Hillary Waugh - Corra cuando diga ya
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Tomaron por el Boulevard Raspail, pasaron por detrás del Palais du Luxembourg, doblaron a la izquierda hacia St. Michel y cruzaron el puente hacia la lie de la Cité. El conductor iba deprisa a pesar de los automóviles y de los trabajos de construcción, esos dos venenos de la prosperidad.
El tránsito en Europa era como el de Nueva York en las horas de más actividad, y las obras en construcción provocaban embotellamientos en todas las ciudades que Peter había visto. Se abrieron paso a través de uno de esos embotellamientos, en la Quai du March Neuf, y comprobaron que la Place du Parvis, frente a la catedral de Notre Dame, tenía una excavación de cuatro metros de profundidad.
Avanzaron en fila de a uno entre dos filas de automóviles estacionados, doblaron pasando ante la fachada de la catedral, con su tizne de siglos. Luego doblaron otra vez y bordearon uno de sus lados, igualmente carbonizado por el tiempo, hasta una estrecha calle que partía hacia la izquierda. Era la calle que buscaban y el número estaba un poco más adelante, en una curva. El número treinta, blanco sobre azul, figuraba sobre un arco que se abría hacia un patio empedrado. El patio daba al extremo de la calle y a un lado de la catedral.
Pagaron y despidieron al conductor, cruzaron el arco y se encontraron rodeados de edificios de apartamentos, de tres a cinco pisos de altura, unidos entre sí. Había dos entradas: una correspondía a las habitaciones de planta baja del concierge y la otra a la escalera que conducía a las demás viviendas. Patio de por medio pero a la misma altura del arco de entrada, había un pasaje cubierto que desembocaba en un patio interior. Allí había más edificios unidos entre sí, una puerta, un garaje y unos cuantos coches estacionados. No había señales de conmoción ni de policía, pero aquél era sin duda alguna el número treinta en el que debía de estar alojada Rosa Scarlatti.
Peter buscó primero placas con nombres o una lista de inquilinos, pero no había. No había nombres por ninguna parte. Llamó a la puerta del concierge, pero nadie respondió. Una mujer entró a través del arco, llevando una pequeña bolsa de compras, y Peter le preguntó:
– ¿Scarlatti?
E indicó las viviendas con un amplio movimiento de la mano.
– Connais pas -murmuró la mujer y siguió andando.
Comenzó a llamar a diferentes puertas, y sólo en el tercer descansillo una mujer les indicó -según Karen y Peter pudieron entender con gran esfuerzo-, que no había nadie de ese nombre en aquel edificio, y que probaran en el patio interior.
Cruzaron el pasaje cubierto, luego el patio interior, entraron por la puerta y comenzaron a tocar timbres. En la planta baja un anciano asintió al oír el nombre y señaló el piso de arriba. Acompañó el gesto con un discurso que ellos no entendieron, pero sonrieron y dijeron Merci unas cuantas veces. Después subieron los estrechos escalones de madera que conducían al descansillo, situado en el otro extremo, y luego ascendían en dirección contraria hasta el piso siguiente.
Peter golpeó dos veces a la puerta que encontraron, sin que hubiera respuesta. Sin embargo, ciertos ruiditos indicaban la presencia de alguien en el interior. Káren se acercó.
– ¿Signorina Scarlatti? -preguntó-. Noi siamo Congdon e Karen Halley. Ci manda il senatore Gorman per portali in America.
Del interior una voz preguntó:
– ¿Cómo se llama el suo hermano?
Karen miró a Peter y luego a la puerta.
– ¿Cómo?
– ¿Tiene un hermano? Dígame su nombre.
– William Clive. ¿Es eso lo que quería saber?
– Eso es lo que quería saber.
La llave giró y Rosa Scarlatti abrió la puerta.
