Hillary Waugh - Corra cuando diga ya
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Los obreros abrieron la boca, atónitos. No sabían el daño que puede infligir un experto en karate en tan pocos segundos. No sabían que su jefe era contacto de un hombre llamado Brandt ni que Brandt era de los que exigen a sus agentes que estén muy entrenados en yudo y en karate.
DeSaulnier, que era mucho más grande que Peter, parecía ser el más impresionado.
– No quisiera tener que pelear con usted -le dijo-. ¿Y ahora qué?
– Sigan cubriéndome.
Peter se arrodilló junto a los dos hombres inconscientes y sacó de sus bolsillos las armas y los pasaportes. Se puso de pie y entregó las armas a DeSaulnier y se quedó con los pasaportes.
– ¿Puede hacerlos subir a sus camiones y llevarlos de regreso a la ciudad?
– Sí. Podemos hacerlo.
– Si puede lleve al grandote a un hospital. Por la forma en que sangra me imagino que está herido. Me temo que le he aplastado la nariz y sentí que la mandíbula cedía.
– Está bien, enviaré a uno de los camiones con ellos.
– Brandt se hará cargo de todos los gastos.
– Lo sé. Lo llamé para comprobar la exactitud de sus informes.
Peter había comenzado a quitarse el uniforme de trabajo.
– ¿Qué dijo?
– Tiene mucho interés en hablar con usted. Quiere saber qué hace en París y cómo los agentes en Roma son arrestados en Florencia. Me dijo que hiciera lo que usted me indicara, pero no parecía demasiado contento con usted. Dijo que no le enviaba informes y que no le gusta que le mantengan en las tinieblas.
Peter rezongó entre dientes, terminó de cambiarse y dijo:
– Creo que es mejor que las chicas le devuelvan la ropa de trabajo ahora… si los muchachos hacen un círculo para permitirles cambiarse.
DeSaulnier sonrió.
– Los muchachos van a estar encantados -opinó.
Se volvió, les explicó y todos rieron. Las mujeres fueron introducidas en el selecto círculo, y Karen miró a los hombres inconscientes.
– ¿Fuiste tú? -preguntó volviéndose a Peter.
– Venganza -dijo él.
– Por mi hermano también, si es que fueron éstos.
– Aunque no lo hayan hecho personalmente, estaban metidos hasta la nariz en este asunto.
Las mujeres salieron de su ropa de trabajo y volvieron a su femineidad, ante los ojos de un público apreciativo. Los piquetes de trabajo de DeSaulnier asistían ese día a espectáculos desacostumbrados: golpes de karate y cambios de ropa. Luego se ocuparon de las víctimas de Peter, a las que vistieron con sus chaquetas y sus cascos. Los dos caídos recuperaban lentamente la conciencia, pero no estaban en condiciones de resistirse. Aún no sabían quién los había atacado ni por qué se estaba haciendo todo aquello.
Mientras tanto, para salvar las apariencias, cuatro o cinco de los obreros habían comenzado a tomar medidas y a instalar caballetes que aislaban aquel sector. En otros lugares del aeropuerto de Orly se estaban haciendo importantes reformas, de modo que ninguno de los viajeros que continuamente entraban y salían les prestó la menor atención.
Por fin, cuando tuvieron a los dos mafiosos cargados en un camión, partió llevándose a todos los obreros excepto a seis. DeSaulnier y el grupito restante permanecieron junto a Peter, Karen y Rosa, constituyéndose a manera de escolta.
– Que Brandt no diga que Paul DeSaulnier no cumple con su obligación -comentó DeSaulnier mientras los acompañaba hasta el mostrador de la Pan Am.
– Se lo diré ahora mismo y usted se lo enviará.
– ¿A qué se refiere?
– Se pone furioso cuando no recibe informes, ¿no? En cuanto tengamos los billetes y cablegrafíe al cliente, redactaré un detallado informe… realmente detallado. Lo haré mientras esperamos el avión. Luego usted lo despachará por cable a pagar por el destinatario.
DeSaulnier cumplió el encargo en cuanto Peter y las dos mujeres partieron rumbo al sol poniente.
