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Hillary Waugh: Corra cuando diga "ya"

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Hillary Waugh Corra cuando diga

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Club DEL MISTERIO Nº 85

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Hillary Waugh Corra cuando diga ya Título original RUN WHEN I SAY GO - фото 1

Hillary Waugh

Corra cuando diga "ya"

Título original: RUN WHEN I SAY GO

Traducción: Nélida Corvalán de Machain

© 1971 by Hillary Waugh

Sábado 133015 horas Peter Congdon descendió de un salto los escalones - фото 2
***

Sábado 13.30-15 horas

Peter Congdon descendió de un salto los escalones del polvoriento vagón rojizo del Pennsylvania Railroad y echó a andar por el andén, con paso largo y elástico, dejando atrás grupos de pasajeros. Cruzó el hall , ajustándose el abrigo para defenderse de las gélidas corrientes de aire del mes de noviembre, esquivó una vagoneta de correspondencia y atravesó las puertas que conducían a la casi desierta inmensidad del salón central de la Washington Union Station.

Eran las trece treinta del sábado, y sólo.había allí un puñado de personas; la mayoría eran empleados que ordenaban las sillas de la sala de espera. Peter miró a su alrededor sin detenerse, pasó junto al stand en el que se exhibía un Dodge amarillo modelo 1968, y siguió avanzando hacia el ángulo en que se encontraban las taquillas. Dejó su maletín en uno de los casilleros del depósito de equipaje y se sentó ante el mostrador de uno de los bares vecinos, donde pidió una hamburguesa y un milk-shake.

Cualquier observador lo habría tomado por uno de tantos tipos jóvenes y bien parecidos que se detenían allí a tomar algún tentempié. Un hombre impecablemente vestido, con un traje gris pizarra, un abrigo de tweed oscuro y un sobrio sombrero de ala estrecha.

En Nueva York habría pasado por un banquero, algún ejecutivo de la Morgan Guaranty. En Washington, D.C., parecía un funcionario, quizá el fiscal de alguna subcomisión del Congreso.

En realidad Peter Congdon estaba empleado en la Agencia de Detectives Brandt, de Filadelfia, una organización mundial, cuyo director. Charles F. Brandt, exigía a sus empleados -entre otras cosas- que se vistieran como banqueros neoyorquinos o como abogados de un subcomité gubernamental. Puede que la apariencia no haga al hombre, pero sin duda contribuye a cimentar el prestigio de una organización. En cuanto a la hamburguesa y el milk-shake, estaban destinados a algo más que satisfacer el apetito. Por un lado, permitían a Peter matar el tiempo, hasta que llegara el momento de acudir a la cita de las quince horas; por otro lado, le daban la posibilidad de asegurarse de que nadie se interesaba por un hombre bien vestido, que se detenía a tomar un tentempié.

Pasó unos veinte minutos sentado ante el mostrador del bar y mató el resto del tiempo haciéndose limpiar los zapatos y recorriendo los títulos de las ediciones baratas que exhibía un quiosco vecino al bar en el lado opuesto a la sala de espera. Cuando el reloj de la estación señaló las catorce treinta, Peter salió al exterior.

Por encima de los árboles desnudos, la cúpula del Capitolio refulgía con prístina blancura contra un límpido cielo azul. Peter nunca había estado en el Capitolio. En realidad sólo había visto la cúpula en otras tres ocasiones, siempre desde el mismo punto: los arcos de entrada a la Union Station. De cualquier manera sólo le dedicó una rápida mirada. Se consideraba tan patriota como cualquiera, pero no le interesaban mucho los monumentos; además conocía el mundo lo suficiente como para no conservar ideales. Era un mundo cínico y, en él, los presidentes eran vilipendiados y los senadores censurados.

Una fila de taxis negros y castaños se extendía frente a la estación, y Peter trepó al primero, dejando una moneda en la mano del portero uniformado que le abrió la portezuela.

– Kalorama Road, Noroeste, número dos mil doscientos cincuenta -indicó al conductor, y encendió un cigarrillo.

