– Exactamente. No correremos ese riesgo. Sé lo que tiene de embarazoso, pero no creo que sea el momento de turbarse. Tenemos que ponernos de acuerdo en eso antes.
– Eso no me turba -vaciló Adamsberg-, si no le turba a usted.
– Crié a cuatro hermanos y, en ciertas condiciones extremas, considero que la turbación es un lujo. Estamos en condiciones extremas.
– Pero carajo, Retancourt, aunque salgan de su habitación con las manos vacías, no por ello aflojarán la vigilancia. Van a poner patas arriba todo el hotel Brébeuf, del sótano al desván.
– Sí, evidentemente.
– De modo que, con cuerpo a cuerpo o sin él, no podré salir del edificio.
– Saldrá él -dijo Retancourt, señalando a Raphaël-. Es decir, usted en él. Abandonará el hotel a las once, con su traje, su corbata, sus zapatos y su abrigo. Le cortaré el cabello como a él, en cuanto lleguemos. Pasará perfectamente. De lejos, no es fácil distinguirles. Y, para ellos, va usted vestido como un pordiosero. Los cops habrán visto ya al hombre de negocios del traje azul entrando a las diez y media. Saldrá a las once y les importará un pimiento. El hombre de negocios, es decir, usted, comisario, llegará tranquilamente a su coche.
Los dos Adamsberg, sentados uno junto a otro, escuchaban atentamente a la teniente, casi subyugados. Adamsberg comenzaba a evaluar el plan de Retancourt, basado en dos elementos por lo general contrarios: la enormidad y la finura. Aliados, componían una fuerza imprevisible, un golpe de ariete asestado con la minuciosidad de una aguja.
– ¿Y luego? -preguntó Adamsberg, a quien el proyecto devolvía cierto vigor.
– Sube usted al coche de Raphaël, lo deja en Ottawa, en la esquina de North Street y del bulevar Laurier. Allí, toma usted el autobús de las once cuarenta hacia Montreal. Raphaël, el de verdad, partirá mucho más tarde, al anochecer o al día siguiente por la mañana. Los cops habrán levantado la guardia. Recuperará su coche y regresará a Detroit.
– Pero ¿por qué no hacer algo más simple? -propuso Adamsberg-. Raphaël llega antes de que llame el superintendente. Me pongo su ropa, tomo su coche y me largo antes de la alerta. Y él se va inmediatamente después, en el autobús. Nos ahorraríamos el riesgo del combate cuerpo a cuerpo en el cuarto de baño. Cuando aparezcan, no quedará ya nadie, ni él ni yo.
– Salvo su nombre en el registro o, si viene como visitante, ese rapidísimo paso. No lo complico por gusto, comisario, sino para no meter a Raphaël en un lío. Si llega antes de que se advierta la fuga, lo descubrirán inmediatamente. Los cops interrogarán al recepcionista y sabrán así que un tal Raphaël Adamsberg se ha presentado por la mañana, en el hotel, para marcharse enseguida. O que un visitante ha preguntado por usted. Es grave. Captarán la jugarreta de la sustitución y Raphaël será detenido en Detroit, con una acusación de complicidad encima. En cambio, si llega una vez hayan registrado las habitaciones y descubierto la fuga, pasará desapercibido entre los clientes y no se le considerará responsable de nada. En el peor de los casos, si los cops se fijan más tarde en su nombre, sólo podrán reprocharle haber ido a visitar a su hermano y no haberlo encontrado, y eso no es un delito.
Adamsberg miró atentamente a Retancourt.
– Es evidente -dijo-. Raphaël debe llegar más tarde, tendría que haberlo pensado. Soy detective, a fin de cuentas. ¿No sé ya razonar, acaso?
– Como poli, no -respondió suavemente Retancourt-. Reacciona usted como un criminal acosado, no como un poli. Provisionalmente ha cambiado de terreno, está del lado desfavorable, donde se tiene el sol de frente. Recuperará su punto de vista en cuanto llegue a París.
Adamsberg asintió. Criminal acorralado y reflejos de huida, sin visión de conjunto ni coordinación de los detalles.
– ¿Y usted? ¿Cuándo podrá largarse?
