Hillary Waugh - Corra cuando diga ya
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– Peter. ¿Qué vamos a hacer?
Peter rió.
– Cálmate. No nos vamos a quedar aquí encerrados.
– ¿No? ¿Y cómo vamos a salir?
– Hay una serie de posibilidades. El hombre que estaba detrás de los biombos y que acusó a Barbarelli de tonto, tampoco era demasiado astuto. Nos quitaron las armas y los dólares que Gorman nos envió, pero nada más. Tú tienes tu bolso y tu pasaporte, yo tengo todas mis cosas, incluyendo mis cheques de viaje…
– Probablemente pensaron que no necesitaríamos pasaportes y dinero, puesto que no podríamos salir del hotel.
– Pero cometieron el error de dejarnos algunas herramientas que nos servirán para salir. Una tarjeta de plástico en mi cartera, que es muy útil para abrir puertas, y, si eso no diera resultado, hay un destornillador en mi cortaplumas, que servirá para desarmar la cerradura, o una hoja que me servirá para cortar el pasador. Por último está mi encendedor, que podría utilizarse como recurso final para incendiar la puerta. De modo que tranquilízate.
La besó y deslizó una mano por el cuerpo de la joven.
– No permaneceremos más tiempo aquí dentro, del que tardes en vestirte.
La tensión comenzó a aflojar en ella y el deseo de dormir volvió a hacerse intenso. Bostezó.
– Quizá no nos debamos apresurar. Quizá nos convenga dormir un poco más.
– Puedes dormir en el avión. Viajaremos en ese jet de las diez y treinta y cinco si quedan asientos disponibles.
El rostro de Karen se iluminó.
– ¡Peter! ¡Nos salvaremos! Después de todo no seré responsable de tu muerte.
– No, no serás responsable de mi muerte.
Karen se acercó y rozó con dedos muy suaves las tumefacciones y magulladuras del rostro de Peter.
– Pero, pobre Peter. Mira lo que te he hecho.
– Me has compensado. Y ahora vístete.
Ella rió con alegría.
– ¡Y se acabó la mafia!
– ¿Para qué habrían de querernos ahora?
Peter comenzó a trabajar en la puerta, mientras Karen se vestía. La puerta no cedió a la tarjeta de plástico, porque el pasador no era de los que podían hacerse retroceder. Sin embargo, sucumbió al destornillador incluido en el cortaplumas y, una vez desarmada la parte del pomo, pudo introducir la hoja y hacer girar la cerradura. Dejaron la puerta abierta para iluminar el oscuro corredor, y con ayuda del encendedor, encontraron la escalera y descendieron. Salieron por donde les habían hecho entrar… a través de la puerta del bar, que se abría desde dentro y desembocaba en el estrecho callejón lateral. Eran las siete y siete minutos y la calle estaba desierta.
Miraron cautelosamente a su alrededor, regresaron rápidamente a la esquina y cruzaron hasta el paseo que corría a lo largo de la playa. Allí Peter procuró orientarse.
– Por aquí -dijo encaminándose hacia el Este.
– ¿Adónde vamos?
– Al Albemar en busca de mi maleta, de un teléfono y quizá de un desayuno.
– ¿Vas a telefonear?
– Al senador, por supuesto. ¿No crees que se alegrará de saber que vamos rumbo a casa?
– No creo, sobre todo si tienes en cuenta que allí deben de ser las dos de la mañana, más o menos.
Peter rió con malicia.
– Razón de más. Y, aunque no estoy precisamente ansioso por ver el triunfo de sus planes, la amante de Bono corre peligro real y no me gustaría que la maten si una palabra de aviso puede salvarla.
– ¿No crees que es demasiado tarde?
– No creo que debamos dar por sentado que es demasiado tarde.
Cruzaron, tomados de la mano, los jardines que median entre el Hotel Ruhl y el Casino Municipal, encontraron la Avenue Jean Medecin y llegaron al Albemar a las siete y cuarenta. Desde allí Peter llamó al aeropuerto y consiguió dos asientos para el vuelo de las diez treinta y cinco con destino al aeropuerto Kennedy. Interrogó al conserje de la noche acerca de la llamada trasatlántica y del desayuno. La comunicación podía tener cierta demora. En cuanto al desayuno, el comedor no abría hasta las ocho, pero podía hacerles servir algo en el vestíbulo.
