro del agua y Adamsberg escondido detrás de la puerta, ambos en absoluto silencio.

Adamsberg levantó lentamente el brazo para echar una ojeada a sus relojes. Las nueve y veinticuatro y medio. Tres minutos más tarde, los cops se plantaban en la habitación. Retancourt le había recomendado que se obligara a respirar lentamente, y lo hizo.

El retroceso de los polis ante el cuarto de baño abierto y los insultos de Retancourt por el ultraje se produjeron como estaba previsto. La teniente les cerró la puerta en las narices y, menos de veinte segundos más tarde adoptaban la postura del cuerpo a cuerpo, pegado como un lenguado. Con voz maliciosa, Retancourt dio permiso para entrar y terminar de una vez, cielo santo. Adamsberg se agarraba firmemente al talle y al cinturón, sus pies no tocaban el suelo, su mejilla se aplastaba contra la espalda mojada. Había previsto que su empapada teniente se derrumbaría en cuanto hubiera separado del suelo la planta de sus pies, pero nada de eso ocurrió. El efecto pilar anunciado por Retancourt actuaba de lleno. Se sentía suspendido tan sólidamente como del tronco de un arce. La teniente ni siquiera vacilaba, no se apoyaba en la pared. Se mantenía erguida, con los brazos cruzados sobre el albornoz, sin que ni uno solo de sus músculos temblara. Aquella sensación de perfecta solidez dejó pasmado a Adamsberg y le calmó súbitamente. Tenía la impresión de que hubiera podido pasar una hora así, cómodamente instalado, sin correr riesgo alguno. Justo cuando acababa de impregnarse de aquella sensación de inmutable estabilidad, el puerco concluyó su inspección y volvió a cerrar la puerta ante Retancourt. Ella se vistió rápidamente y regresó a la habitación, sin dejar de abroncar a los tres polis por haberla sorprendido, sin miramientos, en su baño.

– Hemos llamado antes de entrar -decía una desconocida voz de puerco.

– ¡No lo he oído! -gritó Retancourt-. Y no desordenen mis cosas. Les repito que el comisario me ha dejado aquí. Quería estar solo con su superintendente, esta mañana.

– ¿Qué hora marcaba su reloj cuando se lo ha dicho?

– Cuando hemos estacionado ante el hotel, hacia las siete. Ahora debe de estar con Laliberté.

– Criss! ¡No está en la GRC! ¡Su boss ha puesto pies en polvorosa!

Desde la puerta tras la que se escondía, Adamsberg comprendió que Retancourt fingía un silencio sorprendido y extrañado.

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