Fred Vargas - Bajo los vientos de Neptuno

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Bajo los vientos de Neptuno: краткое содержание, описание и аннотация

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Fred Vargas juega sus mejores cartas en una novela policiaca de arquitectura clásica y perfecta, que transcurre entre París y la nieve de Quebec.
El comisario Adamsberg se dispone a cruzar el Atlántico para instruirse en unas nuevas técnicas de investigación que están desarrollando sus colegas del otro lado del océano. Pero no sabe que el pasado se ha metido en su maleta y le acompaña en su viaje. En Quebec se encontrará con una joven asesinada con tres heridas de arma blanca y una cadena de homicidios todos iguales, cometidos por el misterioso Tridente, un asesino fantasmal que persigue al joven comisario, obligándole a enfrentarse al único enemigo del que hay que tener miedo: uno mismo. Adamsberg esta vez tiene problemas muy serios…

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– Esta noche regresamos a Gatineau -explicó Retancourt-. Llegamos al hotel Brébeuf por la mañana, hacia las siete, cándidos y ante sus ojos. Usted, Raphaël, se pone en camino tres horas y media después de nosotros. ¿Es posible?

Raphaël asintió.

– Llega a ese hotel hacia las diez y media. ¿Qué verán los cops? Un nuevo cliente, y les importa un bledo, no le buscan a él. Tanto más cuanto, a esas horas, hay muchas idas y venidas. Los dos puercos que nos siguen no estarán mañana de guardia. Ninguno de los polis al acecho le identificará. Se registra usted con su nombre y toma posesión de su habitación, sencillamente.

– De acuerdo.

– ¿Tiene usted trajes? ¿Trajes de hombre de negocios, con camisa y corbata?

– Tengo tres. Dos grises y uno azul.

– Perfecto. Póngase un traje y lleve otro consigo. El gris. Y también dos abrigos, dos corbatas.

– Retancourt, ¿no irá usted a meter a mi hermano en un lío? -interrumpió Adamsberg.

– No, sólo a los polis de Gatineau. Usted, comisario, en cuanto lleguemos, vacía su habitación, exactamente como si se hubiera largado a toda prisa. Nos libraremos de sus cosas. Tiene usted pocas y eso va bien.

– ¿Hacemos albóndigas con ellas? ¿Nos las comemos?

– Las meteremos en el contenedor de basura del piso, aquel cacharro de acero con un batiente.

– ¿Todo? ¿La ropa, los libros, la maquinilla de afeitar?

– Todo, incluso su arma de servicio. Tiramos sus cosas y salvamos su piel. Nos quedaremos con la cartera y las llaves.

– La bolsa no entrará en el contenedor.

– La dejaremos en mi armario, vacía, como si fuera mía. Las mujeres llevan mucho equipaje.

– ¿Puedo conservar mis relojes?

– Sí.

Los dos hermanos no apartaban los ojos de ella, el uno con una mirada difusa y dulce, el otro clara y brillante. Raphaël Adamsberg tenía la misma flexibilidad apacible que su hermano, pero sus movimientos eran más vivos, sus reacciones más rápidas.

– Los cops nos aguardan en la GRC a las nueve -prosiguió Retancourt, cuya mirada iba del uno al otro-. Tras veinte minutos de retraso, creo que no más, Laliberté intentará ponerse en contacto con el comisario, en el hotel. Al no obtener respuesta, dará la alerta. Los tipos correrán a su habitación. Vacía. El sospechoso habrá desaparecido. Hay que dar esta impresión: que se ha marchado ya, que se ha escurrido entre sus dedos. Hacia las nueve y veinticinco, se plantan en mi habitación, por si usted se hubiera escondido allí.

– Pero ¿escondido dónde, Retancourt? -preguntó Adamsberg con inquietud.

Retancourt levantó la mano.

– Los quebequeses son púdicos y reservados -dijo-. Nada de mujeres desnudas en la primera página de los periódicos o en las orillas de sus lagos. Contaremos con eso, con su pudor. En cambio -dijo volviéndose hacia Adamsberg-, usted y yo tendremos que dejarlo a un lado. No será momento para mostrarnos mojigatos. Y si lo es usted, recuerde simplemente que se juega la cabeza.

– Lo recuerdo.

– Cuando los puercos entren, yo estaré en el cuarto de baño y, más exactamente, en la bañera, con la puerta abierta. No tenemos elección.

– ¿Y Jean-Baptiste? -preguntó Raphaël.

