Hillary Waugh - Corra cuando diga ya

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Club DEL MISTERIO Nº 85

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Peter señaló al patio. Rosa se acercó a la ventana y miró ceñuda el patio desierto.

– Nadie está.

– Se fue.

La mujer dirigió una mirada de desprecio a Peter.

– ¿Cree que me va a hacer venir la paura con sólo decirme que cada gente que ve es la mafia? Ma no. Non me asusto ni me pongo nerviosa.

Se señaló la cabeza.

– Tengo puesto el mío gorro de pensare. Además tengo que preparare el mío equipaje.

– ¿Equipaje?

– ¡Eh! ¡Claro! Hay que transportare muchas cosas. El senatore dijo que me daría tiempo. Ahora llama e non me da tiempo. Él tiene culpa, non yo.

La mujer salió de la habitación, recorrió el hall y dobló por un pasillo. A la izquierda había dos puertas que daban a dos salitas. Las dos salas tenían ventanas sobre la Quai Aux Fleurs y el Sena. El corredor doblaba luego hacia el fondo de la casa, hacia una cocina, con una estrecha ventana que daba al patio interior. A la derecha de la cocina había un baño, instalado junto a la puerta corrediza de un dormitorio.

La señorita Scarlatti siguió el corredor con paso decidido, corrió la puerta, subió un escalón y entró en el dormitorio. No era una habitación amplia y apenas si había un espacio para moverse entre la gran cama con dosel y un amontonamiento de muebles cubiertos de chucherías. Sobre la cama había una maleta, y un cajón de la cómoda estaba abierto; eso era todo lo que había hecho la dueña de la casa en materia de preparativos para el viaje.

Karen y Peter se introdujeron detrás de ella en el dormitorio y casi se colmó su capacidad de indignación.

– ¿Ven? -dijo la mujer mostrando la legión de fotografías, souvenirs y artículos sin sentido que se exhibían-. Todo esto va. Hay que llamar a la empresa de mudanza. Ellos tienen que ponerlo en caja y caja.

– Miss Scarlatti -dijo Peter-. No tenemos tiempo.

– Y todo lo mueble.

Se abrió paso entre los dos visitantes, se escurrió al corredor y regresó a la primera de las dos salas. Gran parte del moblaje eran trastos cubiertos con tapizados y almohadones que mejoraban su aspecto, pero había piezas de cierto valor. Había una serie de artículos orientales: biombos chinos, mesas de laca, cofrecitos taraceados, cajas de madera de teca y nácar, pinturas japonesas, sahumerios y sedas. La señorita Scarlatti estaba resuelta a que todo eso la acompañara a Estados Unidos; y no sólo aquello, sino también los trastos viejos. Si hubiera pensado que los aparatos sanitarios y la cocina podían trasladarse, no habría vacilado en incluirlos en su lista de cosas indispensables.

– Muy bien -dijo Peter-, Cuando lleguemos, le dice al senador que quiere que le trasladen el apartamento íntegro.

No le prestó atención.

– Y ahora la otra habitación -dijo.

Peter la retuvo de un brazo al llegar al vano de la puerta.

– Ya sé, ya sé. Pero ahora veamos el dormitorio y lo que tiene allí. Después nos preocuparemos de lo demás; pero va a necesitar un abrigo…

La mujer regresó al dormitorio y los tres volvieron a amontonarse allí.

– Non me voy hasta que la cosa estén acomodadas -anunció ella-. El senatore me ha dicho que la cosa también van.

En el patio había ahora dos hombres, junto al garaje cercano al pasaje. En el pasaje cubierto otro hombre hablaba con una mujer. Ambos miraban la ventana de Rosa. Peter tomó a Rosa de un brazo y la llevó hasta un lugar desde el que podía espiar sin mover las cortinas.

– ¿Conoce a esa gente que está ahí abajo?

Rosa frunció los ojos. Luego sacó unas gafas del bolsillo de su bata y se las puso. Se acercó más y corrió un poco la cortina. La mujer y el hombre señalaban ahora directamente su ventana.

– Es la concierge -dijo Rosa.

