Hillary Waugh - Corra cuando diga ya

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Club DEL MISTERIO Nº 85

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Guardó la libreta, se acercó a la cama más próxima y probó el colchón. Suave como la espuma. Con un suspiro, arrojó la llave sobre la colcha, cruzó el pequeño hall, entreabrió la puerta y miró hacia fuera. No había nadie a la vista.

Salió, entonces, al corredor, cerró la puerta, regresó al hall del ascensor, abrió una puerta que daba a la escalera de servicio y descendió hasta la planta baja. Allí tampoco le vio nadie, y Peter siguió por un corredor lateral que desembocaba en el bar, por cuya puerta salió a una entrada para automóviles que conducía a la calle.

No se acercó a los taxis estacionados allí y salió a la calle. Comenzó a desandar su camino. Anduvo por Calvert Street hasta Connecticut, allí dobló y cruzó el largo y alto puente desde el cual se veían, como a vuelo de pájaro, el Rock Creek y el tránsito del parque. Los automóviles pasaban como una exhalación junto a él, que era el único peatón.

Al llegar al otro lado del puente encontró un taxi cuyos pasajeros descendían frente al Windsor Hotel. Subió y ordenó al conductor que le llevara a la Union Station. Se echó hacia atrás en su asiento, pero ya no era la postura cómoda, descansada, de presidente de compañía, con que había viajado en el primer taxi. Ya no estaba en esa etapa.

Al llegar a la estación, lo primero que hizo fue retirar su maletín. Era uno de esos maletines pequeños y chatos en que los ejecutivos se llevan trabajo a casa. Peter también llevaba en él sus elementos de trabajo; pero esos elementos eran de una naturaleza muy distinta. Había una camisa de secado rápido, como la que llevaba puesta, unos calzoncillos, un par de calcetines de nylon, un estuche que contenía cepillo de dientes, jabón, máquina de afeitar, brocha y desodorante, una libreta negra, unos cuantos sobres especiales dirigidos a Brandt, que podían despacharse sin franqueo desde cualquier lugar del mundo (o, por lo menos, desde aquellos lugares en los que Brandt tenía influencia), un bolígrafo de repuesto y dos lápices. En otro estuche, de diseño muy funcional, había un frasco de polvo para obtener impresiones digitales, un pequeño pincel y una lupa. En un ángulo, sostenida por un broche, había una caja de balas calibre 38, para el revólver chato que Peter llevaba bajo la axila. El maletín era de cuero, con herrajes de bronce… Un diseño de Brandt, para los agentes de Brandt. A diferencia de los habituales maletines de ese tipo, se abría ajustando las diminutas esferas de un cierre por combinación.

Provisto de su maletín, Peter se dirigió a una de las cabinas telefónicas del gran hall central y pidió comunicación con Filadelfia. Fumó medio cigarrillo, mientras esperaba que le pusieran con el «viejo» y observó a dos personas sentadas en el bar próximo. Luego sintió en su oído el sonido cortante de aquella voz tan familiar.

– ¡Diga! ¿Congdon?

– Sí, míster Brandt.

– ¿Le dio las instrucciones el cliente?

– Las instrucciones y una habitación… en el Shoreham Hotel.

– ¿Y qué hizo usted?

– Llené la ficha correspondiente, entré en la habitación y volví a salir por otra puerta. Lo llamo desde la estación ferroviaria.

– ¿Cree que alguien lo ha seguido?

– Juraría que no. Pero eso no quiere decir nada.

– Bien dicho. Supongo que sabe con qué se va a enfrentar.

– Tengo una idea.

– Entonces no hay por qué hablar del asunto. Haga un informe y despáchelo esta misma noche. Quiero conocer los detalles.

Hubo una pausa y luego Brandt añadió:

– Use nuestro código para el informe.

El código de la agencia era el mismo tipo de combinación de letras y números que Congdon había preparado para el senador. Cada agente tenía una versión propia, que debía memorizar a fin de que nunca le encontraran la clave encima. Pero Brandt había introducido una complicación más en el código de sus agentes, para evitar que se repitieran combinaciones de letras y números. En lugar de desplazar el punto de partida un lugar en cada caso, como Peter había enseñado a Gorman, el punto de partida podía variarse de cero a nueve lugares, de acuerdo con los dígitos de la tabla de multiplicar derivada del número que acompañaba a la letra clave.

