Hillary Waugh - Corra cuando diga ya
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El criado entró llevando la sopa y DeChapelles se levantó para telefonear al copiloto y ordenarle que preparara el avión.
Sábado 0.15-0.30 horas
El reloj de pulsera de Peter marcaba las cero y quince cuando se desató el cinturón del albornoz, se quitó el reloj y lo dejó sobre la mesilla junto a la cama. Su dormitorio y su baño eran vecinos a los de Karen y daban sobre la fachada lateral de la casa. Desde sus ventanas se veía la entrada para automóviles, la cerca y los arbustos que separaban el jardín de los parques vecinos. Era una habitación bien amueblada, como las que Peter había podido ver, y aunque la casa no era la más grande de aquella zona de Antibes, hablaba a las claras de la considerable fortuna de su dueño. Sobre todo si se tenía en cuenta que aquélla era sólo una de las viviendas de Pierre DeChapelles.
DeChapelles era tan atento y considerado como rico. Peter casi lo habría considerado un anfitrión perfecto, a no ser por la elección de huéspedes que había hecho aquel fin de semana. No había más que verles para comprender que soportaba al conde por amistad con la condesa. Ella había reaparecido, mientras Peter y Karen comían, y había hecho un aparte con Pierre. Hablaban en francés, pero lo que Peter logró oír le bastó para comprender que el conde estaba en la cama y muerto para el mundo.
Cuando terminaron de cenar, DeChapelles los condujo a sus respectivas habitaciones y un criado les trajo la ropa de dormir. Hubo un cordial buenas noches y el anfitrión se libró de Karen y de Peter como de acompañantes indeseables. Con todo, pensó Peter mientras encendía un cigarrillo, no podían quejarse. Los esfuerzos y tensiones parecían lejanos ahora. El golpe en la cabeza y hasta la zambullida en el Porto Vecchio parecían esfumados en el pasado, simples recuerdos ingratos que un día hasta podrían resultar entretenidos a sus nietos. («Cuéntanos la historia de cuando salvaste a la mantenida de un jefe de la mafia, abuelito.» «Abuelito, ¿qué es una mantenida?» «¿Era guapa, abuelito?»)
Sí. Era guapa,
Abrió las puertas del balcón y salió. La lluvia, que se había mantenido durante todo el día, había cesado mientras cenaban y ya no quedaban nubes en el cielo. La luna aparecía radiante, casi llena; el aire de la noche era agradablemente fresco; los ruidos eran tan distantes que no perturbaban la calma nocturna. Un automóvil pasó por la carretera, pero sólo las luces revelaban su paso. Hacia la derecha, un jet descendía hacia Niza. Peter dio una larga chupada a su cigarrillo y arrojó una nube de humo. Realmente todo aquello era muy agradable. Era un paréntesis en los problemas del mundo. Podía dejar el revólver en su dormitorio, apoyarse en el marco de la puerta de su balcón, aspirar el aire fresco y aromático y bañarse en la claridad de la luna.
Un repentino ruido en el balcón hizo que se pusiera tenso. Un pestillo giró, se abrieron las puertas del otro balcón y apareció Karen. No le había visto y dio un paso hacia la baranda. Allí se detuvo unos instantes paladeando la noche, como lo había hecho Peter. Estaba envuelta en un salto de cama blanco que destacaba las líneas firmes y llenas de su figura. Su pelo no había recuperado aquel reflejo casi plateado que Peter había visto durante dos breves horas, antes de que la obligara a sumergirlo en una solución de limpia calzado; sin embargo, estaba bien cepillado y peinado de una manera simple, pero tentadora. Joe Bono tenía que haber estado loco por esa chica y Peter lo comprendía.
Karen pareció sentir la mirada y se volvió, primero con lentitud, luego vivamente.
– ¡Oh!
– ¿Admirando el paisaje?
– Sí.
– ¿Qué piensa de nuestro anfitrión?
– Parece muy agradable.
– Creo que la condesa opina lo mismo.
Ella se encogió de hombros.
– ¿Y eso qué importa?
