Hillary Waugh - Corra cuando diga ya
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– ¿Y qué haría si la dejara?
– Peter, estoy hablando muy en serio. Si me deja un poco de dinero, me las arreglaré muy bien.
– No me cabe la menor duda. ¿Qué haría?
– Me compraría ropa.
– ¿Y después? ¿Se ofrecería en la calle al mejor postor? Ni siquiera conoce el idioma.
Ella levantó la barbilla.
– Esperaría el pasaporte. Llamaría al Departamento de Estado. Es un pasaporte válido. No es falso. Es legal. El senador Gorman arregló las cosas de modo que fuera un pasaporte válido.
– ¡Cómo va a ser un pasaporte válido!-rió Peter-. Él dijo que lo era, pero el Departamento de Estado puede tener una idea muy distinta al respecto. Y eso siempre que pueda probar que es Karen Halley. Pero no puede probarlo. Y aunque pudiera, aun cuando el pasaporte fuera válido, no podrá probar que es la misma Karen Halley porque no lo es. Y, por supuesto, está el problema de dónde va a hospedarse mientras espera que se hagan todas esas averiguaciones. ¿Dónde la van a admitir sin documentación? ¿En qué hotel? ¿En qué pensión? Como le dijo la mujer esa, ahí dentro, tendrá que enseñar el pasaporte.
– No se preocupe por eso, ¿quiere?-dijo Karen-. Déme todo el dinero que pueda. Por favor, váyase, ¿quiere?
Peter la tomó del brazo.
– Venga, hace frío y estamos perdiendo el tiempo.
– Peter, le digo…
– Ha dicho un montón de estupideces. Basta ya. Me mandaron a buscarla, porque no es capaz de llegar a Estados Unidos por sus medios. Y por eso voy a hacer las cosas a mi manera.
– Pero la mafia… -argumentó Karen, mientras la arrastraba a buen paso rumbo al Boulevard Victor Hugo-. Está en peligro.
– Así es. Y estoy empezando a tomarle gusto.
– ¿Qué piensa hacer?
– En primer lugar comprar esa ropa que tanto desea. Luego conseguir alojamiento. Después comeremos y luego llamaremos al senador y le diremos que ha llegado el momento de que haga algo.
Jueves 18.00-21.15 horas
Las tiendas de la Avenue Jean Medecin eran caras, sobre todo las del sector en que el Boulevard Victor Hugo se convertía en Boulevard Dubouchage. Algunos de los trajes de hombre costaban tanto que los 861 francos que Peter tenía en su cartera no habrían bastado para pagarlos. La ropa femenina tenía precios igualmente aterradores. Pero alejándose un poco, por la misma calle, más allá de la Rué Pastorelli, había unos grandes almacenes en donde se encontraban vestidos de hasta 18,95 francos en lugar de 189,50 que habrían costado en el otro barrio. Peter y Karen hicieron sus compras allí.
Hasta ese momento Peter había gastado sin hacer cuentas; pero 135.600 liras gastadas en unos billetes de avión desaprovechados y 100.000 en un fatal paseo en barco, por no mencionar los 250 dólares de los pasaportes que no habían obtenido, habían reducido mucho su presupuesto. Su activo ascendía ahora a 67 dólares en cheques de viajes y 861 francos que le quedaban de los 903 que había obtenido al cambiar las liras en el aeropuerto. El viaje a Estados Unidos iba a costar casi 600 dólares. Era tiempo de economizar.
Hacia las siete, cuando cerraron las tiendas, tanto él como Karen tenían toda una toilette nueva, aunque económica. El equipo incluía un abrigo liviano para Karen y un sweater y una chaqueta para Peter. Además habían adquirido algunos artículos extra, como una maleta, cepillos de dientes, una máquina de afeitar y un frasco de tintura rubia, para hacer desaparecer el desastroso limpia calzado. Y Peter tenía aún 274 francos en la cartera.
