Hillary Waugh - Corra cuando diga ya
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La puerta 8 estaba al final de un gran corredor con paredes de cristal; un joven y una jovial azafata controlaban a los pasajeros, a medida que éstos iban desfilando junto al mostrador portátil. Tres personas se despedían de su familia cerca de la puerta, y unos niños pequeños contemplaban como hipnotizados el gigantesco Boeing 707, estacionado a escasa distancia.
Peter presentó sus papeles y subió a la sección delantera del avión, por una rampa cubierta.
El 707 era más grande que el DC-9 y en el compartimento correspondiente a la clase turística había tres asientos en fila a cada lado del pasillo.
Encontró el suyo: a la izquierda junto a la ventanilla, detrás del ala, la sexta fila a partir del fondo. En el compartimento sólo había otros dos pasajeros y sus asientos estaban muy lejos del suyo. Una azafata que recorría el pasillo le sonrió y él respondió a la sonrisa. ¿Y si, después de todo, el asunto fuera una falsa alarma? ¿No sería gracioso?
Afuera el tiempo ya no era el de Washington. Estaba nublado y frío y había empezado a llover. Peter echó una mirada por la ventanilla, graduó el asiento y sacó por primera vez el sobre del bolsillo.
El sobre era voluminoso y la solapa estaba bien pegada. Peter lo rasgó sin ceremonias. Dentro había otro sobre sellado, con su nombre, un lápiz, varias hojas de papel blanco y una página con un largo mensaje escrito a máquina:
PRMXN TBOUZ BVFCW SGBSY LKTZD CTTLZ HQSSY JLFIL JMQIN VXLSU JTCSD UQHDW KUHFE IHSUD EZ1IY GADWR CVUEK AYRRT HLBPR FNIYO KKQKKT FPTZT ATOFD SPAMV QGFTO ABFTO ABFNK TJLIS OHTRU SZNLE KLDOF KWYMU OHNSS RYTYO BBXBN SAGMU XDUCS OFRLW SLCUW CZNXB NTMLX LJWTU DGUDO AOYDX FNKEI GAMOB KJAKY IEGMO AWLZJ BEBGS ACTCX ADXTQ TEGZM LBUFR KMEDZ KQDAT QZMRI ENQV BJCUS CIFCL BOCUQ TQSLU BHTYA IOHOO JMGTB OBDXZ WRCXU EJHOY MLKTQ EZ1AN LCULZ PBYYV HSWCI JPVWP IWNLG NGCUL PIWEU VFUJC USCIF CLWWJ WUIOC OEDGY VKDXQ NTCAJ MQDBU HMISI VOZGG OGAB NKTJF HJCDW SIJUG ANEPQ HEOAH UVCOI EVKIT WDJDH FGOJV FSOPH ETJPS JMMZ.
Peter echó una ojeada sombría a la desalentadora extensión del mensaje. Gorman debería tomar lecciones con Brandt, quien -a pesar de la triquiñuela empleada para evitar repeticiones- insistía en que los mensajes cifrados debían ser lo más breves que admitiera la naturaleza de la información y que, en lo posible, no se repitiera en ellos ninguna palabra. Una simple ojeada bastaba para descubrir la repetición de secuencias KKQK seguidas por T, BBXB seguidas por N, WWJW con U y GGOGA. Uno podía adivinar que las KQK y las BXB y el resto eran palabras de tres letras precedidas y seguidas por X y que, en la clave, uno encontraría K y T, B y N, W y U, y F y A con cuatro espacios de separación. Eso no significaba, por supuesto, que se pudiera descifrar el mensaje, pero cuanto más largo y más repetitivo fuera, mayores oportunidades se estaban brindando a los interesados para que descubrieran el código. En cualquier caso le costaría un dolor de cabeza descifrarlo.
Dejó el mensaje sobre el maletín y abrió el sobre sellado. Dentro, en una hoja de papel con el membrete oficial de Gorman, se leía: «Señores, éste es el mensaje que deben comparar», seguido de la firma.
Peter guardó la hoja en el sobre tamaño oficio, recogió el mensaje y extrajo la clave del bolsillo. No había más remedio que descifrar el poco inteligente mensaje de Gorman y más le valía comenzar sin dilaciones.
