– Reduzca la velocidad. Realmente no es momento de que los inspectores nos pesquen con la bomba de relojería que lleva usted en la bolsa.
– Exactamente -reconoció Retancourt levantando el pie-. Son estos jodidos carros automáticos que me arrastran.
– No sólo le arrastra eso. ¿Imagina usted qué lío si uno de los agentes la hubiera sorprendido en la fotocopiadora?
– ¿Imagina usted el lío si yo no hubiera echado una ojeada al expediente? Era domingo y la GRC estaba vacía. Oía, a lo lejos, el rumor de sus conversaciones. Al menor chirrido de silla, tenía tiempo de dejarlo todo en su lugar. Sé lo que hago.
– No estoy tan seguro.
– Le han investigado. Y mucho. Saben que se acostaba usted con la muchacha.
– ¿Por sus caseros?
– No. Noëlla tenía en el bolso un test de embarazo, una pipeta de orina.
– ¿Lo estaba? ¿Preñada?
– No. No existen test que den la respuesta al cabo de tres días, pero los hombres lo ignoran.
– ¿Y en ese caso por qué llevaba el test? ¿Para su antiguo chorbo?
– Para encasquetárselo a usted. Tome el informe de mi bolsa. La carpeta azul, en la página 10, creo.
Adamsberg abrió la bolsa de Retancourt, que parecía un estuche de supervivencia con pinzas, cuerda, ganchos, maquillaje, tensores, cuchillo, linterna, bolsas de plástico y demás. Encendió la luz del techo y buscó la página 10. «Análisis de orina de Cordel Noëlla. Prueba RRT 3067. Residuos de esperma», leyó rápidamente. «Comparación con muestra STG 6712, toma ropa de cama del estudio Adamsberg Jean-Baptiste. Comparación ADN positiva. Identificación formal del compañero sexual.»
Bajo aquellas líneas figuraban dos esquemas que representaban las secuencias de ADN en veintiocho franjas, una originada por la pipeta y la otra por su sábana. Rigurosamente idénticas. Adamsberg guardó la carpeta y apagó la luz. No le habría intimidado demasiado charlar sobre esperma con su lugarteniente, pero le estaba agradecido de que le hubiera dejado leer la nota en silencio.
– ¿Por qué ha mantenido Laliberté la boca cerrada? -preguntó en voz baja.
– Las tuercas. Se está divirtiendo, comisario. Ve cómo se hunde usted, y eso le gusta. Cuanto más le miente, más aumenta su montón de falsas declaraciones.
– Aun así -suspiró Adamsberg-. Aun sabiendo que me acosté con Noëlla, no tiene ninguna razón para establecer un vínculo con el asesinato. Es una coincidencia.
– A usted no le gustan las coincidencias.
– No.
– Bueno, pues a él tampoco. La muchacha fue descubierta en el sendero de paso.
Adamsberg se petrificó.
– No es posible, Retancourt -susurró.
– Sí, en un laguito de la ribera -dijo ella dulcemente-. ¿Comemos?
– No tengo hambre -dijo Adamsberg en voz baja.
– Muy bien, pues yo voy a comer. De lo contrario no aguantaría, ni usted tampoco.
Retancourt detuvo el coche en un área de estacionamiento y sacó de su bolsa dos bocadillos y dos manzanas. Adamsberg masticaba lentamente, con la mirada perdida.
– Aun así -repitió-… ¿Qué prueba eso? Noëlla estaba metida siempre en ese sendero. De la mañana a la noche. Ella misma hablaba de lo peligroso que era. No era yo el único que lo tomaba.
– Por la noche, sí. Salvo los homosexuales que nada tenían que hacer con Noëlla Cordel. Los cops saben muchas cosas. Que vagó usted tres horas por aquel camino. Entre las diez y media y la una y media de la madrugada.
– No vi nada, Retancourt. Estaba como una cuba, ya se lo he dicho. Sin duda fui de un lado a otro. Tras mi caída, no tenía ya mi linterna. Es decir, su linterna.
Retancourt sacó de la bolsa una botella de vino.
– No sé qué tal estará -dijo-. Beba un traguito.
– No quiero beber más.
– Sólo un traguito. Por favor.
