Hillary Waugh - Corra cuando diga ya
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– Lamento estar en desacuerdo, senador; pero no me paga a mí. A mí me paga el jefe de la organización para la cual trabajo, y él es quien me da las órdenes. Y me ordenó en forma específica que no fuera- con usted al aeropuerto. Si consigue que cambie sus directivas, tendré mucho gusto en complacerle…
– Tengo que entregarle papeles… -chilló ahora Gorman, con voz aguda.
– El sugiere un mensajero.
– ¿El sugiere? ¿Él ordena? Métaselo en su cabeza, Congdon: Robert Gerald Gorman es el presidente de esta comisión, no Charles Foster Brandt. El hará lo que yo le ordene, y sus agentes harán lo que yo quiera. Yo soy quien conoce la mafia, no Brandt. Soy yo quien le dice que esto tiene que ser secreto. No es usted quien me lo dice a mí. Y yo soy quien decide hasta qué punto es secreto y cómo vamos a hacer para mantener el secreto.
Yo soy quien conoce el asunto. Yo soy quien dirige la comisión. Yo determino cómo se ha de gastar el dinero, cuál ha de ser nuestro programa y cómo lo cumpliremos. No es usted quien me lo va a decir. Y tampoco su míster Brandt. ¿Entendido, Congdon?
Peter se esmeró en mantener su voz perfectamente controlada. Gorman no era el primer cliente difícil con que se enfrentaba, aunque prometía convertirse en el más difícil.
– No estoy tratando de darle órdenes, senador. Me limité a sugerirle una cosa. Mi jefe aprecia este asunto en toda su gravedad y tiene mucha experiencia en estas lides. Si considera que un mensajero…
– No me importa lo que él piense, ni lo que piense usted, ni nadie en su organización. ¡Y maldita sea si todos ustedes son tan estúpidos como para pensar que voy a confiar documentos ultrasecretos a un intermediario…! Yo, en persona, le daré los papeles que tengo que darle. ¡En persona, me oye! ¡En esta operación no se cometerán errores porque yo mismo la dirigiré! Yo soy el único a quien ellos no pueden comprar ni amenazar, y yo, personalmente, me aseguraré de que la persona a quien corresponde reciba los papeles que le corresponden. Ellos serían capaces de asesinar por esos papeles, Congdon. Harían cualquier cosa por esos papeles. Yo no los largaré de mi mano hasta que no estén en las suyas, Congdon. Eso es todo lo que tengo que decir. ¿Entendido?
– Sí, señor. Pero míster Brandt no me dejará ir al aeropuerto con usted. Quizá si usted le llama…
– No tengo tiempo para llamarle. ¡Cara- jo, por qué tendré que lidiar siempre con incompetentes! Está bien, no iremos juntos al aeropuerto. Nos encontraremos en otra parte. Pero no en el hotel. No quiero que nos vean juntos en el hotel.
A Peter no le gustaba aquello, pero no le veía otra salida. Si Gorman no estaba dispuesto a aceptar intermediarios, tendrían que encontrarse. Hasta Brandt lo comprendería. Si Peter se negaba, Gorman se quejaría ante el «viejo» y Peter las vería negras, por comportarse como un obstruccionista.
– No. El hotel sería un pésimo lugar.
– Lo mejor sería algún bar. Pero no el «Carroll Arms» o el «Nick and Dottie’s» ni el del «Emerson». Me conocen demasiado bien allí. Tenemos que elegir algún lugar apartado, lejos de mis oficinas.
El senador pensó unos instantes y dijo:
– ¿Conoce el «Case’s Bar» en la calle H, Suroeste?
– «Case’s» -repitió Peter, y tomó nota-. ¿Cuál es la dirección?
– No sé, pero está justo antes de llegar a la avenida Maine, sobre la acera norte.
Peter tomó nota.
– ¿Lo conocen ahí? -preguntó.
– Sólo he estado un par de veces y hace mucho tiempo. Nadie me reconocerá.
– Está bien. Supongo que es seguro.
– Si digo que es seguro, más vale que me crea. «Case’s Bar». Mañana a las quince cuarenta y cinco. Y recuerde, calle H, Suroeste , no Noroeste.
