Pero Jean-Pierre Émile Roger Feuillet no despertó el más mínimo interés en los vigilantes y, una vez en la sala de embarque, Adamsberg logró relajarse hasta el punto de comprar un frasco de jarabe. Un detalle muy típico de Jean-Pierre Émile Roger Feuillet, para su madre. El rugido de los reactores y el despegue le procuraron un alivio que Danglard nunca hubiera podido concebir. Vio alejarse por debajo las tierras canadienses, imaginando que en ellas se agitaban centenares de puercos desesperados.
Quedaba por cruzar aún la barrera de Roissy. Quedaba también Retancourt, cuyo examen tendría lugar dentro de dos horas y media. Adamsberg estaba preocupado por ella. Su nueva apariencia de mujer rica y ociosa era desconcertante -y también había divertido mucho a Basile-, pero Adamsberg temía que su silueta permitiese su identificación. La imagen de su cuerpo desnudo pasó ante sus ojos. Impresionante, claro está, pero armoniosa. Raphaël tenía razón, Retancourt era una hermosa mujer, y se reprochó no haber pensado nunca en ello, con la excusa de su sobrepeso y su vigor. Raphaël había sido siempre más delicado que él.
Al cabo de siete horas, las ruedas se posarían por la mañana en el suelo de Roissy. Pasaría el control y, por unos instantes, se sentiría vivo, liberado. Y eso era un error. La pesadilla proseguiría en otras tierras. Ante él, el porvenir se presentaba vacío y blanco como el hielo a la deriva. Retancourt, por lo menos, podría regresar a la Brigada, arguyendo que había temido que los cops la detuvieran como cómplice. Pero para él comenzaba la nada. Con la mordiente duda de sus actos olvidados como añadidura. Le faltó un pelo para preferir haber matado más que arrastrar con él la terrible penumbra de su noche del 26.
Jean-Pierre Émile Roger pasó sin contratiempos los controles de Roissy, pero Adamsberg no pudo decidirse a abandonar el aeropuerto sin saber si Retancourt conseguiría ponerse a buen recaudo. Vagabundeó dos horas y media de vestíbulo en vestíbulo, intentando ser discreto e imitar la invisibilidad que Retancourt había utilizado en la GRC. Pero, era evidente, Jean-Pierre Émile no interesaba a nadie, ni aquí ni en Montreal. Pasaba y volvía a pasar ante los paneles de información, acechando los eventuales retrasos de los grandes vuelos. Los grandes transportes, se repitió. Su gran Retancourt. Sin ella estaría hoy en la trena canadiense, encadenado, jodido, carbonizado. Retancourt, su gran transportadora y su liberadora.
El insignificante Jean-Pierre Émile se colocó, sin demasiada inquietud, a unos veinte metros de la puerta de las llegadas. Retancourt debía de haber convertido toda su energía para vivir el personaje de Henriette Emma Marie Parillon. Él apretaba los dedos a medida que los pasajeros del vuelo se diseminaban por el vestíbulo, ni rastro de la teniente. ¿La habrían retenido en Montreal? ¿La habrían llevado los puercos a la GRC? ¿Le habrían apretado las tuercas toda la noche? ¿Habría cantado? ¿Habría dado el nombre de Raphaël? ¿Y el de su propio hermano? Adamsberg acabó por sentir rencor hacia todos aquellos desconocidos que desfilaban ante él, felices de haber concluido el viaje, llevando en sus bolsas jarabe y caribús de peluche. Les reprochaba que no fueran Retancourt. Una mano le agarró del brazo y le hizo retroceder por el vestíbulo.
La de Henriette Emma Marie Parillon.
– Está usted como una cabra -murmuró Retancourt, sin abandonar la expresión hastiada de Henriette.
Emergieron en París, en la estación de Châtelet, y Adamsberg propuso a su teniente que aprovecharan sus últimas horas de libertad con los pálidos rasgos de Jean-Pierre Émile para almorzar en un café, como un tipo normal. Retancourt vaciló y, luego, aceptó, aliviada por su salida, lograda a la perfección, y por los centenares de viandantes que recorrían la plaza.
– Haremos como si no -dijo Adamsberg una vez instalado ante su plato, muy erguido, como hubiera hecho Jean-Pierre Émile-. Como si no lo fuera. Como si no lo hubiera hecho.
