Hillary Waugh - Corra cuando diga ya
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– Pero, señor -dijo aterrado-, me ha interpretado mal. ¡Estoy tratando de llevarle al aeropuerto!
– Detrás de nosotros hay un automóvil, tesoro, y te lo vas a quitar de encima. ¿Entendido?
El taxista hizo un gesto afirmativo y tragó saliva.
– Porque si ese automóvil nos trae problemas -prosiguió Peter-, la primera bala de este revólver irá a parar a tus sesos.
– Pero oiga, señor. Le juro por mí…
Peter se echó a un lado para apartarse de la ventanilla trasera. Mantenía el revólver bajo, pero apuntando a la cabeza del conductor.
– Son amigos tuyos, no míos, muchacho.
Líbrate de ellos lo antes posible. Te conviene. Te lo digo yo.
– Yo no sé quiénes son, señor. Y con este tránsito no me puedo librar de nadie.
– Entonces yo te enseñaré a hacerlo. Sal de la fila y adelanta.
– ¡Que adelante! ¿En contra dirección?
– ¡MUEVETE!
El hombre puso el automóvil en movimiento y se abrió paso en dirección contraria. Un automóvil que avanzaba en dirección opuesta se desvió y tocó la bocina.
– Va a hacer que me detengan -gimió mientras avanzaba hacia la esquina. El automóvil negro había vacilado, pero ya comenzaba a seguirlos.
– Dobla a la derecha -ordenó Peter.
– El semáforo está en rojo.
– ¡DOBLA!
El taxi se mezcló con el tránsito de la Pennsylvania Avenue y pasó frente a las dos hileras de automóviles detenidos en la esquina. El automóvil negro se aproximaba a la bocacalle procurando acortar la distancia. Pero en ese momento las luces cambiaron. El taxi de Peter siguió por Pennsylvania, metiéndose en los carriles para autobuses y sorteando zonas de peatones. El automóvil negro quedó atascado en el centro de la calle 12, cuando las dos hileras de tránsito comenzaron a cruzar la bocacalle.
– Dobla aquí -ordeno Peter, y el taxi entró en una calle llena de automóviles estacionados y con un único carril para autobuses. Un cartel decía: «Sólo autobuses», pero no había ningún autobús y el camino estaba libre.
– Va a hacer que me quiten la licencia -gimió el taxista.
Peter no perdía de vista la ventanilla posterior, pero el automóvil negro no apareció.
– Sigue así -dijo-. Vas bien.
Doblaron por una callejuela que desembocaba en la 12. El automóvil negro no era visible desde esa esquina. Había logrado doblar.
– O.K., viejo -dijo Peter-. Los dos hemos tenido suerte. Dobla a la izquierda.'
El conductor obedeció al borde del llanto.
– Me va a hundir, señor. Me hace ir en contra dirección, cruzar con el semáforo en rojo, entrar en calles que no debo. ¿Y si nos hubiera detenido un policía?
– ¿Cómo va a detenernos un policía? No puede pisar el freno desde fuera, ¿no?
– Yo lo iba a llevar al aeropuerto.
– Y me vas a llevar. De eso puedes estar- seguro, crápula.
– ¡Ay, Dios mío! Nunca he hecho un viaje como éste.
– Claro. Creíste que era una presa fácil, ¿no? Y pasaste despacio a mi lado. ¿Y cómo me localizaron?
– Yo no sé de qué está hablando, señor.
– ¿Quién te hizo señas? ¿Alguien del bar? ¿El tipo con un barco de vela en la espalda?
– Pero, ¡señor, se lo juro!
– Bueno, basta. Ahora a obedecer todas las reglas del tráfico y a no dejar que tus amiguitos me vuelvan a seguir. Ya estás a salvo. No querrás complicar la situación, ¿verdad?
Lunes 16.50-20.25 horas
Peter no volvió a ver el automóvil negro. No les alcanzó y tampoco esperaba en el aeropuerto. Guardó el revólver cuando el taxi describió una curva frente al edificio y dejó de apuntar al conductor cuando éste detuvo la marcha.
– Muchacho -le dijo-: tengo tu nombre, tu dirección y tu número. Si hay más complicaciones te buscaré. Ahora te diré lo que vas a hacer. Vas a embragar y te vas a alejar y no vas a volver por aquí. ¡Vamos! Y mientras te alejas, puedes ir inventando una historia para contarles a tus amigos.