– Está bien.
– Y no permita que le sigan.
Peter hizo una mueca.
– Procuraré que no lo hagan -dijo cortésmente.
Lunes 15.45-16.25 horas
Dos días de inactividad, casi permanentemente confinado en un cuarto de hotel, era mucho más de lo que Peter Congdon podía soportar. Cuando hubo terminado el proceso de registrar su partida en el Emerson y en el Shoreham, y se dirigía al «Case’s Bar», estaba dispuesto a arremeter solo contra toda la mafia. Cualquier cosa con tal de que hubiera un poco de acción.
Había dejado el taxi en la calle G, Suroeste, en la esquina de Siete, para poder practicar un reconocimiento de la zona. Era un barrio residencial, sin peatones y con muy pocos automóviles. Nadie lo había seguido, nadie lo conocía. Todo era paz.
Caminó una manzana y dobló a la derecha por la calle H. Una manzana más allá llegó a la intersección con la Nueve y el barrio dejó de ser residencial para hacerse portuario. La Calle H era ahora una arteria desierta y mal cuidada, las aceras de ladrillo estaban rotas y resultaban peligrosas. A la izquierda había una pequeña tienda de barcos en miniatura con cruceros expuestos en estanterías metálicas, unas cuantas casas rodantes estacionadas y apuntaladas, algunas vallas y el sonido de una perforadora eléctrica. Delante el rápido tránsito de la avenida Maine. Más allá las instalaciones de la Nash Marine Supplies y, al fondo, las aguas canalizadas del Potomac. A lo lejos, a la derecha, los puentes elevaban su permanente carga de tránsito. Al fondo, a la izquierda, aterrizaban y despegaban aviones en las pistas del National Airport.
El «Case’s Bar» estaba sobre la acera de recha de la calle H, frente a la tienda de barcos en miniatura. Un aparcamiento lo separaba del «Fagship Restaurant», situado en la esquina de la avenida Maine. Era un edificio cuadrado, de dos plantas, con paredes de ladrillo blanqueado y una cancela que sobresalía de la fachada. Las altas ventanas de la planta baja estaban defendidas por rejas y las del primer piso estaban clausuradas. Un gran cartel de neón rezaba: «The Original Case’s Bar and Restaurant», pero el cartel estaba apagado y el edificio parecía desierto; no obstante, la puerta-cancel permanecía entreabierta. Gorman sabía elegir los lugares, pensó Peter. Aquél era desolado y tenía un aire siniestro aun a las quince treinta horas. Le podían asaltar y despojar, o acechar y asesinar sin que nadie se preocupara.
Controló el estacionamiento que separaba los dos restaurantes, luego regresó a la desigual acera de ladrillo, abrió la puerta-cancel del «Case’s» y probó la puerta interior. Para su sorpresa, estaba abierta. Por un momento había creído que tendría que esperar al senador en el minúsculo hall formado por la puerta-cancel.
Al entrar se encontró en el salón comedor, al bar se llegaba pasando por una puerta a la izquierda. Las persianas estaban cerradas y la única luz provenía de una lámpara central y del cartel de neón rojo que decía «bar». Delante había una mesa de recepción, en aquel momento desierta, y el salón-comedor se prolongaba hacia la derecha. Las mesas, cubiertas por manteles blancos, parecían fantasmas en la oscuridad.
El bar estaba casi tan oscuro como el restaurante, pero por lo menos había algunos clientes. El mostrador se extendía sobre la pared opuesta a la puerta y, de pie junto a él, había tres individuos que parecían más bien vagabundos que marineros.
Mesas y sillas se alineaban a lo largo de la pared interior. También había un jukebox, que anunciaba cien melodías populares. Su resplandor fluorescente era la luz más brillante que había en el salón.
Peter se sentó en la segunda mesa, frente a la puerta. No le gustaba lo que veía. Los parroquianos tenían un aspecto siniestro, el encargado del bar lucía una barba de dos días y la rechoncha camarera, que se acercó a su mesa, tendría que haber lavado su delantal una semana antes. En ese ambiente, el senador Gorman y el pulcro Peter Congdon se destacarían como dos astronautas en un velatorio.
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