– Bueno, eso es lo más interesante de todo. Uno ve a un anciano como el conde y se pregunta: ¿se da cuenta de que le están utilizando? ¿Piensa realmente que su maduro encanto mantiene a una esposa joven y bonita a su lado?
– No es tan joven.
– Comparada con usted, no, muchacha. Ni siquiera comparada conmigo. Pero, ¿comparada con él? Tiene que haber como cuarenta años de diferencia. ¿Y él qué tiene? Un título. Quizá hasta tenga algo de dinero; aunque en estos casos uno no sabe con certeza si es él quien tiene dinero o si es ella o si no lo tienen ninguno de los dos y el título les mantiene. Habitualmente un título equivale a una cuenta bancaria. Por supuesto el montante de esa cuenta depende del título y del lugar en que se exhiba y a quién le importa y cuánto le importa a quien le importe. Tomemos este caso, por ejemplo… Me refiero a Julia y Benedetto, como huéspedes de nuestro amigo Pierre. ¿Cree usted que el título de Benedetto o el encanto de Julia les valen los fines de semana gratuitos aquí… con avión particular y todo?
– No sé ni me interesa. ¿Qué importancia tiene?
– La importancia que tiene depende del protagonista. Para usted ya sé que no tiene la más mínima importancia. Si Pierre nos saca del atolladero ¿qué importancia tiene quién es y qué es? Pero póngase en el pellejo del conde. Bebe bastante, ¿no? Y es bastante viejo. Y no parece muy fuerte. Y ahí lo tiene, sentado con su esposa jugando al chaquete y sorbiendo brandy con soda en cantidades respetables. Y eso ocurre siendo huésped de alguien, cuando está en casa ajena. Y no estamos hablando de un pobre palurdo que no tiene noción de las reglas de urbanidad.
Este hombre sabe cómo comportarse. Entonces ¿por qué? ¿Por qué bebe tanto? ¿Por qué permite que su esposa lo meta en la cama y se vaya? ¿Por qué baja tanto la cabeza que no alcanza a descubrir las miradas de complicidad que se cruzan su esposa y ese anfitrión? ¿No se ha preguntado hasta qué punto está enterado y hasta qué punto quiere enterarse y hasta qué punto quiere fingir que no se entera? ¿Y por qué tiene importancia para él? ¿Se emborracha porque quiere que su esposa le meta en la cama?… ¿O se emborracha porque su esposa le mete en la cama?
Karen le miró a los ojos. El balcón tenía sólo un metro veinte de ancho y el largo necesario para cubrir las dos puertas. Estaban parados muy cerca uno del otro.
– No puede librarse de esa idea, ¿verdad?
– ¿De qué idea?
– La de mi relación con Joe Bono.
– ¿La de su relación con Joe Bono?
– Le obsesiona, ¿no?
– ¿Obsesionarme? Debe de estar bromeando. ¡Qué me importa!
– ¿No le importa? ¿Y por qué se preocupa tanto por la relación entre dos personas que jamás ha visto hasta hace dos horas y que saldrán para siempre de su vida dentro de ocho horas, que en su mayoría pasará durmiendo? ¡Y pretende que le crea cuando me dice que no le interesa el comportamiento de una mujer cuya vida y existencia han sido responsabilidad suya durante más de cincuenta horas y lo seguirán siendo dieciocho más, por lo menos! El comportamiento de una mujer con la cual ha compartido la cama, ha estado sumergido en la misma agua, por la cual lo han golpeado en la cabeza, en cuya defensa ha arriesgado su propia vida. ¡No! Está permanentemente ansioso por restregarle a esa mujer por la cara las reglas de moral, por sentarla en el banquillo de los acusados… y, créame, estoy convencida de que nunca había asumido esa actitud puritana. No es de ésos. Pero me está enjuiciando a mí. Cuando flirteaba con los policías de Florencia y cuando estaba con Umberto, en la barca, me miraba con el ceño fruncido y manifestaba su desaprobación como Dios Nuestro Señor en las alturas. No tiene moral, pero me restriega la moral por la cara, como si la hubiera inventado. ¿Sabe lo que le ocurre? Está celoso.
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