Adamsberg obedeció, bastante desamparado. Retancourt recuperó la botella y volvió a taparla cuidadosamente.
– Interrogaron al camarero de La Esclusa -prosiguió-. A quien usted habría dicho: «Si los puercos se acercan, te empitono».
– Yo hablaba de mi abuela. Una buena mujer.
– Buena o no, la frase no les ha gustado en absoluto.
– ¿Eso es todo, Retancourt?
– No. Saben también que no recuerda usted aquella noche.
Se hizo en el coche un largo silencio. Adamsberg se había apoyado en el respaldo, con los ojos hacia el techo, como un hombre atontado, en estado de choque.
– Sólo hablé de ello con Danglard -dijo sordamente.
– Pues bien, de todos modos lo saben.
– Iba siempre a caminar por aquel sendero -prosiguió con la misma voz átona-. No tienen móvil ni pruebas.
– Tienen un móvil: el test de embarazo, el chantaje.
– Es impensable, Retancourt. Una maquinación, una maquinación diabólica.
– ¿Del juez?
– ¿Por qué no?
– Está muerto, comisario.
– Me importa un bledo. Y no tienen pruebas.
– Sí. La muchacha llevaba un cinturón de cuero, regalado aquel mismo día.
– Él me lo dijo. ¿Y qué?
– Estaba desabrochado. Abandonado entre las hojas, junto al lago.
– ¿Y qué?
– Lo siento, comisario: sus huellas están en él. Las compararon con las que dejó en el estudio.
Adamsberg no se movía ya, sumido en el estupor, aturdido por las olas que caían sobre él, una tras otra.
– Nunca he visto ese cinturón. Nunca lo he desabrochado. No vi a esa chica desde el viernes por la noche.
– Lo sé -murmuró Retancourt como un eco-. Pero sólo puede ofrecerles un viejo muerto como culpable. Y como coartada, la pérdida de la memoria. Dirán que estaba usted obsesionado por el juez, que su hermano había matado, que había perdido usted el control de sí mismo. Que, ante idénticas circunstancias, ebrio, en el bosque, ante una muchacha preñada, reprodujo el acto de Raphaël.
– La trampa se ha cerrado -dijo Adamsberg entornando los ojos.
– Perdone la brutalidad, pero era necesario que lo supiera. El martes le inculparán. La orden ya está lista.
Retancourt lanzó los restos de su manzana por la ventana y arrancó de nuevo. No le ofreció el volante a Adamsberg y él no se lo pidió.
– No lo hice, Retancourt.
– De nada servirá repetírselo a Laliberté. Se pasa por el forro sus negativas.
Adamsberg se incorporó de pronto.
– Pero, teniente, Noëlla fue asesinada con un tridente. ¿De dónde podía sacar yo semejante herramienta? ¿Apareció por los aires, en mi sendero?
Se interrumpió bruscamente y se dejó caer contra el respaldo.
– Diga, comisario.
– Dios mío, la obra.
– ¿Dónde?
– A medio camino había una obra, con un pick-up y algunas herramientas apoyadas en los troncos. Arrancaban los árboles muertos y volvían a plantar arces. Yo lo sabía. Pude pasar por delante, ver a Noëlla, ver el arma y utilizarla. Podrían decirlo, sí. Porque había tierra en las heridas. Porque el tridente era distinto al del juez.
– Podrían decirlo -confirmó Retancourt, con voz grave-. Lo que les ha contado del juez no arregla las cosas, muy al contrario. Una historia loca, improbable, obsesiva. La utilizarán para acusarle. Tenían el móvil inmediato, les ha servido usted el móvil profundo.
– El hombre obnubilado, borracho, amnésico, enloquecido por la muchacha. Yo en el cuerpo de mi hermano. Yo en el cuerpo del juez. Yo descentrado, como una cabra. Estoy jodido, Retancourt. Fulgence me ha despellejado. Y se ha metido en mi piel.
Retancourt condujo un cuarto de hora sin hablar. El abatimiento de Adamsberg exigía, a su entender, el respiro de un largo silencio. Días enteros tal vez, conduciendo hacia Groenlandia, pero ella no tenía tanto tiempo.
– ¿En qué piensa? -prosiguió.
– En mamá.
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