Cuando el taxi se internó en el tránsito de Massachusetts Avenue, se reclinó en su asiento, abrió el cenicero y cruzó las piernas como un ejecutivo de gran empresa que se arrellanara en su limousine personal.

– ¿Kalorama dos mil doscientos cincuenta?-repitió el conductor mientras frenaba ante el primer semáforo-. Allí vive el senador Gorman. Cerca de Georgetown. Bueno, más o menos. ¿Usted es periodista?

– No. ¿Por qué?

– Acabo de llevar a un periodista para allí. Usted es el segundo que va a esa dirección.

– El senador es un tipo popular.

– No es todo lo popular que debiera, si le interesa mi opinión. Hay un montón de gen te que no lo puede tragar. Y no estoy hablan do de los tipos de la mafia, ¿eh? Hablo de tipos como el periodista ese. Y tipos importantes del gobierno también. Yo acarreo un montón de cogotudos en esta cafetera y oigo lo que dicen.

– ¿De qué se quejaba el periodista?

– Cree que Gorman no es sincero. Piensa que se dedica a investigar a la mafia para promocionarse. Considera que a Gorman no le importa un comino la mafia y que mete todo ese ruido para llegar a la presidencia. Presidente de los Estados Unidos, nada menos. Y el tipo opina que se está preparando el terreno.

– Me parece un poco rebuscado.

– Sée… Pero no es el único periodista que piensa así. Usted se sorprendería. Hablan de cómo Kefauver llegó a la vicepresidencia y de cómo Joe McCarthy consiguió ser casi tan poderoso como el propio Eisenhower. Piensan que el senador ha elegido un tema y está echando leña al fuego para darle interés.

– ¿Y qué piensa usted?

– ¿Quiere saber lo que pienso? Es un buen tipo que está tratando de cumplir con su deber. Mi esposa y yo somos hinchas suyos desde que nos demostró cómo la mafia puede ser la causa de todos nuestros problemas… Quiero decir cómo la mafia controla el crimen y las drogas y lá prostitución y un montón de negocios de los gordos y el partido comunista norteamericano y todo. Y si mataron al testigo principal, por algo será… Para mí que el tipo tiene razón. Esa es la clase de cosas que hay que combatir. Y cualquiera que no hubiera sido Gorman, habría mandado al diablo esa comisión investigadora después de lo que pasó. Pero él no. El no es de los que se achican. No tiene armas para pelear, pero sigue peleando.

Peter golpeó su cigarrillo contra el cenicero.

– ¿Así que usted no cree que quiera llegar a la presidencia?

– Bueno… No creo que rechazara el puesto si se lo ofrecen. Si usted se mete en política, ¡cómo no le va a gustar ser presidente! Lo que es yo no tocaría ni con guantes el lío en que está metido el mundo: Pero, ¿Gorman? Sée… Yo creo que aceptaría el cargo.

Y lo haría muy bien, ¿eh? Pero no está utilizando a la mafia para conseguirlo. ¡No, señor! Yo creo que las cosas son como él dice. Hay un cáncer en esta sociedad y él ha puesto el dedo en la llaga. Vea… ¡qué diablos!, si lo que él busca es ser presidente, no se habría metido con la mafia. ¿No le parece? ¿A usted le parece que le puede favorecer eso de andar señalando a los jefes de la mafia con el dedo? ¿Y para qué? Para que los otros se presenten con un montón de abogados y no hagan más que acogerse al quinto [1] . Y cuando consigue un solo testigo de veras, ese tipo de la mafia que estaba dispuesto a cantar… se lo liquidan y lo dejan en el aire. Y aunque el testigo hubiera hablado, ¿qué habría ganado Gorman con eso? Mire lo que pasó con Valachi. Cantó como un pájaro, pero con eso no terminó el delito en el país. Y su declaración tampoco llevó a nadie a la Casa Blanca. ¡Con decirle que ni siquiera me acuerdo de quién era el presidente de la comisión investigadora!

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