El conductor no discutió. Embragó y arrancó como un automóvil de carreras. Peter había ganado el primer round', pero eso no significaba que hubiera ganado la pelea.
Se presentó en el mostrador de la TWA, pidió una taza de café y un hot-dog en la cafetería de la terraza y pasó el resto del tiempo observando desde las cristaleras el gentío que se movía en la planta baja. No había podido ver bien el cuarteto del automóvil, pero ellos tampoco le habían podido ver bien a él. Por eso se dedicó a observar a la gente que miraba a su alrededor como buscando a alguien. No pudo localizar a ningún sospechoso.
El avión era un DC-9, al que se subía por una rampa cubierta. La clase turística, en la que Peter viajaba, estaba casi completa, y cuando el aparato despegó no había asientos desocupados en su fila. El hombre sentado junto a él tenía un aspecto perfectamente inocente, pero Peter no sacó el sobre del bolsillo y dedicó su atención al panorama nocturno de Washington desde el aire: el techo de vidrio del Lincoln Memorial, el resplandor naranja del monumento a Washington y del Capitolio, la densa y multicolor sábana de luces que se perdía en el horizonte; una trémula y danzante variedad de matices, dibujos y luminosidades que se desplazó lentamente por espacio de varios minutos, mientras el piloto mantuvo el aparato a 4.500 pies y voló bordeando la ciudad.
Luego comenzaron a aparecer parches de sombra, las luces se fueron haciendo más dispersas y la ciudad quedó atrás, mientras Peter se preguntaba cuándo volvería a verla. O si volvería a verla.
Tenía que ser el taxista, decidió. Había seguido a Gorman, y el automóvil negro con los cuatro hombres había estado preparado, a la espera de su llamada. ¿Y el hombre de la zamarra que entró en el bar? ¿Alguien le habría deslizado un billete de cinco dólares para que se cerciorara de lo que el senador estaba haciendo allí? ¿O se había limitado a seguir a la única persona decentemente vestida, aparte del senador?
Pero el verdadero culpable era Gorman. El, el experto en mafia, tan arrogantemente seguro de que no lo seguirían si no quería. Además había hecho otro cálculo equivocado. Había pensado que la mafia no se acercaría a Peter hasta que hubiera encontrado a la muchacha. ¡Para eso no necesitaban de su persona! Les bastaba con los papeles. Contando con los papeles, cualquiera podía hacerse pasar por Peter Congdon ante el tipo de la embajada y ante la muchacha escondida. El juego había comenzado en el instante en que Gorman le había pasado el sobre por debajo de la mesa, y era el paradero de Peter, no el de la muchacha, el que les interesaba por el momento.
Pero si la mafia lo estaba siguiendo, no se puso en evidencia en el aeropuerto Kennedy. Peter fue en autobús desde el campo de la TWA hasta la Pan American Airways y no encontró mafiosos en su camino. Nadie le dirigió siquiera una mirada insistente.
En la terminal de Pan Am siguió la misma táctica que en Washington. Se presentó en el mostrador de recepción, obtuvo los datos de su vuelo (asiento 6A; lugar de reunión: puerta 8, a partir de las veinte), y pasó los tres cuartos de hora restantes en la cafetería del primer piso, sentado junto a las cristaleras, bebiendo su café, fumando y observando la actividad que se desplegaba abajo.
Aquí tampoco ocurrió nada especial. Nadie pareció hacer averiguaciones fuera de lo común, nadie se destacó como algo digno de observación, ningún desconocido se dedicó a observar los rostros. Era una de tantas noches de otoño en la terminal aérea: el moderado movimiento de pasajeros de un período fuera de temporada, las llegadas y salidas en avión, que tan habituales se habían hecho durante la década de los sesenta.
Peter bajó poco antes de las ocho. Estaba desconcertado. No era posible que hubiera desorientado a sus perseguidores con tanta facilidad. No podían haber dado crédito a su casual alusión a San Francisco; máxime si se tenía en cuenta que el Dulles Airport era el punto de partida habitual para la costa occidental. No, la mafia tendría que haberle seguido, y le preocupaba el hecho de que pareciera que no lo habían hecho. Le preocupaba que las cosas resultaran en apariencia tan simples.
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