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Hillary Waugh: Corra cuando diga "ya"

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Hillary Waugh Corra cuando diga

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Club DEL MISTERIO Nº 85

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– Pero todo el mundo sabe que Gorman preside ésta.

– ¿Quiere saber mi opinión? Porque es un patriota de primera. Puede ser que un montón de cogotudos y de intelectuales no le traguen, pero hay mucha más gente, de esa gente que no se hace oír, que piensa que el senador Gorman es justamente lo que necesita el país. Y esa gente desearía tener unos cuantos tipos más como él. Y yo soy uno de los que creen eso.

Kalorama, Noroeste, era una calle tranquila, a unos veinte minutos de automóvil del centro de Washington. La calzada era estrecha y en uno de los lados se alineaban los automóviles estacionados, sin solución de continuidad. La casa del senador estaba en la esquina de la calle 23, frente a la Real Embajada de Thailandia. Era un amplio y elegante edificio de estilo georgiano, con ladrillo visto, grandes ventanales y una escalinata de entrada, flanqueada por pilares. La entrada de automóviles conducía a una zona de estacionamiento, visible al fondo, y a un garaje -también de ladrillo visto- con capacidad para tres coches.

– Bueno, aquí es -dijo el conductor, deteniéndose cerca del policía y frente a la entrada de automóviles-. Parece que es una reunión de padre y muy señor nuestro. ¿No me va a decir qué está pasando ahí dentro?

– Yo tampoco sé qué está pasando -respondió Peter mientras descendía.

– El periodista aquel tampoco sabía nada -comentó el conductor con tristeza-. Son noventa centavos.

Peter pagó y le dio una propina. Cruzó la calzada y buscó un paso a través de la hilera de automóviles estacionados. Luego recorrió el sendero que conducía a la escalinata. El maderamen de la casa estaba pintado con un color crema de tonalidades oliváceas que le otorgaba un aspecto delicadamente vetusto, más grato que el habitual blanco. La puerta de entrada, verde oscura con herrajes de bronce, estaba entornada. Del pomo pendía una simple tarjeta blanca que decía: «Entre sin llamar». Peter siguió las instrucciones.

El hall de entrada tenía suelo de tabla ancha y una amplia escalera Una - фото 3

El hall de entrada tenía suelo de tabla ancha y una amplia escalera. Una multitud bebía, charlaba y reía por todas partes. La mayoría eran hombres. Las paredes de aquel ambienté estaban cubiertas con un papel a rayas en el que predominaba el blanco. Había algunos cuadros, un espejo redondo con marco dorado, una mesa con una bandeja de plata, dos jarrones con flores y unas cuantas sillas. A la derecha e izquierda había amplias puertas corredizas pintadas de blanco. Las de la derecha permanecían cerradas, las de la izquierda estaban abiertas y, a través de ellas, entraban y salían los muchachos de la prensa con vasos de punch y sandwichs, mientras cruzaban bromas y comentarios, sin sentido para cualquiera ajeno a ellos.

– Los sombreros y los abrigos bajo la escalera -informó a Peter un tipo rechoncho, con un vaso de whisky en la mano-. O entrégueselos a Sam.

– Gracias.

Peter se abrió paso entre la gente, procurando evitar que le abollaran el sombrero que llevaba en una mano, mientras con la otra impedía que alguien entrara en contacto con la cartuchera que llevaba bajo la chaqueta, colgada del hombro.

El perchero, situado bajo la escalera, estaba atestado de abrigos. Había más abrigos en el suelo; unos doblados, otros no. Un sombrero de fieltro mostraba los efectos de los pisotones.

Peter se quitó el abrigo, lo dobló y lo dejó, junto con su sombrero, en el mejor lugar que pudo encontrar. Un hombre relataba a otro lo que un tercero le había informado sobre las mujeres de Saigón. Peter pasó trabajosamente junto a ellos y continuó abriéndose paso hasta las puertas de la izquierda. Allí se habían detenido tres periodistas que discutían el propósito de aquella reunión.

– Sea lo que sea -decía uno-, Gorman no podrá seguir hostigando por mucho tiempo a un caballo muerto.

En el amplio salón que se extendía más allá de las puertas abiertas, dos criados negros con inmaculadas chaquetillas blancas servían punch o bebidas más fuertes, junto a una larga mesa arrimada a los dos ventanales de la fachada. Otra larga mesa, junto a la pared opuesta, exhibía un surtido de sandwichs que habrían bastado para mantener a una familia de cinco miembros por espacio de una semana. Pero tanto los sandwichs como el alcohol desaparecían rápidamente ante el ataque de los cuarenta o cincuenta periodistas reunidos para la ocasión.