– Escondido detrás de la puerta abierta. Al verme, los polis retroceden por la habitación. Yo grito, les insulto por su falta de consideración. Desde la habitación, se excusan, farfullan, me explican que buscan al comisario. Yo no estoy al corriente de nada, me ha ordenado que permanezca en el hotel. Quieren registrar el hotel. Muy bien, pero que me dejen al menos tiempo para vestirme. Retroceden un poco más para dejarme salir de la bañera y cerrar la puerta. ¿Todo va bien, hasta aquí?

– La sigo -dijo Raphaël.

– Me pongo un albornoz, un albornoz muy grande que me llega hasta los pies. Raphaël tendrá que comprarlo aquí. Le daré mis medidas.

– ¿De qué color? -preguntó Raphaël.

Lo precavido de la pregunta frenó el impulso táctico de Retancourt.

– Amarillo pálido, si no le molesta.

– Amarillo pálido -confirmó Raphaël-. ¿Y luego?

– El comisario y yo estamos en el cuarto de baño, con la puerta cerrada. Los cops están en la habitación. ¿Capta bien la situación, comisario?

– Precisamente, me pierdo aquí. En estos cuartos de baño hay un armario de espejo, otro empotrado y nada más. ¿Dónde quiere usted que me meta? ¿En el baño de espuma?

– Ya se lo he dicho, sobre mí. O, más bien, detrás de mí. Formaremos un solo cuerpo, de pie. Les hago entrar y me mantengo, escandalizada, en la esquina del fondo, con la espalda en la pared. No son imbéciles, examinan a fondo el cuarto de baño, miran detrás de la puerta, meten el brazo en el agua de la bañera. Yo aumento su turbación dejando que el albornoz se abra. No se atreverán a echarme una ojeada, no se atreverán a dar la impresión de ser unos mirones. Se muestran muy melindrosos en ese punto y será nuestra mejor baza. Una vez registrado el cuarto de baño, salen y dejan que me vista, con la puerta cerrada de nuevo. Mientras registran la habitación, yo salgo, vestida esta vez, dejando la puerta abierta con naturalidad. Usted se ha vuelto a esconder detrás de esa puerta.

– Teniente, no he captado la etapa de «ser un solo cuerpo» -dijo Adamsberg.

– ¿Nunca ha hecho usted un combate cerrado? ¿Lo del agresor que te agarra por detrás?

– No, nunca.

– Le enseñaré la postura -dijo Retancourt, levantándose-. Despersonalicemos. Un individuo de pie. Yo. Grande y gorda, es una suerte. Otro individuo más ligero y más pequeño. Usted. Usted está debajo del albornoz. La cabeza y los hombros se apoyan en mi espalda, sus brazos, muy apretados, me rodean la cintura, es decir, que se hunden en mi vientre, invisibles. Ahora, sus piernas. Están apoyadas detrás de las mías, con los pies levantados del suelo, pegados a mis pantorrillas. Me mantengo en un rincón de la estancia, con los brazos cruzados y las piernas algo abiertas, para que mi centro de gravedad quede más bajo. ¿Me sigue usted?

– Dios mío, Retancourt. ¿Quiere usted que me pegue como un mono a su espalda?

– Que se pegue como un lenguado, incluso. «Pegarse», ése es el concepto. Durará pocos minutos, dos como máximo. El cuarto de baño es minúsculo y el registro será rápido. No me mirarán. No me moveré. Ni usted tampoco.

– Es absurdo, Retancourt, se verá.

– No se verá. Soy gorda. Iré envuelta en el albornoz, apostada en la esquina, de frente. Para que no resbale usted por mi piel, me pondré un cinturón debajo del albornoz, al que podrá agarrarse. Con él sujetaremos también su cartera.

– Demasiado peso que soportar -dijo Adamsberg agitando la cabeza-. Peso setenta y dos kilos, ¿se da usted cuenta? No va a funcionar, es una locura.

– Funcionará porque lo he hecho ya dos veces, comisario. Con mi hermano, cuando los maderos lo buscaban por una tontería u otra. A los diecinueve años, tenía aproximadamente su tamaño y pesaba setenta y nueve kilos. Yo me ponía la bata de mi padre y él se pegaba a mi espalda. Aguantábamos cuatro minutos sin inmutarnos. Si eso puede tranquilizarle.

– Si Violette lo dice… -intervino Raphaël, algo asustado.

– Si ella lo dice… -repitió Adamsberg.

– Debo precisar algo antes de que nos pongamos de acuerdo. No podemos permitirnos andar con astucias y fallar. La verosimilitud es nuestra arma. Estaré realmente desnuda en el baño, claro está, y por lo tanto realmente desnuda bajo el albornoz. Y usted se agarrará realmente a mi espalda. Aceptaré el calzoncillo, pero ninguna prenda más. Por una parte, la ropa resbala; por la otra, impide que el tejido del albornoz caiga con normalidad.

– Arrugas extrañas -dijo Raphaël.

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