Hillary Waugh - Corra cuando diga ya

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Club DEL MISTERIO Nº 85

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El, Peter Congdon, ese hombre que atisbaba a través de los visillos de su habitación en un pequeño hotel, pronto participaría en una aventura que figuraría entre los grandes titulares. Quizá esa aventura hasta afectara las vidas de la gente que conducía aquellos automóviles. Si Peter fracasaba en su misión, la estrella política de Gorman se extinguiría.

Y si Peter Congdon triunfaba, se convertiría en un fabricante de reyes.

Pero los conductores prestaban atención a los demás automóviles y no miraban a la ventana, ni sabían quién estaba tras los visillos. Nadie más que Brandt sabía que él estaba allí; ni la mafia, ni siquiera el senador.

Peter vació su taza y la dejó sobre la mesa Ya que le tocaba en suerte ser el - фото 7

Peter vació su taza y la dejó sobre la mesa. Ya que le tocaba en suerte ser el promotor de una carrera, hubiera preferido que esa carrera no fuera la de Gorman. Pero a él no le tocaba elegir. Gorman era el verdadero promotor. Peter Congdon no era más que un instrumento, como lo había sido en su momento un detective llamado Clive. Y si Peter terminaba siendo un cadáver, Gorman contrataría otro detective. Sacrificaría todas las vidas que fueran necesarias para conseguir a aquella chica. No era misión de Peter detenerse a meditar por qué; lo que tenía que hacer era ponerse el abrigo, averiguar cómo andaban los planes para «conseguir a la chica» y recibir órdenes. Se calzó la cartuchera y el revólver, la chaqueta, el abrigo y el sombrero, salió de la habitación y cerró con llave la puerta.

Hizo la llamada desde una de las cabinas de la estación y la hizo con cierta vacilación. Peter creía ser un tipo con dotes de mando, un líder nato, capaz de manejar a su propio jefe, utilizando sus maneras caballerescas.

Pero no podía eludir la sensación de que Gorman lo había manejado la noche anterior; de que Gorman era como un toro, que tenía un objetivo ante los ojos y le importaba un bledo las reglas de conducta, lo correcto o lo lícito. En el métier de Gorman, Gorman dictaba las reglas y las reglas eran para su uso.

Un criado atendió el teléfono; el senador no tenía esposa, ni familia. Luego apareció Gorman en la línea. Su voz tenía una nota insana.

– ¿Desmond? Pero ¿quién se ha creído que es?

El alarido hizo parpadear a Peter.

– ¿Dónde mierda se ha metido?

– ¿Metido? -Peter se esforzó por mantener su voz tranquila y con un leve matiz de rebeldía.

– ¿Dónde ha estado, carajo? He estado tratando de dar con usted desde las nueve de la mañana.

– Senador, habíamos convenido en que lo mejor sería que yo lo llamara -replicó Peter en tono cortante.

– Usted lo dijo. Yo no accedí en absoluto. Si cree que voy a permanecer sentado esperando a que suene el teléfono, mientras tengo un montón de cosas que hacer, está muy equivocado. ¿Quién diablos cree que está manejando este asunto…? ¿Acaso usted?

– Lo lamento, senador, pero mi organización tiene ciertas reglas en materia de secreto, cuando se trata de un asunto de esta naturaleza, y yo tengo que…

– Aquí soy yo quien paga las cuentas y yo seré quien cree las reglas. Quiero una respuesta. ¿Dónde diablos ha estado?

– Desayunando.

– No me diga eso. Le mandé buscar en todos los restaurantes del hotel.-

– ¿Me mandó buscar? ¿Qué clase de secreto…?

– Así es, le mandé llamar. Cuando le busque, quiero que aparezca al instante. Le dije que permaneciera en su habitación. Ahora dígame por qué no contestó cuando le mandé llamar, y no me diga que se olvidó del nombre bajo el que se registró.

– No, señor, pero no dudo que comprenderá que no podía contestar a una llamada en público, dadas las circunstancias.

La respuesta de Peter detuvo a Gorman por una fracción de segundo.

