Hillary Waugh - Corra cuando diga ya
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– ¿Celoso?-estalló Peter-, ¿De usted?
– De Joe Bono. No soporta la idea de que me haya poseído. Lo obsesiona esa idea, porque me desea y su ética puritana le dice que no puede pretenderme porque estoy corrompida. Y quiere atormentarme y hacerme sufrir, porque sufre.
– ¿Que la deseo? Está loca de vanidad.
– ¿Cree que no me doy cuenta de cómo me mira? ¿Cree que una mujer no sabe lo que un hombre piensa, con sólo observar su mirada? ¡Atrévase a decirme que no está deseando besarme aquí mismo y ahora mismo!
– ¿Besarla? Eso es lo que usted querría, ¿no?
– Sí, me gustaría que me besara. Porque en ese mismo instante estaría perdido. Porque en ese instante no estaría por encima de Joe Bono, no estaría por encima de mí. Porque cedería y cedería con los ojos bien abiertos y ya nunca podría echarme nada en cara.
Le enfrentaba con expresión desafiante.
– Vamos. Le desafío. Joe Bono lo hizo, ¿no? Y lo hace todo el que se me acerca, ¿no? Todos menos Umberto. No tuvo oportunidad, ¿no? Usted no le perdió de vista. No soportaba la idea de lo que podía ocurrir.
– Cállese.
– Me ha obligado a hablar.
Peter la aferró por los hombros y la besó con furia. Y en ese momento olvidó a Joe Bono y a Umberto y a todos los demás hombres y a todos los amores que hubieran pasado por la vida de ella o por la vida de él. Era el Cuatro de Julio y el cielo entero estallaba en fuegos de artificio. Y se colmaba de luces de colores para ellos dos. Un beso y de pronto se encontraron abrazándose con desesperación, besándose sin control, aferrándose uno al otro como si en ello les fuera la vida.
Se dejaron arrastrar por el vértigo. Sus besos eran desesperados; su abrazo, instinto puro. Las manos de él recorrían la espalda de ella, tomaban su cara, penetraban por la abertura de su bata y del liviano camisón y palpaban sus pechos turgentes, sus pezones erectos y excitados. Ella le abrazó con más fuerza aún. El desató el lazo de la bata blanca y la abrió. Sus labios recorrieron las mejillas tersas y mordisquearon el tierno lóbulo de la oreja. Quitó la bata de un hombro, luego del otro y ella la dejó caer a sus pies. Peter acarició una oreja de la muchacha y comenzó a susurrarle «Te quiero».
Pero no llegó a decirlo. Algo en el fondo de su conciencia se abría paso para llamar su atención… Era un recuerdo pequeño, insignificante, que fue cobrando forma y agitándose hasta dominarlo, borrando el amor, la pasión y el deseo. Permaneció un instante como paralizado, aferrando los hombros desnudos de la joven. Luego se retiró estremecido y la miró. Se retiró un paso más, sin dejar de mirarle al rostro, en un estado de profunda conmoción. Ella tenía, los ojos vidriosos, los labios entreabiertos. Era una mujer entregada, no había el menor asomo de resistencia. Eso sí era verdad. Pero el deseo había desaparecido de él, como una llama extinguida. La aferró por los hombros. Los dedos se hundieron en la carne.
– ¿Quién eres? -susurró con los dientes apretados.
– ¿Qué?
La muchacha sacudió la cabeza, como obnubilada. Peter la empujó.
– ¿Quién eres?
Ella se apoyó contra el marco de la puerta, cubierta apenas por el finísimo nylon de su camisón, cuyo pálido tinte verde confería suaves matices a la carne que transparentaba. Sus ojos estaban ahora muy abiertos y había en ellos una chispa de temor.
– Peter -susurró-. No entiendo.
– Yo tampoco. Pero puedes estar segura de que voy a entender.
La tomó de un brazo y la empujó al dormitorio. Ella tropezó y perdió una chinela de raso verde.
De pie junto a la cama, le miraba con expresión de desconcierto. Un tirante del camisón le caía sobre el brazo y lo levantó con un gesto mecánico.
Peter entró detrás de ella y cerró las puertas del balcón.
