Hillary Waugh - Corra cuando diga ya

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Club DEL MISTERIO Nº 85

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Peter pisó el freno y el pequeño Saab se detuvo con un chirrido. Al mismo tiempo se encendieron los faros de un automóvil que había aparecido a sus espaldas y dos hombres salieron de los arbustos que flanqueaban el camino.

Peter y Karen no tuvieron la más mínima oportunidad de defenderse. Sus portezuelas se abrieron y se encontraron con los enormes cañones de unos revólveres muy próximos a sus ojos.

Sábado 1.15-2.35 horas

Les arrancaron del automóvil y les registraron bruscamente. El objeto del registro eran las armas, pero los jóvenes italianos que se encargaban de Peter descubrieron los 500 dólares de Gorman en su cartera y se apropiaron de eso y de la automática y el revólver. A Karen le quitaron treinta y dos, pero nada más.

La calle estaba oscura, no había más luz que los faros del Saab y del automóvil que había aparecido por detrás, y Peter no pudo calcular cuántos hombres había allí. Parecían unos seis y hablaban en italiano.

En el automóvil de detrás se cerró una portezuela y una voz impartió órdenes. Los hombres obedecieron y apartaron el Saab, dejándolo contra la cerca de piedra e hicieron girar al automóvil que bloqueaba el camino. Otra voz, que surgía de detrás de los faros, murmuró en inglés:

– ¿Para qué les haces salir del automóvil? ¿Por qué no los dejas dentro? Podríamos empujarlo a un lado.

La voz dura que había impartido las órdenes respondió en inglés:

– Porque no les queremos dejar aquí.

Los dos se adelantaron y la luz de los faros los iluminó. El que se había quejado era el tipo flaco, con aspecto de tuberculoso, y el que mandaba era el del diente negro y el clavel. Peter no se sorprendió.

El señor Clavel no demostró regocijo por la situación de Peter. No habló con Karen y ni siquiera dio muestras de advertir su presencia.

Sólo le preocupaba librarse del Saab. Señaló y dio más órdenes en italiano. El flaco sí miró a los prisioneros; pero su actitud era clínica, como la de un científico a punto de aplicar una inyección a un conejito de Indias. Cuando el Saab estuvo estacionado, hizo un gesto.

– Vuelvan a meterse en el coche -dijo dirigiéndose a Karen y a Peter.

Peter trató de hacerse oír.

– Escuche, sé qué piensan de todo esto…

El hombre del clavel le ignoró y se volvió al flaco.

– ¿Qué quieres que hagan?

– Que se vuelvan a meter en el automóvil. Es el mejor sitio. No les vas a dejar tirados en la calle, ¿no?

– Esa mujer no es la que cree… -insistió Peter.

El del clavel le ignoró de nuevo.

– Aquí no -dijo a su amigo-. No haremos nada aquí.

El flaco dijo fríamente:

– Aquí y ahora, en el automóvil.

El grandote se señaló.

– Soy Vico Barbarelli y Vico Barbarelli da las órdenes. Y digo que no les vamos a matar aquí.

– ¿Se te ocurre un sitio mejor?

– Te olvidas de algo.

– No me olvido de nada. Lo paso por alto.

– No es prudente.

Los labios del flaco se crisparon.

– ¿Quieres estropearlo? Hazlo a tu gusto. ¿Quieres que la tarea se cumpla? Yo la haré.

– Pero parte de la tarea…

– Te digo que no andes con rodeos. ¿Los quieren muertos? Pues les mataremos. Aquí mismo. En este instante. Tenemos que asegurarnos.

– Pero la orden…

– La orden es agarrar a esa muchacha. Es la única orden que cuenta. La orden es encargarse de que ella no abra la boca. Y hay una manera de mantenerla cerrada. Una sola manera. De modo que no pierdas tiempo. Déjala vivir un minuto extra y en un minuto innecesario puede suceder algo que lo destruya todo. A uno le dicen cuál es el objetivo, decide la mejor forma de alcanzarlo y se olvida de todo lo demás. Tú sabes cuál es el objetivo, así que no me vengas a hablar de órdenes.

Barbarelli frunció el ceño.