– ¿Quién está con ella? ¿Y quiénes son los dos hombres que están en el garaje? Uno de ellos está dentro, de modo que no puede verle.

– No lo conozco. Y tampoco me gusta su aspecto.

– ¿Qué puede estarle diciendo la concier ge sobre este apartamento?

– Non sé -dijo Rosa y retrocedió rápida mente-. La concierge non debe andaré diciendo cosa a la gente. Por eso la gente non tiene el nombre en la puerta y por eso el concierge tiene que estar siempre en la casa ¡La gente tiene que estar protegida!

Karen se acercó a la ventana para ver mejor.

– Parecen franceses -dijo.

Peter asintió con la cabeza.

– Asesinos locales, supongo. Con excepción del que está en el garaje… Ahí sale. Ese parece italiano.

Rosa se inclinó de nuevo sobre la ventana y miró a través de sus gafas. De pronto lanzó un chillido y retrocedió.

– ¡Lo conozco! ¡Lo he visto! ¡Guiaba el automóvil de Joe!

– Supongo que quieren asegurarse de que esta vez han dado con la mujer que buscan -comentó Peter.

Rosa lanzó un prolongado gemido y retrocedió hasta quedar contra la pared. Estaba pálida y tenía la cara empapada en sudor. En sus manos había aparecido un rosario, pero no podía mover los dedos.

– E la mafia, e la mafia -gimoteó-. Me matarán. Me matarán.

Comenzó a hablar en italiano mirando a Karen y a Peter, con ojos desorbitados por el miedo.

Sábado 12.25-12.45 horas

Peter volvió junto a la ventana. Ahora la concierge se había retirado y el hombre conferenciaba con el italiano que Rosa había reconocido. Era un hombre cincuentón, con una barba puntiaguda y parecía estar a cargo de la operación. El individuo de la gorra verde volvió a aparecer en el pasaje e hizo un gesto en dirección a algo o a alguien a sus espaldas, fuera del alcance de la vista. El tipo de la barba respondió con un ademán que parecía indicar «cubran el frente». El de la gorra y el écharpe se volvió a toda prisa.

– Parece que nos han rodeado -comentó Peter con tono acre.

Karen que había estado consolando a Rosa se acercó a echar una mirada.

– Las fuerzas enemigas se están reuniendo -admitió-. Me pregunto cuántos serán.

– Me pregunto qué vamos a hacer.

– Y yo me pregunto cuándo dejaremos de preguntarnos algo. Nos quedaremos quietos, por ahora. No creo que traten de tomar el apartamento por asalto.

Peter salió del dormitorio y regresó a la sala. El Sena se veía por detrás de los tejados de las casas vecinas. Los tejados estaban a poca distancia del antepecho de la ventana y parecía fácil escapar por allí. Pero enfrente, junto al paredón de al lado, había un hombre que vigilaba las ventanas y ello obligaba a descartar esa salida.

Peter se dirigió a la puerta para controlar los cerrojos. Karen se le unió y Rosa corrió detrás de ellos sollozando y farfullando histéricos y neuróticos discursos en italiano.

– ¿Qué problema tiene? -preguntó Peter cuando Rosa aferró a Karen y se pegó a ella.

– Temió que la abandonáramos.

Peter tomó a la mujer por los brazos.

– Vamos. Compórtese.

Ella sollozó y prosiguió su parloteo en tono implorante.

Peter la sacudió.

– Hable inglés y haga lo que le diga. En primer lugar responda a mis preguntas. ¿Tiene un arma?

Rosa asintió con la cabeza.

– Tráigala.

La mujer se volvió y arrastró a Karen consigo. Todos regresaron al dormitorio. El arma estaba en la cómoda, bajo la ropa interior. Era una pequeña automática treinta y dos niquelada y estaba descargada.

– ¿De dónde la sacó? -preguntó Peter mientras extraía el cargador.

– Era de Joe. Hace mucho que la tengo.

– ¿Dónde están las balas?

– Non tengo bala. Non tengo bala.

Peter hizo una mueca, pero se metió la automática en el cinturón.

– ¿Cuánto dinero tiene?

– Non -chilló Rosa-. ¡Non me va a quitare mi dinero!

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