Peter se puso en fila para recibir su vaso de punch.

– ¿Dónde puedo encontrar al senador? -preguntó al criado que lo atendió.

El hombre sonrió, mostrando una dentadura casi tan blanca como su chaquetilla, y le respondió:

– No sé, señó. En su etudio, selá. Él va a vení cuando eté lito.

Peter aceptó el vaso de punch.

– ¿Y cuál es su estudio? -quiso saber.

– El no quiele que lo moleten, señó. ¿Por qué no se silve lo que hay acá y se pone cómolo? El ya va a vení.

Peter asintió, sin comentarios.

– Usted debe ser nuevo en estas lides -comentó un periodista a sus espaldas-. A Gorman sólo se le entrevista cuando él lo desea, no cuando uno quiere.

Peter respondió que sí, que había comprendido, y cruzó el salón en dirección a los pocos sandwichs que quedaban. Por lo visto aquélla no era una reunión para ablandar a la prensa de Washington; era una conferencia de prensa, al estilo Gorman, y el senador esperaba el momento propicio para hacer su entrada. Y bien, a él no le correspondía tomar la iniciativa.

Trató de adoptar aire de periodista, y se instaló en un rincón con su vaso de punch , dispuesto a esperar.

Sábado 15.30-15.50 horas

Transcurrió media hora antes de que un joven ostentosamente eficiente, de pelo lustroso, rasgos delicados y lentes sin montura se abriera paso hasta el centro del salón y levantara una mano que agitaba un fajo de hojas.

– ¡Atención, señores, por favor! El senador está dispuesto a recibirles. ¿Quieren hacer el favor de pasar al otro salón?

El joven encabezó la marcha y se inició un éxodo general. Se establecieron algunas corrientes en contra, cuando algunos periodistas aislados emprendieron un ataque final a las reservas de bebidas que aún quedaban; pero la gran mayoría siguió disciplinadamente las instrucciones. El senador Robert Gerald Gorman no era el más notable de los miembros del senado, pero a través de la actividad de su subcomisión investigadora de la mafia se había ido ganando un lugar lo bastante prominente como para que la prensa estuviera dispuesta a seguir sus pasos. -Gorman tenía fervientes partidarios y encarnizados opositores. No se podía adoptar una posición neutral respecto a él. Provocaba sentimientos violentos… y ese tipo de reacción, compartida por periodistas y público, le hacían noticia. Y cuando alguien que era noticia estaba dispuesto a hablar, la prensa se disponía rápidamente a escucharle.

Peter avanzó con la corriente central, y el secretario de rostro fino les señaló, con gesto impaciente y arrogante, la sala que estaba al otro lado del hall, cuyas puertas estaban ahora abiertas.

La habitación era similar, pero más larga que la de las celebradas mesas de bebidas y sandwichs. Allí también se habían retirado los muebles; pero, además, se habían instalado sillas plegables en hileras que iban desde una pequeña mesa ubicada en una cabecera del salón hasta las ventanas que se abrían en el otro extremo.

Detrás de la mesa había una puerta que daba a dependencias interiores de la casa y por ella entró el senador, con una carpeta bajo el brazo, cuando las hileras de sillas estaban casi íntegramente ocupadas. Debía tener alrededor de cuarenta y cinco años. Mostraba una calvicie incipiente y su pelo negro, ya plateado en las sienes, tendría que haber sido recortado, por lo menos, una semana antes en la nuca y en tomo de las orejas. Su estatura aproximada era de un metro ochenta y tenía barriga, aunque no era gordo. Era un hombre vigoroso y, a pesar de estar bien afeitado, se advertía la sombra de una barba cerrada. Sus ojos eran rasgados y, cuando sonreía, las pupilas quedaban ocultas. Su risa era una especie de tosecilla falsa e insegura; pero muy pocas veces se la oía. Pocas veces bromeaba y, si lo hacía, no era precisamente ante la prensa. El senador Robert Gorman no se daba mucho a los periodistas. Nunca había sido muy amable con ellos y, después de descubrir la conspiración de la mafia, habían adoptado una actitud más distante aún. Se mantenía en un plano aparte, un profeta al estilo Casandra, que prevenía, pero no era escuchado.

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