– No necesito que me des lecciones. Tú decides tus cosas a tu manera. Yo decido mis cosas a mi manera. Y ésta es cosa mía. He recibido órdenes y te las paso.

El flaco hizo una mueca desagradable y escupió.

– Está bien -gruñó-. Como digas. Pero renuncio. Si algo sale mal a partir de ahora, tú serás el único culpable.

Nada saldrá mal Te lo aseguro El del clavel se apartó del flaco y se acercó - фото 26

– Nada saldrá mal. Te lo aseguro.

El del clavel se apartó del flaco y se acercó a Peter.

– Bueno, Congdon. Haremos un viaje -dijo, señalando el automóvil-. Usted y la chica se sientan detrás.

Dio unas órdenes en italiano y unos hombres les hicieron avanzar.

El automóvil era un Cadillac norteamericano, con transportines. Barbarelli se sentó delante, con el conductor; Peter y Karen en el asiento de atrás y dos hombres armados en los transportines. El flaco y los dos hombres subieron al segundo sedán.

Regresaron a través de Antibes y tomaron la carretera de Niza. Los capturadores viajaban en silencio. Barbarelli era el único que hablaba inglés y Peter trató de interesarle en la verdadera identidad de Karen.

– Ya sé para qué la quieren -le dijo seriamente-. Pero se equivocan de mujer. Ella no fue amante de Joe Bono.

– Cállese.

– Es una sustituía. Es una treta del senador Gorman para engañarles.

Barbarelli dijo algo en italiano y el hombre más próximo a Peter le golpeó en la boca con el cañón del revólver. El golpe le atolondró e hizo que la sangre manara con fuerza de sus labios.

Karen lanzó un gemido y apoyó la cabeza contra el pecho de Peter.

– No hables más -le dijo con ternura-. Por favor no hables más.

Entraron en Niza por la Avenue des Anglais y doblaron hacia la izquierda por la entrada de servicio del hotel Ritz. El gran edificio, de siete pisos, estaba cerrado, y todas las ventanas, incluso las de sus redondeados ángulos y las de sus tejados casi verticales, tenían las persianas echadas.

Los automóviles se detuvieron en un callejón estrecho y desierto, juntó a una puerta que ostentaba el letrero «Ritz Bar». Todos bajaron y Barbarelli abrió la puerta con una llave. Entraron. Barbarelli atrancó la puerta y guió al grupo a través de habitaciones con olor a humedad, iluminando su paso con una linterna. Otros hombres tenían también linternas y sus haces de luz se reflejaron en el brillo del mostrador, iluminaron las pilas de mesas y sillas arrimadas a la pared, el hall alfombrado, en donde se abrían arcadas hacia un espaciosa salón de baile con columnas y una cristalera que daba a la gran terraza sobre el mar.

Fermatevi! -dijo Barbarelli y el grupo se detuvo.

Karen y Peter fueron empujados contra una pared, iluminados por las linternas, y Barbarelli cruzó el hall y entró por una amplia puerta en una habitación interior.

Siguieron cinco minutos de silenciosa tensión y Peter apretó la mano de Karen, para darle ánimo. Hubiera deseado transmitirle esperanzas también, pero Gorman había cumplido su cometido a la perfección. El senador obtenía lo que quería. Su señuelo había sido apresado… ¿Y quién iba a creer que era un señuelo? Ella y su escolta serían asesinados y sus cadáveres -con toda seguridad- permanecerían ocultos por mucho tiempo… Peter comprendía que ésas eran las intenciones de Barbarelli; no quería dejarles junto a un camino, con la consiguiente publicidad. Peter y Karen desaparecerían y nadie se enteraría nunca. Gorman sí lo sabría. Cuando no tuviera más noticias de ellos, después de su desaparición de la casa de DeChapelles, sabría lo que les había ocurrido y haría venir tran- quitamente a la verdadera testigo, y después, un día, habría grandes titulares y Gorman posaría ante las cámaras y la testigo denunciaría a gente como Barbarelli y quizá alguien -a lo mejor el propio Barbarelli- fuera a la cárcel. Y tal vez, dentro de cuatro años y medio, en alguna convención, el nombre de Robert Gerald Gorman figurara como candidato a la presidencia de Estados Unidos de Norteamérica.

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