Hillary Waugh - Corra cuando diga ya

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Club DEL MISTERIO Nº 85

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– Muy bien -dijo Peter-, me alegro. Pero no juguemos con fuego, ¿no le parece? Déme los papeles y me iré.

– No corra tanto. Quisiera beber otra copa.

– Bébala y brinde por mí. No saldré con usted, senador. Saldré antes.

– Está bien, pero espere. Quédese tranquilo, yo se lo digo. Deje de pensar que todos los que entran son miembros de la mafia.

Peter le dirigió una sonrisa irónica.

– Creí que era usted quien veía «la mafia bajo todas las camas». ¿Y bien, senador? -añadió, mientras apartaba su copa-. ¿Se resigna a separarse de esos papeles ahora?

Después de todo el código es seguro; usted y yo somos los únicos que tenemos la clave.

Gorman volvió a exhibir su sonrisa ladeada.

– La impaciencia de la juventud -comentó.

Luego introdujo la mano en un bolsillo interior y extrajo un sobre tamaño oficio y un billete de avión, unidos con una goma elástica. Miró a su alrededor, pasó torpemente los papeles por debajo de la mesa y bajó la voz.

– ¿Me hará saber la fecha y hora de su llegada para que le vaya a esperar?

Peter asintió con la cabeza y guardó el sobre en un bolsillo interior de su chaqueta.

– De eso puede estar seguro. Gracias por la copa.

Se puso el abrigo y el sombrero, recogió su maletín y salió.

Fuera, junto a la tienda de barcos en miniatura, estaba aparcada la limousine negra de Gorman. El chófer de color leía el diario detrás del volante. Era un automóvil grande, un automóvil reluciente, el único automóvil a la vista. ¿Durante cuánto tiempo iba a mantener en secreto su paradero el senador? Peter hizo una mueca y se volvió hacia la avenida Maine.

Ahora hacía más frío. Se abotonó el abrigo hasta el cuello y sacó unos guantes de cuero del bolsillo. Volvió a pensar en Stephanie y se sorprendió de haber pasado tanto tiempo sin recordarla. No la había recordado hasta que unos minutos antes, el senador la había traído a su memoria. Ni siquiera la idea del viaje a Roma le había hecho pensar en ella.

Era indudable que se habían deseado intensamente. Pero nunca había estado muy seguro de las verdaderas razones de su viaje a Roma. Quizá lo hubiera hecho para demostrar al padre de Stephanie que, por mucho dinero que tuviera y por mucho que manejara la vida de otra gente, nunca manejaría la suya; pero quizá se hubiera dejado arrastrar por la perspectiva de pasar tres semanas enteras en la cama con la muchacha. Esa parte había sido muy agradable, no cabía duda, y fuera de eso habían hecho muy poca cosa… Visitaron el Foro porque la presencia de unas primas de Stephanie en Roma les había obligado a salir de la cama. Pero ahí estaba también el problema. En esas tres semanas descubrió que lo único que se podía hacer con Stephanie era acostarse. No los unía otra cosa que la atracción física y, como eso no era suficiente, tampoco pudo durar. Aunque ninguno de los dos dijo nada, los dos sabían que aquella última noche en Roma sería la última que pasarían juntos en su vida. Pero ni siquiera esa certeza avivó demasiado su pasión. No se buscaron frenética y desesperadamente, a pesar de lo definitivo de la ocasión.

Hubo unas pocas cartas después, pero ninguno de los dos era muy amigo de escribir, y eso también se acabó muy pronto. Habían comenzado como amantes, se habían separado como amigos y ahora habían llegado a olvidarse en forma casi total. Peter no aceptaba las misiones peligrosas como un paliativo para su corazón destrozado. Todavía no había encontrado a la mujer que supiera llegar a su corazón, aunque eran muchas las chicas que conmovían otras partes de su anatomía.

Cuando llegó a la esquina de Maine, pasó un Jet que había despegado en el National Airport. Lo vio ascender, dejando tras de sí una sutil estela de humo oscuro, y pasar sobre el monumento a Washington más allá de los puentes. Echó a andar en la misma dirección e hizo señas a un taxi que pasó lentamente.

