Hillary Waugh - Corra cuando diga ya

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Club DEL MISTERIO Nº 85

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No tardó en dormirse, pero no fue la última en perder la consciencia. Peter había permanecido inmóvil todo el tiempo, pero no cejó en su vigilia hasta que el ritmo de la respiración de la joven le convenció de que pasaría la noche en paz.

Viernes 22.0- 22.10 horas

Peter y Karen pasaron el día siguiente en la habitación. Peter comunicó a la administración que se sentía mal y no deseaba que limpiaran la habitación, pero se hizo traer las comidas.

En circunstancias normales una pareja joven encerrada durante veinticuatro horas en la habitación de un hotel pueden vivir toda una aventura. Peter ya la había vivido con Stephannie. Habían pasado un fin de semana entero en la habitación de motel, de donde sólo habían salido para comer. Había sido una ocasión memorable, aunque extenuante. Pero cuando no se puede esperar ese tipo de entretenimiento, ése mismo período en una habitación de hotel puede ser muy duro. Y si a eso se sumaba que la chica en cuestión era la mujer más sexy que Peter había visto, una mujer libre y sin prejuicios, dispuesta a coquetear con cuanto hombre se le cruzara, salvo el propio Peter, y si -para colmo- Peter la deseaba como no había deseado a ninguna mujer desde Stephannie, era lógico que las veinticuatro horas en la habitación treinta y ocho bis se transformaran en un infierno.

Apenas se miraron apenas se hablaron pero mientras más trataban de ignorarse - фото 23

Apenas se miraron, apenas se hablaron; pero mientras más trataban de ignorarse, más conciencia tenían de su mutua proximidad. Peter se había hecho enviar una edición parisina del Herald Tribune; pero esa lectura y las comidas fueron la única ocupación de ambos. Cuando Peter obtuvo comunicación con Gorman, a las veintidós horas del viernes, ambos estaban tan nerviosos e irritables que apenas podían controlar su mal humor.

Cuando el teléfono sonó, Peter casi se abalanzó sobre él para descolgarlo.

La voz de Gorman era áspera como siempre, pero no se advertía aquella nota de desesperación.

– ¿Congdon? ¿Está ahí? ¿Cómo está la chica?

Peter respondió que la chica estaba bien, que los dos estaban muy bien… No, la mafia no los había localizado. Esperaba.

– Bueno, eso ya es algo -comentó Gorman-. Me ha traído un montón de problemas, con su torpe manejo de este asunto.

– Fue inevitable.

– Debió evitarlo. Pero le voy a decir una cosa, es un tipo con suerte. Lo sacaré del pantano; pero si he conseguido lo que he conseguido es sólo por casualidad. Se dieron una serie de circunstancias favorables.

– Me alegro, senador.

– Le he conseguido… mejor dicho, le he conseguido a la chica otro pasaporte y tuve la suerte de podérselo entregar a un correo diplomático que lo llevó anoche mismo a París. Se lo entregó a un amigo mío que tiene una villa en Antibes, no muy lejos de Niza. El nombre de ese amigo es Pierre DeChapelles y ya está en Antibes. Se fue en avión esta tarde y pasará el fin de semana allí. Tiene un sobre para usted. Le llamé hace menos de una hora y la está esperando- ¿Entendido?

– Sí, señor. Pierre DeChapelles en Antibes. ¿En qué lugar?

– Iba a eso. Ahora le voy a decir lo que va a hacer. Tomará un taxi y se irá a Antibes esta misma noche. Para encontrar la villa, siga la 'carretera principal de la costa, que pasa junto al hotel… el Hotel Royale. Luego esa carretera dobla hacia dentro, se aleja de la costa. Muy poco después hay un camino que se abre a la izquierda, con un cartel que dice Cap d’Antibes. Siga ese camino. Las casas son numeradas. La de DeChapelles tiene el número treinta y siete. ¿Entendido? Treinta y siete. Está poco antes de llegar a una intersección, según recuerdo. Por si acaso, su número de teléfono es ochenta y ocho, ochenta y nueve, cincuenta y cinco. ¿Lo tiene?