Sábado 24.00-1.00 horas
El propio senador Robert Gerald Gorman sirvió las copas: whisky con poca agua para Peter, bourbon con mucha agua para Karen. Estaban en el estudio del primer piso de Kalorama Road 2250, Noroeste. Peter había estado en aquella misma habitación siete días antes, pero le parecía que habían transcurrido miles de años. Era la medianoche del sábado, hora de Washington. En París debían de ser las seis de la mañana del domingo. Eso significaba que Karen y Peter llevaban demasiadas horas levantados. Si se sumaba a eso el alivio de que Rosa había sido entregada sana y salva al senador en el aeropuerto Dulles y conducida a un destino secreto, bajo fuerte custodia, no era raro que la joven pareja se cayera de sueño. La misión se había cumplido con tanto éxito que en el aeropuerto no se habían podido observar ni rastros de la mafia. Su grupo dirigente no sabía aún que la testigo estaba a buen recaudo.
– Magnífico, absolutamente magnífico -celebró el senador, entregándoles los vasos y brindando con los visitantes-. Las sesiones se iniciarán el lunes y, por supuesto, ustedes serán mis huéspedes hasta entonces. Además estarán en primera fila cuando miss Scarlatti declare.
Gorman no podía ocultar su alegría. La investigación era ahora un tema candente. Había anunciado la llegada de la testigo secreta y había prometido presentarla en la primera sesión de su comité. La prensa de todo el país se interesaba por el asunto. Las sesiones se transmitirían por televisión el lunes por la tarde, y Gorman estaba seguro de contar con una audiencia mayor que la que Joe McCarthy atrajo en su proceso contra el Ejército. (En realidad no porque el interés fuera mayor, sino porque ahora había más aparatos de televisión.) Pero, fuera por lo que fuera, Gorman tenía asegurada una difusión mayor de lo que ningún senador había alcanzado hasta entonces en una sala de audiencias. Era un lanzamiento de alcance nacional y hacia algún alto cargo público. Y todo se lo debía a aquel hombre y a aquella mujer allí presentes. Si llegaba a ser presidente -y en aquel momento la posibilidad no le parecía nada remota- podría decir que un joven desconocido, llamado Peter Congdon, y una chica muy bonita, pero igualmente desconocida, llamada Karen Halley, le habían llevado al cargo. Y en aquel momento estaba agradecido. Por supuesto, cuando la rueda de los años girara hasta alcanzar ese acontecimiento, estaría más dispuesto a atribuir su elección a la abnegación de su naturaleza amante del bien público y a la perspicacia de un electorado esclarecido. Pero, por el momento, podía relamerse y paladear el futuro y necesitaba a alguien para compartir la fiesta.
Peter murmuró algo ininteligible y bebió un sorbo de su vaso. Si había algo que podía llegar a descomponerle era el contemplar a una mujer -que le parecía repulsiva- cumpliendo una misión tan poco grata como la de dar momentánea notoriedad a un maligno grupo de caníbales parasitarios, que se alimentaban con los de su especie, y una reputación más duradera al presidente de la comisión investigadora, un individuo falso y tan caníbal como ellos. Lo que amargaba a Peter era haber sido el instrumento de todo aquello y no haber tenido más alternativa que serlo. El senador podía haber estado dispuesto a sacrificar la vida de Karen y la del propio Peter; pero éste no era capaz de condenar a Rosa al mismo destino.
Gorman interpretó el murmullo de Peter como aceptación y siguió charlando. Peter tomó una mano de Karen. Por lo menos estaba Karen. Perdonaba al senador el haberlo enviado detrás de un señuelo, porque el señuelo había sido Karen. Durante ocho horas, mientras Rosa permanecía sentada junto a la ventanilla mirando al Atlántico, él y Karen se habían estado mirando a los ojos, cogidos de la mano. Era como si antes nunca hubieran estado enamorados. Y nunca lo habían estado… nunca así. Era como si se hubieran conocido desde siempre y el hablar de casarse en cuanto encontraran un juez a su alcance les parecía tan natural como si lo hubieran estado planeando desde la infancia y lo hubieran estado deseando desde la pubertad.
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