Medía alrededor de un metro sesenta y cinco, tenía pelo negro, naturalmente ondulado, y un tosco rostro de campesina, que se habría visto muy favorecido por la presencia de aquellos ojos enormes, de no ser por la expresión demasiado astuta que había en ellos. Quizá sus curvas hubieran sido más firmes en tiempos de su relación con Joe Bono, pero no debió de haber sido nunca muy esbelta. Ahora se la veía regordeta y envejecida y había líneas duras en su rostro. Su voz tenía una nota ligeramente ronca y sus gestos la arrogancia de una mezquina tiranuela.
– Los vi desde la ventana -dijo mirándolos de arriba abajo-. Y he pensato «esto son».
Se encogió de hombros.
– No me molestaría en preguntare por el suo hermano, pero el senatore… Ha dicho de preguntare. Tiene paura a la mafia. Tiene mucha paura.
Karen y Peter entraron en el estrecho hall.
– Tiene mucha razón en temerla -dijo Peter cerrando la puerta y echándole el cerrojo-. ¿Dónde está la policía?
– No la he llamato. Non le tengo paura a la mafia come el senatore. Además la mafia non sabe do ve estoy.
– Ya saben dónde está. Por eso debería haber llamado a la policía.
Ella volvió a emitir aquel sonido despectivo.
– Non los temo. Cerdos. Son cerdos. Mataron al mío Joe. ¿Saben que mataron al mío Joe?
– Sí.
– Cerdos.
– Quiero usar su teléfono. ¿Tiene la maleta lista? Partiremos para Estados Unidos en cuanto podamos obtener asientos en un avión.
– Estoy contenta de iré a la América.
– El senador estará contento de tenerla a usted. ¿Dónde está el teléfono?
Rosa le llevó a un escritorio adyacente. El teléfono estaba sobre una maltrecha mesa. Peter llamó al aeropuerto de Orly y encontró lo que necesitaban. Era el vuelo diario a Washington de las dieciséis treinta. Reservó tres billetes.
La mesa estaba en el centro de la habitación y Peter hablaba en pie junto a la ventana, mirando el garaje, los automóviles estacionados, los demás apartamentos y el pasaje cubierto que conducía al otro patio. Y de pronto se encontró mirando a un hombre que acababa de entrar por el pasaje y miraba hacia arriba. Era un francés que usaba gorra y un largo echarpe alrededor del cuello. Era alguien que Peter jamás había visto antes y no tenía nada de sospechoso. Lo único que atrajo su atención fue que, al recorrer las ventanas con la mirada, el hombre vio a Peter, mientras Peter le miraba, y entonces vaciló, miró todas las demás ventanas de aquella fachada del edificio, se volvió con un aire excesivamente despreocupado y desapareció de su vista.
Peter colgó el teléfono y no mencionó al hombre. En cambio dijo a Rosa:
– Espero que tenga algo de dinero, porque no tengo suficiente para pagar los pasajes de todos.
La suspicaz mirada de Rosa se hizo dura.
– Non pagare con el mió dinero.
– No sería más que un préstamo.
Ella le clavó su mirada astuta.
– ¿Por cuánto tiempo?
– Hasta que la dejemos en manos del senador Gorman.
– ¿Qué interés me pagará?
Peter estuvo a punto de reírse.
– Eso lo tendrá que discutir con el senador.
– Non lo voy a discutiré con el senatore. Que me compre el mío billete.
– Lo hará. Lo que ocurre es que no tengo dinero a mano en este momento.
– Que envíe el dinero.
Peter levantó los ojos al techo con exasperación.
– No tenemos tiempo. El avión sale a las dieciséis y treinta.
– Esperaremos otro avión.
– Y la mafia nos estará esperando a nosotros.
Ella rió con risa áspera.
– Usted también tiene paura a la mafia, ¿eh? Como el senatore. ¡Puff!
Castañeteó los dedos.
– No son nada. Nunca me van a encontrare. Non saben niente.
Hizo un gesto en dirección al teléfono.
– Haga arreglo.
– ¿Qué clase de arreglo?
– Viajaremos en avión de mañana. Esperaremos a que el senatore haga oferta de dinero.
– Escuche, miss Scarlatti -dijo Peter-. La mafia ya ha dado con su pista. Acabo de ver a uno de ellos aquí abajo, hace un instante.
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