– Muy bien -dijo acercándosele-. No sé cuál es el juego, pero acaba de terminar. ¿Cuál es tu verdadero nombre?
Ella se sentó lentamente en el borde de la cama.
– Pero si tú sabes mi verdadero nombre: Karen Halley.
– Te he pedido tu verdadero nombre. Además quiero saber de dónde eres y por qué lo has hecho.
– Pero si es mi verdadero nombre. Has visto mi pasaporte.
– Es el nombre que Gorman puso en un pasaporte… pero no es el tuyo. Ese es el nombre que constaba en el pasaporte de la amante de Joe Bono.
– Pero soy esa mujer. Te lo he dicho. Vine de Dinamarca y conseguí trabajo en un club nocturno y allí conocí a Joe…
– Escúchame, querida. No soy un idiota. Supe que esa historia era un invento no bien me la contaste. Pero pensé que si Gorman se la quería tragar, era cosa suya. Mi misión consistía en trasladarte a Estados Unidos y entregarte en sus manos. De ahí en adelante él se las arreglará contigo. Hasta ahí todo iba bien. Lo que no había advertido…
– Un momento. ¿Cómo es eso de que supiste que estaba mintiendo? ¡Cómo no voy a saber dónde nací y dónde me crié…!.
– Por supuesto, querida; pero no fue en Dinamarca. Fue en nuestro viejo y querido Estados Unidos de Norteamérica. Hablas una versión norteamericana del inglés.
– Lo aprendí con Joe…
– No mientas más -interrumpió Peter-. Supe que eras norteamericana desde el instante en que me introduje por tu ventana. Por muchos idiomas que uno domine, cuando se despierta del más profundo de los sueños y ve su vida en peligro, uno vuelve a su idioma natal. O bien, si has vivido muchos años en un país, al del país en que vives. Pero tú no hablaste en danés ni en italiano, te asustaste con acento norteamericano y eso demuestra que la pobre muchacha danesa muerta de hambre es una fábula.
»Pero, como te he dicho, sean cuales fueran las novelas que le hiciste tragar a Gorman y pretendiste hacerme tragar a mí, lo único importante era que, por lo menos, tú eras la mujer que Gorman me había enviado a buscar. Después de todo estabas en la dirección que me había dado, conocías el santo y seña, coincidías con la descripción. Hasta la fotografía que le quité al mafioso aquel era tuya y también lo era la foto del pasaporte. De modo que me la tragué. Y todos tus cuentos sobre Joe Bono, también. Realmente me convenciste de que habías sido su amante. Lo creí firmemente hasta hace un minuto.
– Pero es que soy yo. Te aseguro…
– No mientas más. Como cuando te despertaste hablando inglés, has vuelto a cometer un error, querida. Estás ocupando el lugar de otra mujer.
– ¿Cómo puedes decir que soy una impostora? ¿No has admitido… la fotografía del pasaporte? ¿Mi fotografía…?
– ¿Cómo puedo decirlo?-murmuró Peter y la arrastró de un brazo hasta el espejo-. Te mostraré por qué puedo afirmar eso.
Le quitó el pelo dejando una oreja al descubierto y le hizo girar el rostro.
– ¿Ves? Mira bien.
– No entiendo. ¿Qué me mire qué?
– ¡Querida! ¡No me digas que no lo sabías! Pareces estar al tanto de todo lo demás. Joe Bono mandó hacer un par de aros para su amiga, con unos gemelos muy valiosos que tenía. Su amiga envió uno de esos aros al senador para probar la autenticidad de su historia. Vi ese aro, querida. Y está hecho para orejas con agujeros. Muéstrame el agujero de tu oreja, querida. ¡Vamos! ¿Dónde está?
Ella se soltó de las manos de Peter.
– Eso no significa nada.
– Te equivocaste en eso. Creías dominar el papel a la perfección. ¿No? Pero no estabas enterada de lo de los aros. ¿Nadie te habló de los aros?
– Peter, te equivocas…
– Sí, querida. Y, por supuesto, tú me vas a corregir.
– Es un malentendido.
– Chiquita, Joe Bono tenía una amante y esa mujer se puso en contacto con el senador y se ofreció a declarar en contra de la mafia.
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