Buscaron el hotel Albemar en el Boulevard Dubouchage. Era un edificio de cuatro pisos situado en una esquina. Estaba pintado en tonos salmón y crema y tenía un pequeño estacionamiento delante. El vestíbulo era pequeño y para llegar a él se subían doce escalones a la izquierda de la entrada. Las únicas personas presentes eran el maduro conserje y una mujer de pelo oscuro, sentada en la oficina que se abría detrás del mostrador.
Peter había discutido el plan con Karen, y la muchacha se sentó en un sillón junto al pasamanos de la escalera, mientras él se dirigía a la recepción. Peter pidió una habitación individual, y preguntó si podía invitar a una persona a cenar.
El conserje sólo sabía rudimentos de inglés, pero le bastó para dar las explicaciones. Invitados, veinte francos; habitación individual con baño, sesenta francos. Esto último incluía petit déjeuner y otra comida.
Peter subió a ver la habitación. Era una suite amplia y agradable, con una habitación de vestir que se abría sobre el pequeño hall de entrada, una gran cama matrimonial, el habitual escritorio, los armarios y sillas, y un brillante baño color de rosa con ducha, lavabo y bidet. Era exactamente lo que necesitaba y dejó la maleta.
Al regresar al vestíbulo, Peter permitió que el conserje llenara la fiche de voyageur con los datos de su pasaporte, y condujo a Karen a través de una salita de televisión al comedor, donde estaba cenando un grupo de huéspedes.
La comida fue simple y sabrosa y los dos comieron con apetito, regando las noisettes d’agneau poélées con media botella de vino. Mientras aguardaban la fruta, los quesos y el café, Peter pasó a Karen la llave por debajo de la mesa.
– Treinta y ocho bis -le dijo-. Está en el tercer piso, la habitación que queda justo detrás del ascensor. Empuje la llave hasta donde llegue, hágala girar noventa grados y se abrirá la puerta.
Cuando volvieron a atravesar la salita de televisión, había allí media docena de huéspedes presenciando un programa antinorteamericano sobre la guerra de Vietnam. Fuera de estación, Niza es un refugio de jubilados, de modo que la mayoría de los presentes eran personas de edad, una mezcla de sexos y nacionalidades. Ninguno de ellos prestó atención a la pareja que pasaba detrás de las sillas.
A continuación de la salita había un hall que servía de centro de abastecimiento al vestíbulo y al comedor. La escalera de servicio estaba en un extremo de ese hall , fuera de la vista del conserje. Como nadie miraba en ese momento, cruzaron hacia ella. Karen subió, Peter bajó. Un tramo de escaleras y un corredor que pasaba junto a la cocina, lo condujo a una puerta de servicio, que daba a un pequeño estacionamiento, al fondo.
Deambuló por las calles hasta las veintiuna y luego entró en el edificio por la puerta principal y se acercó a la mesa de recepción. El conserje, la mujer y un anciano, que estaba a punto de hacerse cargo del turno de la noche, estaban allí para presenciar su entrada solitaria. Le sonrió, como un hombre que acaba de acompañar a una señorita a su casa, y dijo que quería hacer una llamada telefónica a Estados Unidos.
La mujer se encargó de tomar los datos y anotó el nombre de Gorman y sus números de teléfono. Explicó a Peter que la oficina de teléfonos le comunicaría la demora. El respondió que esperaría la llamada en su habitación, la treinta y ocho bis.
– Oui… sí -asintió la mujer, y se volvió hacia los casilleros-. ¿Su llave?
Peter se palpó el bolsillo.
– La tengo yo.
Abrió la pesada puerta del ascensor, dio las buenas noches a todos y apretó el penúltimo botón.
Al llegar a la puerta del treinta y ocho bis golpeó tres veces la puerta: dos golpecitos seguidos y uno espaciado. La voz de Karen fue un susurro:
– ¿Peter?
– Sí.
Ella descorrió el cerrojo de la puerta y le dejó entrar.
– ¿Alguien la vio? -preguntó cerrando la puerta y siguiéndola.
– Casi me ve una de las criadas del piso. Vino a abrir la cama, pero me metí en el baño y abrí la ducha.
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