– Cuando hayan acabado de explorar la zona y comprendido su desgracia. Levantarán la vigilancia para buscarle por carreteras y aeropuertos. Me reuniré con usted en Montreal, en cuanto hayan levantado el cerco.
– ¿Dónde?
– En casa de un buen amigo. Carezco de talento para conseguir ligues de sendero, pero consigo amigos en cada puerto. Por una parte, porque me gusta; luego, porque puede ser útil. Basile, sin duda, nos acogerá.
– Perfecto -murmuró Raphaël-, perfecto.
Adamsberg inclinó la cabeza en silencio.
– Raphaël -dijo Retancourt levantándose-, ¿podría prestarme una habitación? Me gustaría dormir. Debemos viajar toda la noche.
– Tú también -dijo Raphaël a su hermano-. Mientras descansáis iré a buscar el albornoz.
Retancourt anotó sus medidas en un papel.
– No creo que nuestros dos perseguidores le sigan -dijo-. Se quedarán vigilando el edificio. Pero vuelva con provisiones, pan, verdura. Eso lo hará más verosímil.
Tendido en la cama de su hermano, Adamsberg no era capaz de dormir. Su noche del 26 le acosaba como un dolor físico. Ebrio en aquel sendero y enfadado con Noëlla y con el mundo. Con Danglard, Camille, el nuevo padre y Fulgence. Una verdadera bola de odio que ya no controlaba, y desde hacía ya un buen rato. La obra. Sin duda, un tridente. Puede ser útil para arrancar árboles. Lo había visto al hablar con el guarda o al atravesar el bosque. Sabía que estaba allí. Andar borracho como una cuba por la noche, devorado por la obsesión del juez y la necesidad de encontrar a su hermano. Divisar a Noëlla acechándolo como una presa. La bola de odio estalla, se abre camino hacia su hermano, el juez entra en su piel. Toma el arma. ¿Hay alguien más en el sendero desierto? Deja sin sentido a la muchacha. Arranca aquel cinturón de cuero que le impide acceder al vientre. Lo arroja sobre las hojas. Y mata, clavándole el tridente. Rompe el hielo del lago, hunde allí a la muerta y arroja piedras encima. Exactamente como había hecho, treinta años antes, en el Torque, con el punzón de Raphaël. Los mismos gestos. Arroja el tridente al Outaouais, que lo arrastra en sus cascadas hacia el San Lorenzo. Luego vagabundea, camina, cae en la inconsciencia y en un deseo de olvido. Cuando despierta, todo se ha sumido en las inaccesibles profundidades de la memoria.
Adamsberg se sintió helado y se cubrió con el edredón. Huir. El cuerpo a cuerpo. Pegarse desnudo a la piel de esa mujer. Condiciones extremas. Huir y vivir como un asesino acosado; tal vez lo fuese.
Cambio de territorio, cambio de ángulo de visión. Vuelve a ser poli por unos segundos. Una de las preguntas que había hecho a Retancourt, olvidada en la catastrófica oleada de la carpeta verde, regresó al escenario de sus pensamientos. ¿Cómo había sabido Laliberté que él no recordaba nada de esa noche? Porque alguien se lo había dicho. Y era algo que sólo Danglard sabía. ¿Y quién había podido sugerir al superintendente el carácter obsesivo de su persecución? Sólo Danglard conocía el poder del juez sobre su vida. Danglard, que se oponía a él, desde haría un año, defendiendo a Camille. Danglard, que había elegido su bando, que le había insultado. Adamsberg cerró los ojos y se puso los brazos en la cara. El puro Adrien Danglard. Su noble y fiel adjunto.
A las seis de la tarde, Raphaël entró en la habitación. Miró un momento a su hermano que dormía, observando aquel rostro por el que asomaba su infancia. Se sentó en la cama y sacudió suavemente a Adamsberg por el hombro.
El comisario se incorporó sobre un codo.
– Es hora de partir, Jean-Baptiste.
– Hora de huir -dijo Adamsberg sentándose y buscando sus zapatos en la oscuridad.
– Es culpa mía -dijo Raphaël tras un silencio-. Te he jodido la vida.
– No digas esas cosas. No has jodido nada en absoluto.
– Te he jodido.
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