Peter lanzó un gemido. Los agentes de Brandt siempre gemían cuando se les exigía un mensaje cifrado. Ya era bastante problema redactar un informe, porque Brandt quería todos los detalles en los ficheros y en sus manos. Pero el cifrar el informe y el volverlo a descifrar para evitar errores, el recopiarlo y controlar la copia, significaban horas de trabajo extra. Mientras tanto, en la oficina, Brandt alimentaba a una computadora con aquel material y la copia descifrada en menos tiempo de lo que tardaba en leerla.

Pero Brandt no tenía piedad No se lamente gruñó Este asunto puede ser muy - фото 6

Pero Brandt no tenía piedad.

– No se lamente -gruñó-. Este asunto puede ser muy peligroso y no quiero correr el riesgo de que se filtre nada. De paso este trabajo lo mantendrá ocupado en su habitación esta noche. Si sale no va a hacer más que buscarse dificultades. Y, hablando de eso, quédese en la habitación del hotel. No se ande luciendo.

– ¿En qué hotel?

– ¿Qué pregunta es ésa? Usted sabe qué hotel. El nuestro.

Peter no gimió por segunda vez, pero recordó la preciosa habitación que había abandonado y todo aquel medio ultra elegante… Hasta pensó en la fuente del vestíbulo.

– Estaba pensando, jefe… El sen… Quiero decir el cliente… escogió un hotel que parece ser muy conveniente y nadie me ha seguido. Creo que estaría mejor allí.

– Vaya al nuestro, pedazo de idiota. ¿Para qué cree que me tomo el trabajo de organizar las cosas? Y espero que haya recomendado al cliente que no le llame.

– Se lo dije.

– Eso está bien. No lleve nada de valor encima. No cambie más cheques de. viaje de los que necesite…

Y así siguió una larga lista de «haga tal cosa» y «no haga tal otra», que era rutina en todas las misiones peligrosas. Peter no la sabía de memoria, pero la había oído más de una vez.

– Sí, mamá -respondió suavemente.

– ¡¿Qué dice?!

– Sí, míster Brandt.

– No se haga el gracioso conmigo, Congdon. Cuando le hago estas recomendaciones no estoy pensando en mi salud. Usted no es tan vivo como se cree. Ya me di cuenta de que casi se le olvidó decir «cliente». Como ve, se le escapan muchas cosas.

– No tengo su experiencia, señor -replicó Peter, con fingido respeto.

– Entonces le conviene escucharme. Quédese en su habitación. Cuando sea necesario ponerse en contacto con el cliente, hágalo desde una cabina telefónica, hasta el momento en que le tenga que entregar la mercancía, y cuando llegue ese momento, asegúrese de que la entrega se haga en propia mano. Y no olvide el recibo firmado.

Peter carraspeó.

– Tengo que ver al cliente una vez más, míster Brandt. Tiene que entregarme ciertos papeles de los que no quiere desprenderse hasta último momento…

– ¿Qué?-rugió Brandt-. ¿Para qué mierda tiene usted cerebro? En el último momentó, ¡ah! ¿Qué pretende? ¿Dejarlos en sus manos en el instante en que usted suba al avión?

– Le dije que eso era imposible. Tendrá que pensar en otra cosa.

– ¡Ah! ¿De modo que tendrá que pensar en otra cosa? ¿De dónde ha sacado usted que el cliente es quien organiza las cosas? Cuando nosotros aceptamos una tarea la hacemos a nuestra manera. Dígale que cualquiera que sea el material que quiera entregarle, se lo haga llegar por un mensajero o por correo certificado. Su idea de lo que es una novela de capa y espada no coincide con la mía, y cuando esta organización se hace cargo de un trabajo, el trabajo lo hacemos nosotros. Lo hacemos todo y lo hacemos a nuestra manera. Usted debería saberlo. Lo elegí porque creí que tenía cerebro y coraje. No me haga quedar en ridículo. Demuestre que tiene cerebro.

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