Hillary Waugh - Corra cuando diga ya
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A las catorce y treinta casi todos los asientos estaban ocupados. Sólo se permitía el ingreso en el salón a los dichosos poseedores de entradas. Entre esos privilegiados figuraba un juez del Tribunal Supremo, quince senadores, un grupo de importantes dirigentes del partido del Estado natal de Gorman, unos pocos miembros de otras comisiones y un selecto grupo de influyentes columnistas, cuyo apoyo podía significar mucho. Por fin, entre los presentes, figuraban también míster Peter Congdon y señora, tan recién casados que el primer umbral que cruzaban como marido y mujer había sido el del salón 3302, en el tercer piso del nuevo edificio de oficinas del Senado.
A las catorce y cuarenta y cinco, estaban ocupados todos los asientos de los espectadores, la prensa se estaba colocando en la mesa más próxima al público y cuatro miembros del comité jugueteaban con papeles y con los micrófonos situados en la gran mesa curva. Cuatro policías uniformados, con revólveres en la cintura, estaban apostados en el interior del salón, y otros permanecían fuera, patrullando los largos corredores.
Cinco minutos antes de la hora entró el senador Gorman en persona. Lo hizo por una puerta interior que se abría detrás de la mesa y sobre la cual pendía el escudo en bronce de los Estados Unidos.
Para entonces ya estaban ocupadas las diez sillas restantes y él se situó en la del centro. Tenía un aspecto eficiente y confiado cuando sus ojos rasgados recorrieron el salón como saetas, evaluando el público, el ambiente, el estado de ánimo de la prensa. Saludó con una inclinación de cabeza a varios conocidos, pero no sonrió.
Cuando estuvo en pie ante su silla, los otros miembros del comité se pusieron en pie y fueron imitados por el público. La mesa de la prensa se mostró más remisa, pero terminó por seguir el ejemplo.
Gorman golpeó con un mazo y todos se sentaron. Controló a los cameramen y mantuvo una breve conferencia en voz baja con el director de TV. El programa había sido anunciado para las quince, de modo que sólo quedaban unos pocos minutos para probar los equipos y hacer salir a la testigo y tomarle juramento a fin de que la audiencia televisiva de todo el país encontrara la situación a punto de estallar, en el instante en que terminara la serie de anuncios.
– Traiga a la testigo -dijo el senador dirigiéndose al oficial de orden.
El oficial de orden obedeció, y Rosa Scarlatti apareció por la puerta interior, del brazo del fiscal de la comisión, Charles Weidemann. Dos policías la precedían y otro marchaba detrás. Ella y el fiscal se sentaron en una mesita situada sobre la plataforma, dentro de la curva de la mesa grande. Tenía la espalda vuelta al público y estaba frente a Gorman y a dos metros de las cámaras de TV. Llevaba un sobrio vestido negro lo suficientemente ajustado como para hacer resaltar sus curvas y hacer verosímil su papel de mantenida de Bono, pero lo bastante discreto como para crear la ilusión de que, en realidad, no era ese tipo de mujer.
Weidemann le murmuró algo al oído, y ella se puso en pie. El fiscal le tomó juramento. Rosa se volvió a sentar y el productor del programa señaló a Gorman con un dedo. Sobre la cámara que le apuntaba al rostro se había encendido una luz roja. El show había comenzado.
– Esta tarde -dijo Gorman, actuando como si ignorara que sesenta y cinco millones de norteamericanos escuchaban sus palabras- nuestra testigo es miss Rosa Scarlatti, de Italia, quien ha accedido gentilmente a presentarse ante este comité y a revelarnos ciertas informaciones sobre la mafia.
Gorman hizo una pausa y hojeó sus papeles para dar tiempo a las cámaras a enfocar el rostro de Rosa. Luego, en el instante preciso, volvió a hablar.
– He prevenido al pueblo. He llamado a la conspiración de la mafia, la conspiración del mal. Es la conspiración más vasta y diabólica que el mundo haya conocido. Escucharán ahora un informe sobre algunos de los crímenes que esta siniestra organización perpetra contra la civilización. Lo oirán de labios de alguien que ha asistido a sus criminales reuniones y que conoce a estos hombres en toda su monstruosa maldad.