– Episodio cerrado, comisario -declaró Retancourt en un tono reprobatorio, dando una expresión inesperada al rostro de Henriette Emma-. Todo ha terminado y usted no lo hizo. Estamos en París, en su territorio, y usted vuelve a ser poli. No puedo creerlo por los dos. Podemos hacer un cuerpo a cuerpo pero no un pensamiento a pensamiento. Tendrá que recuperar el suyo.
– ¿Por qué lo cree usted, Retancourt?
– Ya hemos hablado de eso.
– Pero ¿por qué -insistió Adamsberg-, si no le gusto?
Retancourt lanzó un suspiro hastiado.
– ¿Qué importa eso?
– Me gustaría comprender. De verdad.
– Ignoro si es conveniente aún, tal vez hoy o mañana.
– ¿Por lo de mi caída quebequesa?
– Entre otras cosas. Ya no lo sé.
– Aun así, Retancourt. Quiero saberlo.
Retancourt lo pensó unos instantes dándole vueltas con los dedos a su taza de café vacía.
– Tal vez no volvamos a vemos, teniente -prosiguió Adamsberg-. Condiciones extremas, no es ya hora de respeto. Y lamentaré siempre no haberlo comprendido.
– Condiciones extremas, de acuerdo. Lo que todos alababan en la Brigada me contrariaba. Ese desenfadado modo de desentrañar los casos como un paseante solitario, como un soñador que disparaba directamente al blanco. Singular, claro está, pero yo veía en ello otra cara, un modo de estar plácidamente convencido de sus propias certidumbres. Una autonomía de pensamiento, sí, pero también una discreta soberanía que dispensaba a los demás de pensar.
Retancourt hizo una pausa, dudando en proseguir.
– Continúe -pidió Adamsberg.
– Admiraba la intuición, como todo el mundo, pero no la indiferencia que mostraba, no aquel modo de desdeñar las opiniones de sus adjuntos, de escucharlas sólo a medias. No ese despreocupado aislamiento, esa indiferencia casi impermeable. No sé explicarme. Las dunas del desierto son dúctiles y su arena suave, pero le resulta árida a quien lo atraviesa. El hombre que lo recorre lo sabe, pero no puede vivir allí. El desierto no es generoso.
Adamsberg la escuchaba con atención. Las duras palabras de Trabelmann volvieron a su memoria y aquella convergencia se hizo una bola de sombras, que pasó rápidamente por su frente con un aleteo oscuro. Atender sólo a sí mismo, apartar a los demás, confundirles, siluetas alejadas e intercambiables cuyos nombres entremezclaba. Y, sin embargo, estaba convencido de que la teniente se equivocaba.
– Eso me parece una historia triste -dijo sin levantar la mirada.
– Bastante. Pero tal vez estuviera usted, siempre, un poco en otra parte, y muy lejos, en compañía de Raphaël, formando círculo con él. Lo he pensado en el avión. Formaban un círculo en aquella cafetería, un círculo exclusivo.
Retancourt dibujó una circunferencia en la mesa y Adamsberg frunció sus depiladas cejas.
– Con su hermano -explicó-, para no abandonarle nunca, para apoyarle sin descanso en su huida. En el desierto, con él.
– En el lodazal del Torque -propuso Adamsberg dibujando lentamente otra circunferencia.
– Si le parece a usted.
– ¿Qué otra cosa lee usted, en mi propio libro?
– Que, por las mismas razones, debe escucharme cuando digo que no ha matado. Para matar, como mínimo, hay que apasionarse por los demás, verse arrastrado por las propias tormentas e, incluso, obsesionarse por lo que representan. Matar exige una alteración del vínculo, un exceso de reacción, de confusión con el otro. Una confusión tal que el otro ya no existe en sí, sino como una propiedad que puede utilizarse como víctima. Le creo muy lejos de ello. Un hombre como usted, zigzagueando sin verdadero contacto, no mata a los demás. Porque no está lo bastante cerca de ellos, y menos aún para sacrificarlos a sus pasiones. No estoy diciendo que no ame usted a nadie, pero a Noëlla no. No la habría matado en ningún caso.
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