– National Airport -dijo, sentándose y arrojando una mirada automática a la ventanilla trasera.

El National Airport quedaba fuera de la ciudad y las tarifas de los taxis eran por kilómetro, en lugar de ser por zona. Sin embargo, el conductor no tomó nota del kilometraje, aumentó un poco la velocidad y cruzó el breve túnel bajo los puentes. Tampoco dobló a la izquierda al llegar al semáforo situado a la salida del túnel. Siguió por la Duodécima Avenida, Suroeste.

Para Peter lo más lógico habría sido doblar Le parecía el camino más directo - фото 8

Para Peter lo más lógico habría sido doblar. Le parecía el camino más directo al aeropuerto; pero él no conocía Washington y el conductor sí. De cualquier manera, se irguió un poco en el asiento y tomó nota mentalmente.

– ¿Se va de viaje? -preguntó el conductor en tono ligero.

– Así parece.

– Yo no volaría por nada del mundo. ¿Adónde va?

– A San Francisco.

La brillante espiral del monumento a Washington estaba delante y cuarenta y cinco grados a la izquierda.

– Eso queda lejos.

– Ahá.

Cruzaron un puente, por encima de una vía ferroviaria. Por entre los edificios se distinguía el Capitolio. Estaba a la derecha. Ahora Peter tenía un punto de referencia. Iban hacia el Malí.

– ¿Va a San Francisco por negocios? -preguntó el conductor.

¿Adónde iba aquel tipo? El aeropuerto estaba detrás de ellos. Quizá doblara a la izquierda por el Malí.

– Mi madre vive allí -respondió Peter, mientras su mano jugaba con el botón del cuello de su abrigo. Ahora estaban rodeados de edificios; se movían entre un tránsito moderadamente denso.

– Mi madre murió cuando yo era niño -dijo el taxista, y comenzó a narrar lo dulce y lo buena que había sido su madre.

Descendieron una rampa y se confundieron en la corriente de vehículos que se internaban en un túnel bien iluminado y ligeramente curvilíneo.

– ¿Qué es esto? -preguntó Peter con tono desconfiado.

– ¿Este túnel? No creo que tenga nombre. Es uno de los muchos que hay en la ciudad; sirven para acortar el camino.

No era un túnel largo y llegaron muy pronto al otro lado. Una luz roja los detuvo a la salida. Cambió la luz, y el taxi siguió.

– ¿Usted es casado? -preguntó el conductor, mientras cruzaban una amplia avenida.

Peter lo vio antes de que los edificios lo volvieran a ocultar. El monumento estaba aún a la izquierda, pero cuarenta y cinco grados detrás de ellos. Más allá del monumento, a lo lejos, un jet ascendía con rumbo paralelo al del taxi. Peter supo dónde estaban. Acababan de cruzar el Constitution Avenue y el túnel los había conducido por debajo del Malí. Se apoyó sobre el respaldo del asiento delantero. El botón superior de su abrigo ya estaba desprendido.

– ¿Se puede saber adónde va?

– Al aeropuerto. ¿No me dijo que lo llevara al aeropuerto?

Peter se volvió y miró a través de la ventanilla trasera.

Un gran automóvil negro con cuatro hombres dentro estaba muy cerca de ellos.

– Sí, le dije al aeropuerto y sé cómo se va. Dé la vuelta.

– Yo sé mejor que usted cómo se va al aeropuerto -replicó el conductor. Ahora estaba en el carril de la derecha, a tres automóviles de distancia del semáforo de Pennsylvania Avenue. El automóvil negro estaba inmediatamente detrás de ellos.

Peter sacó el revólver y se deslizó hacia delante en el asiento.

– De ahora en adelante harás lo que te diga o te meteré una bala en el oído -dijo, y oprimió la boca del revólver contra el cuello del hombre, tratando de evitar que los automóviles vecinos vieran el arma.

El conductor lanzó un chillido involuntario al sentir el contacto del metal.

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