– Lo tengo.

– Muy bien. Supongo que vendrán mañana en algún momento del día. Póngame un cable comunicándome el número del vuelo y la hora de llegada. No creo que haya necesidad de recurrir a la clave, porque da igual quién lo sepa. Tendré una buena cantidad de hombres a mano para recibirles al pie del avión y conducirles a un lugar seguro.

– ¿Estará con ellos, senador?

– Sí, estaré a mano.

– Entonces, le veré mañana.

– Cuídese, Congdon.

– Y cuidaré a la chica, también. Buenas noches, senador.

Viernes 22.20-23.15 horas

Todos los ancianos huéspedes se habían retirado a sus habitaciones y Peter no tuvo problemas para sacar furtivamente a Karen del hotel por la salida de servicio. Luego regresó a despertar al viejo conserje nocturno y a pedirle un taxi.

El viaje a Antibes duró menos de media hora y las instrucciones fueron fáciles de seguir porque era una ciudad demasiado pequeña como para perderse. Atravesaron el centro, descendieron por un parque y tomaron por la carretera de la costa, pasando junto al hotel Royale, que estaba cerrado, en proceso de «modernización». Se alejaron de la costa por el Boulevard de Cap. La intersección a la que Gorman se había referido estaba bien señalizada. La flecha «Cap d’Antibes» señalaba a la izquierda, la de «Cannes» y «Juanles-Pins» hacia delante. Doblaron. Era un camino de doble dirección, no muy ancho, que corría entre muros y setos vivos, residencias de tamaño variable… Mientras más se internaban, tanto más importantes eran.

La residencia de DeChapelles tenía el número treinta y siete en un poste de la verja. Una breve entrada para automóviles les condujo hasta una gran casa de dos pisos y un mirador que asomaba sobre el ángulo izquierdo de la edificación. La entrada principal estaba más allá de la torre; pero las puertas de cristal del fondo daban sobre un porche, y las de la plana alta sobre balcones corridos.

El taxi se detuvo ante la amplia y bien iluminada escalinata de piedra, que conducía a la entrada principal, sobre la fachada izquierda de la villa. Antes de que Karen y Peter tuvieran tiempo de descender, se abrieron las grandes puertas dobles que remataban la escalinata y apareció un hombre canoso, de poco más de cincuenta años. Vestía pantalones impecablemente cortados y planchados, un turtleneck de flexible lana blanca y una chaqueta de satén color vino. Tenía algo del brillo y el encanto de Vittorio Del Strabo, pero los años le habían obligado a hacer concesiones a una cintura con tendencia a engrosar y su paso era menos vivo que el del italiano. Con todo, entre los corsés y el esprit de vie, apenas si se percibían los estragos de la vida.

Descendió los escalones, mientras Peter pagaba al conductor, pasó el vaso de whisky de la mano derecha a la izquierda y extendió la diestra a Peter.

– Usted es…

Esperó que Peter le diera el nombre. Después, cuando Peter dio el nombre que esperaba, le estrechó la mano con mayor cordialidad aún.

– Et Mademoiselle Halley, non?

Dijo muchas otras cosas en francés, con el oído atento a las respuestas, para ver hasta qué punto ella le entendía. No tardó en advertir que, dijera lo que dijera, ella no le entendería. Satisfecho con el resultado, condujo a la pareja por la escalinata y a través de la puerta, como si fueran miembros de la realeza que habían condescendido a visitarlo. El senador Gorman podía haber mentido en otras cosas, pero parecía estar en lo cierto respecto a su amistad con Pierre DeChapelles.

DeChapelles, con un brazo enlazado en el de Peter y el otro en el de Karen, los condujo a un suntuoso living-room cuyas ventanas se abrían en ese momento sobre las tinieblas, pero que en las horas de sol debían mostrar barcos en un horizonte muy lejano.

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