Se volvió a la testigo y el fervor desapareció de su voz. Ahora era el considerado fiscal, manejando a una tierna testigo.
– Miss Scarlatti, ¿quiere decir a esta comisión exactamente dónde vivía en Italia?
– Vivía en una gran villa, a unas treinta millas al norte de Roma.
– ¿Y conoció a un hombre llamado Joseph Buonoveneto, más conocido por el apodo de Joe Bono?
Rosa hizo un gesto afirmativo.
– Sí.
– ¿Lo conoció bien?
– Sí.
– ¿La visitaba con frecuencia en su villa?
Rosa frunció el ceño. Luego movió la cabeza en gesto negativo.
– No. La mayor parte del tiempo él está en la América. Pero viene a Italia. Pero cuando viene a la Italia, entonces viene a verme a mí.
– ¿Y con qué frecuencia lo hacía?
Ella se encogió de hombros e hizo un gesto vago.
– Eh, tre o cuatro vece al año.
– ¿Y por cuánto tiempo se quedaba?
– Oh, depende. Tre, cuatro, cinco día. Una semana. Sale en negocio y vuelve. Usté sabe, ¿no?
Gorman se permitió una expresión de moderado interés.
– ¡Ahá! Negocios. ¿Sabe en qué negocios intervenía?
– Sí. En lo de la mafia.
– ¿Y eso qué significa?
Ella le miró insegura.
– ¿Eh?
– ¿Qué es la mafia?
– Oh -Rosa hizo otro de sus gestos vagos-. Es como una pandilla. Una pandilla mala. Asaltan, roban, matan. Y todo para la pandilla. E una pandilla muy mala.
Gorman asintió con la cabeza y esperó el efecto de las palabras antes de proseguir.
– ¿Alguna vez llevó Joe Bono a alguien a la villa?
Rosa asintió.
– Mucha vece.
– ¿Puede decirnos los nombres de la gente -que visitaba a Joe Bono en su villa?
– Seguro.
La mujer empezó a contar con los dedos y recitó una lista de quince nombres de individuos identificados como miembros destacados de la mafia, en el curso de las investigaciones.
Gorman miró a su alrededor. Aquello tenía que impresionar a los sesenta y cinco millones de telespectadores que no se habían interesado antes por la conspiración de la mafia.
– ¿Y conoció a esa gente? -preguntó a Rosa.
– Sí.
– ¿Sabía quiénes eran?
– ¿Usté quiere decir si sabía lo nombre? Ya se lo dije.
– Quiero decir si sabía cuál era su ocupación.
– Sí. Estaban en la mafia.
– ¿Cómo lo sabe?
– Joe me lo ha dicho.
– Quiero decir, ¿de qué otra manera lo supo?
– ¿Qué quiere decir?
– Quiero saber si alguna vez les oyó hablar de sus negocios.
– ¡Ah, sí! Seguro. Todo el tiempo.
– ¿Todo el tiempo?
– A eso iban la mayoría de la vece. Se encontraban en mi villa. Siempre hablaban de negocio, de juego, de mujeres que le pagaban. ¿Cómo se dice? De prostitución.
– ¿Y de drogas?
– Oh, sí. Y todo el tiempo de la droga, también.
– ¿Su villa era una especie de lugar de reunión?
– Justo. Era como… el cuartel mayor. Cuando Joe estaba en la Italia, cuando había negocio en la Italia, todo se encontraban ahí. Todo iban a mi villa. Tenían la reunione ahí. Hacían lo plañe.
– ¿Y alguna vez oyó de qué trataban esos planes?
– Sí, seguro. Todo el tiempo. Me siento en el cuarto con ello. Me siento con Joe. O despué él me cuenta. Me dice lo que planean. Joe me lo dice. Todo me dicen todo.
– Eso es muy interesante, miss Scarlatti. Es bien sabido que los jefes de la mafia son gente muy discreta… pero ¿hablaban con usted? ¿No sólo Joe? ¿Los otros también?
– Justo. Estarán con la boca cerrada en otra parte, pero conmigo no. Le gusta hablar delante de Rosa. Le gusta presumir.
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