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Hillary Waugh: Corra cuando diga "ya"

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Hillary Waugh Corra cuando diga

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Club DEL MISTERIO Nº 85

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– No estoy dispuesto a decir nada más sobre el asunto.

– ¿Podemos publicar que usted afirmó, senador, que la mafia conoce la existencia de un testigo y que sabe que se trata de una mujer?

– No. No pueden decir que haya afirmado nada de eso. La mafia no me hace confidencias sobre lo que sabe y lo que no sabe.

Hubo más risas, pero fue una reacción superficial. Las preguntas y respuestas eran muy serias.

– Usted está bastante seguro de que ellos saben que tiene una testigo, ¿no es verdad?

– No tengo nada que responder a eso.

– Senador, usted dijo antes que ellos sabían.

– Acabo de decirles que no soy adivino. La mafia no me dice nada, y yo no le digo nada a la mafia. Pero afirmo, en cambio (y la mafia puede hacer lo que quiera con ese dato), que tengo un testigo capaz de mover los cimientos de toda la organización y que ese testigo es una mujer. Quién es ella, dónde está y cuándo va a aparecer son cosas de las que ustedes no se enterarán y de las que la mafia no se enterará hasta que yo presente a mi testigo.

Se formularon más preguntas, pero sólo fueron triquiñuelas y lazos para arrancar más información al senador. Pero Gorman era un experto en esas lides y no se dejó enredar. Había dado a los periodistas la información que quería darles y lo que siguió fue un juego. Todos sabían que ese juego terminaría en un empate, pero todos se divertían practicándolo.

Aquélla no era la especialidad de Peter Congdon, de modo que la reunión perdió interés para él. Se deslizó fuera del salón y se dirigió a la habitación en que se habían servido las bebidas; pero ya no estaban allí ni los bowls de punch , ni las botellas, ni los vasos, ni los hors d’oeuvres. Hasta las mesas habían sido retiradas.

Sábado 16.00-16.25 horas

La conferencia de prensa se prolongó cinco minutos más, y Peter estaba esperando junto a la puerta cuando salieron los periodistas. Charlaban, mientras se dirigían a las pilas de abrigos y sombreros que se levantaban bajo la escalera, y el tono de la charla era animado. Estaban impresionados. La testigo secreta de Gorman disputaría los titulares a Vietnam y las incógnitas que abría eran, sin duda, fascinantes.

– No cabe la menor duda de que la mafia sabe lo que él nos acaba de decir -opinaba un hombre-. Puedes estar seguro de que Gorman no les va a facilitar información una vez más. No; después de lo que ocurrió con Bono.

– Entonces, la va a traer por un oleoducto -comentó otro-. Esa es la historia que me gustaría conocer.

– Y ésa es la historia que nunca obtendremos… ni siquiera bajo cuerda.

El hall se colmó de grupos que iban y venían, unos con sus abrigos y sombreros puestos, rumbo a la puerta, otros se abrían paso hacia el guardarropas. Peter esperó hasta que la corriente que brotaba del salón de conferencias amainara y luego se abrió paso en sentido contrario. El senador estaba junto a la mesa, conversando con tres de los periodistas, mientras recogía sus cosas. Su actitud era sobria y grave, como la de un profesor que acaba de dictar una Clase magistral; pero un profesor muy ocupado, que no tiene tiempo para aquilatar el efecto de su clase.

Peter se aproximó y aguardó su turno, mientras escuchaba al senador, que recordaba a uno de los periodistas que la mafia había ofrecido cien mil dólares por la cabeza de Joseph Bono, cuando se enteró de que estaba dispuesto a declarar y que por eso era tan importante mantener el secreto en el caso de la nueva testigo. Cualquier dato que se filtrara acerca de su identidad o de su paradero pondría en peligro su vida. No dudaba de que el periodismo sabría comprender. El senador se volvió a Peter.

– ¿Tiene alguna pregunta qué hacer?

– Esperaré a que los demás terminen, senador.