Aceptaron y un joven camarero se encargó de atenderlos. El anciano conserje se afanaba, mientras tanto, con el teléfono. Cuando Karen y Peter terminaron su taza de café con un panecillo por cabeza, les informó que la comunicación se demoraría media hora más y, por fin, dio señales de advertir la magullada cara de Peter.
– ¿Quiere que le consiga un médico, señor? ¿Ha tenido un accidente?
– Sí, un accidente. Pero no necesito médico. Me estoy reponiendo.
– Debería acostarse, señor.
– Procuraré hacerlo.
– ¿Va a hablar por teléfono desde su habitación?
– Siempre que no tenga que dejar a la señorita aquí.
El anciano frunció los labios con gesto pensativo y dijo:
– Bien, señor, pienso que dadas las circunstancias no hay inconveniente en que suba con usted. No estarán' mucho arriba, ¿verdad?
– Sólo hasta que hagamos la llamada.
Subieron a la habitación treinta y ocho bis con la bendición del conserje y abrieron la puerta. Peter colgó el cartel de Ne Pas Déranger y corrió un cerrojo interno, de manera que la puerta no pudiera abrirse desde fuera. Luego tomó a Karen en sus brazos y comenzó a desnudarla.
– ¡Peter! ¿No es suficiente?
– Nunca será suficiente.
– No tenemos tiempo.
– Veamos qué se puede hacer.
Ella rió.
– Debí sospechar una segunda intención cuando me trajiste.
– El conserje también debió sospechar; eso demuestra qué incauta puede ser alguna gente.
– Supongo que realmente deberíamos sacar a este cuarto un provecho que no le sacamos la última vez que estuvimos en él.
– Y por eso te hice venir. Es una habitación demasiado cálida como para que la dejemos con tanta frialdad como antes la dejamos.
Sábado 8.40-8.50 horas
Tuvieron tiempo de sobra y, cuando sonó el teléfono, junto a la cama ahora desordenada, Peter y Karen estaban bajo la ducha, enjabonándose mutuamente. Peter salió secándose las manos, extendió la toalla para sentarse y descolgó. La telefonista anunció que comunicaba y entonces se oyó una voz irritada y fatigada que decía:
– Pero ¡maldito sea, Congdon! ¿Sabe que son las dos y cuarenta de la madrugada?
Peter se sentía muy animado.

– ¿De veras? -dijo-. Aquí son las ocho y cuarenta.
– Bueno, ¿qué quiere?
– En primer lugar agradecerle el pasaporte, senador, y anunciarle la fecha y hora de nuestro regreso.
– ¡Ah! ¿Recibió el pasaporte?
– Ya lo tenemos y hemos reseñado billetes para el avión que sale a las diez y treinta de Niza y llega al aeropuerto Kennedy a las dieciséis y quince, hora de Nueva York.
– Muy bien -gruñó Gorman.
– ¿Tomó nota, senador? Parece estar somnoliento y no quiero que lo olvide.
Karen salió del baño y se detuvo junto a Peter para escuchar, mientras se secaba lentamente con una toalla.
– Sí. Dieciséis y quince -gruñó el senador-, No me olvidaré.
Peter guiñó un ojo a Karen.
– Así me gusta, senador, porque recuerde que esperamos verle en el aeropuerto.
– Está bien, está bien.
– No parece muy contento, senador.
– No había necesidad de despertarme para esto, Congdon. Pudo haber enviado un cable.
– Oh, lo lamento. Creí que querría enterarse lo antes posible.
– Hasta ahora ha tenido suerte, pero corre el riesgo de que la mafia escuche mis conversaciones telefónicas. Un cable es más seguro.
– No tiene importancia. Ya no tenemos por qué temer a la mafia. Precisamente quería decirle eso. Hemos aclarado todo con ellos.
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