Había anotado «INMEDIA» cuando apareció en su fila un tipo alto y robusto, que vestía pantalones oscuros, chaqueta gris a cuadros y camisa de seda amarilla, sin corbata. El recién llegado arrojó el abrigo sobre la rejilla portaequipajes y se sentó en el asiento exterior, junto al maletín de Peter. Tenía pelo rizado y entrecano, brillantes ojos oscuros y su prominente quijada estaba sombreada por un tinte azul-grisáceo, que hablaba de una barba renegrida. La solapa de su chaqueta lucía un clavel rojo. Parecía un cincuentón en buen estado físico.
– Siempre subiendo y bajando de aviones -dijo, y dedicó a Peter una sonrisa que dejó al descubierto un diente ennegrecido-. ¿Va a París o a Roma?
Ya habían entrado bastantes pasajeros en la clase turística, pero más de la mitad de los asientos permanecían desocupados y Peter tuvo la certeza de que el hombre se había sentado en un sitio que no le correspondía. No sabía cómo lo habían descubierto, pero estaba seguro de que el enemigo había vuelto al combate. Iba a comenzar el segundo round.
– A Roma -replicó Peter con tono áspero y frío, destinado a frenar cualquier intento de aproximación. Se volvió un poco hacia su rincón, para que el recién llegado no pudiera ver los papeles que tenía en la mano. ¿Una falsa alarma? En realidad nunca había llegado a creer que lo fuera.
Siguió descifrando el mensaje, sin dejar de vigilar de reojo el maletín y los pies del hombre. «TE» fueron las dos letras siguientes. Ya eran casi las veinte y veinticinco y era lógico suponer que todos los pasajeros estaban a bordo. Viajarían en un avión casi vacío. No eran más de veinte las personas distribuidas entre más de cien asientos que tenía la clase turística.
– Qué bonito maletín -dijo el hombre del diente negro-. Sí, señor, es uno de los maletines más bonitos que he visto en mi vida. ¿Lo compró en Nueva York?
– En Macy’s -respondió Peter sin levantar la vista.
– ¿En serio? ¿Sabe que me gustaría tener uno como éste? ¿Cuánto le costó?
– Un dólar noventa y ocho.
– ¿Sée?-el hombre lanzó una risita-. Me parece que me está tomando el pelo. Esto no puede haber costado un dólar con noventa y ocho centavos. Entiendo de cuero y sé distinguir la buena confección. Pero ¡mire, si hasta tiene un cierre de combinación! ¡Vaya novedad! Por lo visto lleva papeles muy importantes en ese maletín. ¿No?
– ¡Hágame el favor! -exclamó Peter ásperamente.
– Está bien. No fue mi intención molestarlo. Estaba tratando de mostrarme amable. Vamos a pasar un largo rato juntos. ¿Por qué no se quita la chaqueta? Yo se la colocaré sobre la rejilla.
Peter ignoró el ofrecimiento, pero comprendió muy bien qué perseguía. El hombre suponía que había un revólver bajo la chaqueta y estaba tanteando el terreno. Peter podía aparentar ignorancia respecto a aquel individuo, pero el hombre sabía que él estaba fingiendo. Era una confrontación, y aquel tipo buscaba los puntos débiles para delimitar sus posibles ventajas. Peter suponía que no le había seguido desde Washington; sin duda le habían avisado por teléfono a Nueva York que el alias «Desmond» había sido descubierto. Y aunque la Pan American no proporciona las listas de pasajeros, bastaba con hacerse pasar por «Desmond» para conseguir la información. Y ahora un hombre se ponía al descubierto y ponía al descubierto sus intenciones con el fin de probar a Peter. ¿Y cuántos más habría en el avión, que se mantenían en la sombra hasta conocer los resultados?
– ¿Qué está haciendo? ¿Una especie de acertijo o algo así?
Ahora el del diente negro se asomaba por encima del asiento que los separaba, tratando de espiar el trabajo de Peter. Había que agarrar el toro por los cuernos.
– Muchacho -le dijo-, si mete una vez más su nariz en mis asuntos se la voy a aplastar.
El rostro del hombre se hizo duro, y su voz, áspera y desagradable.
– Si cree que es lo bastante hombre para hacerlo, inténtelo; pero reserve primero su ataúd. Porque ahí va a terminar.
No se movió del asiento; sus ojos renegridos lanzaban destellos de amenaza y desafío.
Peter miró hacia el pasillo.
– Señorita -dijo a la azafata que se aproximaba-, ¿es éste el asiento que le corresponde a este hombre?
La muchacha se detuvo.
– ¿Me permite su billete, señor?
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