Gorman se volvió, respondió a dos o tres preguntas más y dijo que facilitaría toda la información necesaria en cuanto las circunstancias lo permitieran. Cuando los reporteros se alejaron, terminó de guardar sus papeles en la carpeta y clavó en Peter una mirada astuta y penetrante.

– Y bien, usted quería verme.

– Creo que usted quería verme a mí, senador. Soy de la Agencia de Detectives Charles F. Brandt.

Gorman le dirigió otra rápida mirada, y sus ojos se achicaron.

– ¡Ah, sí! El hombre de Brandt. ¿Cómo se llama?

– Congdon, Peter Congdon.

– Conque Congdon, ¿eh? Muy bien, míster Congdon, ¿trae algún documento de identidad… alguna credencial? Pero no… aquí no.

Saludó con la cabeza al último hombre que abandonaba la sala.

– Buscaremos un lugar más privado.

Se volvió y guió a Peter a través de la puerta del fondo. Atravesaron una pequeña sala de música con paredes revestidas de madera y un hall interior, y subieron una estrecha escalera. Al llegar al primer piso, atravesaron un corredor alfombrado en verde y, por fin, entraron en el escritorio del senador, situado en un ángulo posterior de la casa. Era una habitación amplia, cuyas ventanas se abrían, hacia un lado, sobre la embajada de Thailandia y, hacia el otro, sobre el garaje y el jardín posterior. El lote de 45 por 45 incluía una parra, algunos árboles frutales, una mesa de piedra y un estanque, todo rodeado por un muro semioculto tras las enredaderas. Era una residencia privada, extremadamente privada.

El estudio tenía las paredes revestidas en caoba, una alfombra color bordeaux cubría el suelo y los confortables sillones estaban tapizados en cuero. Había un gran escritorio de caoba, librerías -cuyas estanterías estaban parcialmente ocupadas por libros- y tres hileras de ficheros, detrás de la puerta. Los rayos del sol poniente, que atravesaban las ventanas del fondo, pintaban relucientes rectángulos anaranjados sobre la boiserie.

El senador encendió la luz central, corrió las pesadas cortinas, encendió la lámpara del escritorio y dejó los papeles sobre la carpeta de papel secante.

– Muy bien, míster Congdon -dijo extendiendo una mano.

Peter le entregó la ficha de identificación de la agencia, en la que figuraba su fotografía, su firma, sus datos personales y, al dorso, la impresión de su pulgar derecho. Luego le alargó una carta de presentación de Brandt.

El senador estudió la tarjeta y leyó:

– Edad: treinta y uno; cabello: castaño; sexo: masculino; ojos: castaños; estatura: un metro ochenta.

Estudió a Peter.

– Creo que los datos coinciden -comentó, y le devolvió la tarjeta.

Luego leyó la carta y la dejó caer sobre el escritorio.

– Muy bien. Por lo visto usted es quien dice ser. ¿Llegó a tiempo para servirse algo? ¿Le ofrecieron una copa?

– Sí. Además asistí a la conferencia de prensa.

– Muy bien. Entonces ya tiene una noción general del asunto. Tome asiento, míster Congdon.

El senador indicó una silla de cuero verde y abrió un cajón del que extrajo una botella de bourbon Old Crow y dos vasos.

– ¿Quiere un trago?

Peter, que ya había tomado asiento, hizo un gesto negativo.

– No bebo mientras estoy de servicio, señor.

– Ahá. Eso está bien. Bueno, si cambia de idea-

Se sirvió tres dedos del líquido ambarino y se sentó en su sillón giratorio. Observó a Peter con aire pensativo durante algunos instantes, bebió un pequeño sorbo y apoyó el vaso sobre el escritorio, sin soltarlo.

– ¿Qué le ha dicho Brandt acerca de este trabajo?

– Absolutamente nada, salvo que tenía que estar aquí hoy a las quince, para entrevistarme con usted. Dijo que usted me diría lo que necesito saber.

– Está bien -murmuró el senador y se irguió en su sillón-. ¿Está usted enterado de la labor que cumple mi subcomisión? ¿La ha seguido a través de los diarios?

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