Hillary Waugh - Corra cuando diga ya

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Club DEL MISTERIO Nº 85

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Sólo Karen Halley y Peter Congdon sabrían cómo se había gestado esa candidatura. Pero Karen Halley y Peter Congdon habrían sido pasto de los gusanos y sólo quedarían sus huesos para recordar al senador el precio de su ambición.

Barbarelli reapareció en el vano de la puerta e hizo un gesto imperioso. Los hombres empujaron a Karen y a Peter a través del salón y les hicieron entrar en lo que había sido un club nocturno. Aquí también las mesas y las sillas habían sido apiladas contra las paredes y estaban cubiertas con sábanas. En un extremo había un tablado, sobre el que se habían dispuesto dos biombos.

Karen y Peter fueron arrastrados a través de la pista de baile y quedaron al pie de la plataforma. Las luces de las linternas concentraron sus focos sobre ellos.

Por fin una voz grave que salía de detrás de los biombos dijo:

– Vuélvase.

Peter comenzó a obedecer, pero la voz le interrumpió.

– Usted no. La chica.

Karen se volvió lentamente y giró trescientos sesenta grados.

– Otra vez -ordenó la voz.

Ella repitió el giro. '

– Esta no es la mujer -dijo la voz.

Barbarelli dio un paso hacia delante. Por primera vez había dejado de ser el arrogante dueño de la situación.

– Pero no puede ser.

– No me diga lo que puede ser y lo que no puede ser -le espetó la voz-. He dicho que no es la chica.

– Pero, pero… signore, es la chica que vino a buscar. No cabe la menor duda. ¡La fotografía era de ella! Es la fotografía que envió el senador.

– Es un estúpido, Barbarelli.

Barbarelli se volvió furioso sobre Peter.

– Así que es eso, una treta -dijo y, volviéndose a quien se ocultaba tras los biombos, añadió-: Ya sabremos quién es.

Rugió una orden y dos hombres aferraron a Peter por los brazos. Barbarelli lanzó un juramento y asestó un golpe violento sobre Peter.

– Conque me engañaste -rugió-. Ahora me dirás dónde está.

– No sé de qué habla -musitó Peter.

Barbarelli le asestó un golpe, como un martillazo, sobre un lado de la cabeza y las rodillas de Peter se doblaron.

– ¿Dónde está la chica, hijo de puta?

Karen se lanzó sobre él y le sujetó los brazos.

– No, no -gritó-. No le pegue. No sabe nada.

Barbarelli la empujó y un hombre la sujetó. Barbarelli propinó dos salvajes golpes a Peter. Había concentrado en ellos todo su odio y su frustración.

– ¡Basta! -chilló Karen.

La cabeza de Peter pendía como la de un borracho.

– ¿Quién es? -gritó Barbarelli con creciente furia y descargó otro golpe sobre un lado de la cabeza de Peter.

El detective cayó de rodillas a pesar de los esfuerzos de los dos hombres por mantenerle en pie.

– ¿Quién es?

– No lo sé -dijo débilmente Peter, casi inconsciente.

Barbarelli le asestó un puntapié en las costillas que le arrojó al suelo con un gemido.

Karen se debatía en los brazos de otros dos hombres y clamaba a Barbarelli que se detuviera.

– No sabe nada. No sabe nada. El senador no nos dijo nada.

Barbarelli la ignoraba. Su furia iba en aumento.

– Dímelo -rugía aferrando a Peter y enderezándolo hasta dejarlo casi sentado.

– Dímelo -repitió aplicándole un revés.

– No lo sé -murmuró Peter.

– Dímelo -ordenó Barbarelli casi gritando.

Volvió a golpear un lado de la cara de Peter y Peter cayó al suelo y allí - фото 27

Volvió a golpear un lado de la cara de Peter y Peter cayó al suelo y allí quedó.

– ¡Oh, Peter, Peter! -sollozaba Karen.

– Levántenle -gritó Barbarelli a los dos guardianes, pero los hombres no entendían el inglés y no se movieron.