– ¿Quiere decir que oyó que le estaba llamando y no hizo caso? -preguntó con tono incrédulo.

– Senador, ya se lo he dicho. Nosotros tenemos nuestras reglas en materia de secreto. Si tiene dudas, estoy seguro de que mi jefe le sabrá explicar.

– Hablaré del asunto con su jefe. Y sabré si sus reglas en materia de secreto incluyen el incumplimiento del deber.

– ¿Incumplimiento del deber?

– El no estar disponible en una emergencia.

Peter tragó saliva. Mientras hiciera bien su trabajo, Brandt lo respaldaría. Pero, ¿y si el cliente tuviera razón y el detective estuviera equivocado…? Bueno, uno no podía pensar en cosas así, estando Brandt de por medio. Peter no estaba muy seguro de la versión que Gorman daría a Brandt.

– ¿Cuál es la emergencia, senador? -preguntó lentamente.

– La emergencia es usted… y su paradero. Le llamo y de pronto no está y nadie sabe dónde ha ido. Y los reporteros me han estado llamando, y yo tenía la cabeza en otra parte, preocupado con lo que podía haberle sucedido. Temía que la mafia hubiera dado con usted. He estado aquí devanándome los sesos, pensando en qué nos podíamos haber equivocado, en cómo habían dado con usted y por dónde se estaban filtrando mis secretos. Casi me he vuelto loco. ¡Y usted estaba desayunando tranquilamente e ignoraba mis llamadas!

Peter encendió un cigarrillo y trató de tomar las cosas con calma.

– Quédese tranquilo, senador -dijo-. El grupo que menciona no sabe nada de mí. Por supuesto, salvo que haya interceptado esta comunicación. Pero como yo soy quien hizo la llamada y estoy hablando desde un teléfono público, podemos suponer que no están escuchando; de todas maneras no olvidemos que mi nombre es Roger Desmond.

– Y más vale que también recuerde algo, míster Peter Congdon. Su nombre será el que yo disponga y cuando yo lo disponga. Yo soy el que da las órdenes, no usted. De modo que suprima ese tonillo zumbón. Ahora le diré por qué le llamaba. Ya tengo sus billetes. Partirá mañana por la tarde del National Airport a las diecisiete treinta y cinco, en el vuelo setecientos de TWA. ¿Entendido?

Peter extrajo su libreta y tomó nota.

– Sí, señor.

– Transbordará en Nueva York al vuelo ciento catorce de Pan American, que parte a las dieciocho treinta para Roma. Llegará a Roma a las doce y diez, hora de Roma. Mediodía, no medianoche. En pleno día de trabajo. ¿Entiende?

– Sí.

– Hay una parada de una hora en París, pero es inevitable. No hay una buena conexión desde Washington con los vuelos directos.

– Está bien. Iré en el vuelo que diga.

– Salga del hotel mañana a las quince treinta. No pague nada. Simplemente diga en la mesa de recepción que se va y entregue la llave. Espere fuera bajo la marquesina. Mi coche le recogerá a las quince y cuarenta y cinco. En el trayecto al aeropuerto le entregaré las instrucciones finales.

– Discúlpeme, senador -intervino Peter-, pero habíamos convenido en que el irme a despedir al aeropuerto sería una maniobra muy torpe, ¿lo recuerda?

– Recuerdo que a usted le pareció torpe. Yo he decidido que no lo es. No lo será mientras yo me encargue de controlar la situación.

– Lo lamento, senador; pero no podrá hacerse así.

– ¿Qué ha dicho? -la voz de Gorman parecía extraordinariamente tranquila.

Peter conservó un tono cortés, pero a la vez muy firme.

– Dije que lo lamento, pero no podrá hacerse así. No puede acompañarme al aeropuerto.

La voz de Gorman seguía siendo tranquila, pero ya comenzaba a dejar traslucir su furia.

– Pero dígame, hijo de puta: ¿sabe con quién está hablando? Usted no me va a dar órdenes. A mí no me da órdenes nadie, incluyendo al presidente de los Estados Unidos. Yo le he contratado para que haga un trabajo. Le pago para que haga un trabajo, y cuando pago, ordeno.

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