Fred Vargas - Bajo los vientos de Neptuno

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Fred Vargas juega sus mejores cartas en una novela policiaca de arquitectura clásica y perfecta, que transcurre entre París y la nieve de Quebec.
El comisario Adamsberg se dispone a cruzar el Atlántico para instruirse en unas nuevas técnicas de investigación que están desarrollando sus colegas del otro lado del océano. Pero no sabe que el pasado se ha metido en su maleta y le acompaña en su viaje. En Quebec se encontrará con una joven asesinada con tres heridas de arma blanca y una cadena de homicidios todos iguales, cometidos por el misterioso Tridente, un asesino fantasmal que persigue al joven comisario, obligándole a enfrentarse al único enemigo del que hay que tener miedo: uno mismo. Adamsberg esta vez tiene problemas muy serios…

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– Debía acudir a la cita a las nueve -afirmó-. De todos modos, lo sé.

– ¡No, maldita sea! ¡Nos ha hecho el truco del oso y se ha largado!

– No, no me habría dejado aquí. Trabajamos siempre en pareja.

– Encienda sus lucecitas, teniente. Su boss del carajo es de la piel del diablo y le ha tomado el pelo.

– No comprendo -insistió Retancourt, tozuda.

Otro policía -la voz de Philippe-Auguste, le pareció a Adamsberg- la interrumpió.

– Nada en ninguna parte -dijo.

– Nada -confirmó el tercero, la seca voz de Portelance.

– No te preocupes -respondió el primero-. Cuando le agarremos, tendrá lo suyo. Fuera, muchachos, a registrar el hotel.

Cerró la puerta, tras haberse excusado, una vez más, por su torpe irrupción.

A las once, con traje gris, camisa blanca y corbata, Adamsberg se dirigía tranquilamente hacia el coche de su hermano. Algunos puercos se movían en todas direcciones y ni siquiera les concedió una mirada. A las once y cuarenta, su autobús se ponía en marcha hacia Montreal. Retancourt le había recomendado que bajara una parada antes de la terminal. Sólo llevaba en el bolsillo la dirección de Basile y una nota de Retancourt.

Siguiendo con los ojos los árboles que desfilaban por la carretera, pensó que nunca había encontrado abrigo más sólido y protector que el blanco cuerpo de Retancourt. Que valía mucho más, incluso, que las hondonadas montañosas donde se refugiaba el tío abuelo. ¿Cómo había podido aguantar su peso? La cosa seguía siendo un misterio. Que toda la química de Voisenet nunca podría aclarar.

XXXVII

Louisseize y Sanscartier iban a informar, sin convicción, al despacho de Laliberté.

– El boss está a punto de estallar -dijo Louisseize en voz baja.

– Maldice como un demonio desde esta mañana -respondió Sanscartier sonriendo.

– ¿Y eso te divierte?

– Lo que me divierte, Berthe, es que Adamsberg nos ha dado esquinazo. Le ha hecho una buena jugarreta a Laliberté.

– No te impido reír pero, ahora, nos tocará a nosotros aguantar el chaparrón.

– No es culpa nuestra, Berthe, lo hemos hecho lo best que hemos podido. ¿Quieres que hable con él? Yo no le temo.

De pie en su despacho, Laliberté terminaba de soltar sus órdenes: difusión de la fotografía del sospechoso, barreras en las carreteras, controles en todos los aeropuertos.

– ¿Bueno? -gritó mientras colgaba-. ¿Cómo ha ido eso?

– Hemos registrado todo el parque, superintendente -respondió Sanscartier-. Nada. Tal vez haya querido dar una caminata y haya tenido un accidente. Tal vez haya encontrado un oso.

El superintendente se volvió como un bloque hacia el sargento.

– Te has vuelto completamente majara, Sanscartier. ¿Sigues sin comprender que se ha dado el piro?

– No estamos seguros. Estaba decidido a regresar. Cumple sus promesas, nos hizo llegar las carpetas sobre el juez.

Laliberté dio un puñetazo en su mesa.

– ¡ Su historia no es más que un cuento! Check eso -le dijo tendiéndole una hoja-. Su asesino murió hace dieciséis años, de modo que siéntate encima y dale un meneo.

Sanscartier comprobó sin ningún asombro la fecha del fallecimiento del juez, e inclinó la cabeza.

– Tal vez el juez tenga un imitador -propuso suavemente-. La historia del tridente se sostenía.

– Es un caso del año del catapún. ¡Nos ha tomado el pelo, eso es todo!

– No tengo la sensación de que mintiera.

– Pues si no quería colárnosla, peor aún. Es que tiene los sesos hirviendo y le ha dado un arrechucho.