– Levántenle -gritó de nuevo el hombrón y descargó un golpe sobre el más próximo, que estuvo a punto de caer.

– ¡Basta, Barbarelli! -dijo cortante la voz de detrás de los biombos.

El hombrón se volvió. Jadeaba y su cara estaba perlada de sudor.

– ¡Le haré hablar! -dijo, sin aliento-. No se preocupe. Le haré hablar.

– Eres un estúpido, Barbarelli -dijo la voz-. No sabe nada. Hasta un idiota como tú debería darse cuenta de eso. El y la chica sólo son peones en todo este asunto.

– Saben algo. Tienen que saber algo. Déjeme que les trabaje un poco más.

Se volvió hacia donde los dos hombres habían puesto en pie al detective groggy.

– ¿Vas a hablar?

– Basta -repitió la voz, cortante-. Te he dejado divertirte, pero no tenemos tiempo. Tenemos que darnos prisa si queremos agarrar a la verdadera.

– ¿De modo que sabe quién es?

– Sí. Sé quién es. No soy un estúpido como tú, Barbarelli. Admito que el senador es inteligente. Hay dos chicas, Barbarelli. Había que saber cuál era la impostora y cuál era la verdadera. Creí saberlo, pero el senador es muy astuto y me hizo seguir la pista falsa. Pero ya hemos descubierto el error y tenemos que buscar a la otra.

– ¿Sabe dónde está?

– Sé dónde está.

La voz adoptó un tono distante, como si hubiera dado por terminada una audiencia.

– Saquen a esos dos de aquí y ténganles fuera -ordenó.

Barbarelli impartió órdenes, esta vez en italiano, y los guardianes les llevaron otra vez al gran hall. Karen marchaba por sus propios medios, Peter tuvo que ser prácticamente arrastrado. En el hall permaneció apoyado contra una pared, en estado de semi-inconsciencia, mientras Karen le sostenía llorando bajito contra su pecho.

Transcurridos unos instantes uno de los otros hombres salió, transmitió unas órdenes y abrió la marcha, iluminando el camino con la linterna. Los otros avanzaron detrás de él, conduciendo a la pareja. Llegaron a la escalera principal que ascendía desde el hall y subieron guiados por la luz de las linternas. Llegaron al primer piso, luego al segundo y siguieron así hasta llegar casi al último. El que les dirigía cruzó entonces el oscuro hall e introdujo una llave en una de las puertas. Empujaron a Peter y Karen al interior sin decir una palabra. La puerta se cerró tras de ellos, se oyó girar la llave en la cerradura y los pasos se alejaron.

Sábado 2.35-4.45 horas

Peter recurrió a su encendedor para inspeccionar el lugar. Estaban en el hall de entrada de una de las suites. A la derecha había un baño y delante una habitación amplia con una gran cama de bronce. Una simple colcha de algodón cubría el colchón y las almohadas. En un rincón había un pequeño escritorio y delante de la ventana, una mesa. El mobiliario incluía también un armario y varias sillas:

Probó el interruptor de la luz, pero no había corriente. No había nada. Nada de nada. Se sentía débil, cansado y enfermo. Junto a él, Karen sollozaba. No la había creído capaz de llorar.

– ¿Qué te ocurre? -preguntó con voz ronca.

– Lloro por ti. Por lo que te han hecho.

El encendedor se estaba calentando y lo cerró, avanzó a tientas a través de las tinieblas y se dirigió a la ventana. Abrió las hojas y levantó las persianas. La luna brillaba aún sobre los techos e iluminó la habitación. Peter comprobó que la ventana daba al patio interior del hotel y todas las demás tenían las persianas echadas.

Al volverse se tambaleó y Karen corrió a sostenerlo.

– ¡Ay, Peter!-gimió la joven-. Te han herido.

Él la rodeó con los brazos.

– Sólo son moraduras -murmuró-. Estoy bien.

– Acuéstate, por favor.

– En seguida.

Tomó una de las sillas, la llevó al hall y la calzó bajo el picaporte. Luego entró en el baño y abrió un grifo, pero tampoco había agua.

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