– No me parece que esté loco.

– No quieras que los peces se rían, Sanscartier. Es una historia sin ton ni son. No puedo tragarla ni como un cuento.

– De todos modos, no inventó esos crímenes.

– Desde hace unos días, sargento, pareces tener dos caras -dijo Laliberté ordenándole que se sentase-. Y el barril de mi paciencia comienza a sonar a hueco. De modo que escucha y emplea la lógica. Aquella noche, Adamsberg se había puesto las botas empinando el codo, ¿correcto? Había bebido tanto que se había llenado como un huevo. Cuando salió de La Esclusa, caminaba haciendo eses, ni siquiera podía hablar. Eso dijo el camarero, ¿correcto?

– Correcto.

– Y estaba agresivo. «Si los puercos se acercan, te empitono.» «Te empitono», Sanscartier, ¿qué te dice eso? ¿Un arma?

Sanscartier asintió.

– Tenía relaciones con la rubia. Y la rubia frecuentaba el sendero, ¿correcto?

– Correcto.

– Tal vez le dio puerta. Tal vez estaba celoso como un palomo y se le fue la chaveta. ¿Posible?

– Sí -dijo Sanscartier.

– O tal vez, y eso es lo que yo creo, la muchacha le soltó un puñado de tonterías, fingiendo que la había preñado. Tal vez quisiera casarlo por la fuerza. Y la cosa se puso de perros. No se la pegó contra una rama, Sanscartier, se peleó con ella.

– Ni siquiera sabemos si se encontraron.

– ¿A qué vienen esas bobadas?

– Digo que, a día de hoy, no tenemos pruebas.

– Estoy hasta el gorro de tus objeciones, Sanscartier. ¡Tenemos montones de pruebas! ¡Tenemos sus huellas en el cinturón!

– Quizás las hubiera dejado antes. Porque la conocía.

– ¿Tienes obstruidos los dos agujeros, sargento? Acababan de regalarle el cinturón. En un momento dado, por el sendero, vio a la muchacha. Y así, por las buenas, se meó en las botas y la mató.

– Comprendo, superintendente, pero no puedo creerlo. No puedo relacionar a Adamsberg con un crimen.

– No te embrolles con tus ideas. Le conocías desde hace quince días, ¿qué sabes de él? Nada. Es traidor como un buey flaco. Y el maldito perro la mató. Una prueba de que le falta un tornillo: ni siquiera sabe lo que hizo aquella noche. Ha pasado el trapo por la pizarra. ¿Correcto?

– Sí -dijo Sanscartier.

– Entonces, va usted a agarrarme al muy maldito. Rómpase la cara y hágame overtime hasta que el tipo esté en la nevera.

XXXVIII

Recibir a un individuo extenuado y sin equipaje no molestó a Basile, puesto que el hombre le era recomendado en una nota de Violette, como si fuera un salvoconducto gubernamental.

– ¿Servirá eso? -preguntó abriéndole la puerta de una pequeña habitación.

– Sí. Muchas gracias, Basile.

– Comerás algo antes de acostarte. Violette es toda una mujer, ¿eh?

– Una diosa Tierra, podríamos decir.

– ¿Y así es como ha conseguido pegársela a todos los cops de Gatineau? -preguntó Basile, muy divertido.

De modo que Basile estaba al corriente de lo esencial… Era un tipo pequeño y de tez rosada, con los ojos agrandados por unas gafas de montura roja.

– ¿Puedes contarme su truco? -dijo.

Adamsberg le resumió en dos palabras la operación.

– No -dijo Basile sirviendo unos sándwiches-. No lo resumas, cuéntamelo con todos los detalles.

Adamsberg relató la epopeya Retancourt, desde su sistema de invisibilidad en la GRC hasta su sistema de pilar. Lo que Adamsberg consideraba una catástrofe divertía mucho a Basile.

– No puedo comprender -dijo para terminar- cómo no se ha caído. Peso setenta y dos kilos.

– Debes comprender que Violette tiene experiencia. Convierte su energía en lo que ella quiere.

– Lo sé. Es mi teniente.

Era, pensó al entrar en la habitación. Pues aunque consiguiera cruzar el Atlántico, no iba a sentarse otra vez en la Brigada, con las piernas sobre la mesa. Criminal huido, a la fuga. Más tarde, se dijo. Seleccionar las muestras, cortarlas en finas láminas. Colocarlas una a una en los alvéolos.

Retancourt se reunió con ellos hacia las nueve de la noche. Entusiasta, Basile había preparado ya su habitación, la cena y obedecido sus órdenes. Había conseguido para Adamsberg ropa, maquinilla de afeitar, artículos de aseo y lo necesario para aguantar una semana.

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