Hillary Waugh - Corra cuando diga ya

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Club DEL MISTERIO Nº 85

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– Lo lamento -dijo Peter en tono sarcástico-. Creí que me había elegido porque era soltero.

– Magnífico -la voz de Brandt sonaba igualmente sarcástica-. Ojalá su proceder fuera tan ingenioso como sus respuestas. Si tiene algo más que decir inclúyalo en el informe, y no se olvide que tiene que cifrarlo. Y espero tenerlo sobre mi escritorio el lunes por la mañana.

– «Roger», cambio y corto -dijo Peter, con algo más que un dejo de amargura en su voz.

Creía ser un buen agente de Brandt. Se consideraba uno de los mejores. Había creído que al elegirlo para una misión de tanta responsabilidad como ésta, el «viejo» había confirmado su punto de vista. No le gustaba que le pusieran como un trapo, pero reconocía que el «viejo» tenía cierta razón para estar descontento. Con todo, colgó enfurruñado. Su boca era una línea dura. ¡Mensajes cifrados y el Emerson Hotel! Le había gustado la atmósfera distinguida del Shoreham Hotel y le fastidiaba no poder regodearse en ella… ni moverse un poco por la ciudad. Había unas cuantas direcciones que le habría gustado controlar. Pero era evidente que Brandt se le había anticipado. La misión iba a ser peligrosa y tenía que estar dispuesto a enfrentar los peligros; pero justamente por eso se sentía con derecho a divertirse un poco antes de que el asunto comenzara. Comer, beber y pasarlo bien… sólo que Brandt no era gourmet, ni amigo de la diversión, y cuando se trataba de trabajo, no tenía sentido del humor.

El Emerson Hotel estaba a muy pocas manzanas de la estación, en las calles 1 y D, Noroeste. Era un edificio de proporciones modestas, de ladrillos vistos, pintados de amarillo. El nombre figuraba en una placa de bronce, junto a la puerta. Peter no entró directamente. Pasó de largo y entró en un estacionamiento situado unos metros más allá. Había un kiosco de diarios y revistas. Fumó un cigarrillo detrás del kiosco, cubriendo el resplandor de la brasa con la mano, y al ver que nadie se asomaba en su busca, decidió que podía entrar sin peligro en el hotel.

El vestíbulo era pequeño, con suelo de grandes mosaicos blancos y negros. Al fondo estaba la derecha de recepción, junto a la escalera. A la derecha, subiendo unos escalones, había una salita con sillones y sillas de cuero, en tonos de azul, oliva y anaranjado. A la izquierda, descendiendo otros escalones, una arcada se abría sobre el pequeño bar. El lugar era muy agradable para quien no hubiera entrado antes al Shoreham y no tuviera que cifrar un largo informe para Brandt. Para alguien en la situación de Peter, era un ambiente claramente depresivo.

En la mesa de recepción preguntó por una reserva a nombre de Horace Pepper [3] (El nombre había sido idea de Brandt, por supuesto, no suya. El «viejo» tenía cierto sentido del humor en esas cosas, si uno era capaz de apreciar ese tipo de ocurrencias.)

El empleado consultó y dijo que sí, que había una reserva hecha. ¿Míster Pepper quería habitación individual?

– Individual… lamentablemente.

– Con baño, televisión y aire acondicionado son ocho dólares por día.

– ¿Aire acondicionado? ¿Cuánto cuesta con calefacción? -preguntó Peter, con expresión avinagrada.

El empleado lanzó una risita.

– Hay calefacción y aire acondicionado en todas las habitaciones. Televisión también. Pero podemos retirar el televisor.

– Ni se le ocurra.

Peter llenó la ficha y le dieron la habitación número 12. El reloj que colgaba tras el mostrador señalaba las dieciocho treinta y cinco, cuando el conserje tocó la campanilla para llamar al botones.

– Quiero que me sirvan la cena en la habitación -dijo Peter.

– Sí, señor. Enviaré en seguida a alguien. ¿Algo más, señor?

– Sí. Una botella de whisky.

Domingo 9.30-11.35 horas

El domingo amaneció nublado y deprimente, y Peter Congdon durmió hasta tarde. Pidió que le sirvieran el desayuno en la habitación y que le llevaran todos los diarios dominicales de Washington. Después quitó el cartel de «No moleste» de su puerta, descolgó la camisa y los calcetines, que había lavado la noche anterior, lavó los calzoncillos con que había dormido y se dio una ducha. Brandt sostenía que un agente de viaje no debía ir cargado y que nadie necesitaba más de dos mudas de ropa, una puesta y otra en la maleta. Hasta había una hoja mimeografiada que se entregaba a los agentes que emprendían un viaje por razones de trabajo; allí se enumeraban los artículos que debían llevarse y los horarios de lavado de ropa, para tener siempre una apariencia pulcra. Peter había hecho una bola con la hoja y la había arrojado a la papelera. Brandt podía enseñarle a ser detective, pero no le iba a enseñar a ser limpio.

Se afeitó después de ducharse, colgó sus calzoncillos en el grifo de la bañera, y se secó y se puso la ropa, con excepción de la chaqueta. La chaqueta permanecía colgada en el armario, con la cartuchera y el revólver. El desayuno, junto con los diarios, apareció a las diez y media, cuando se estaba anudando la corbata. Se instaló, entonces, con su lectura, sus tostadas y su café.

Gorman había vuelto a primera plana, como él mismo predijera. El anuncio de que contaba con otro testigo otorgaba mayor crédito a su comisión investigadora y lo convertía en noticia. Con todo, los titulares que le habían dedicado no eran grandes. Ningún editor concedía a una investigación del Senado sobre actividades de la mafia la misma importancia que a la situación en Vietnam, los aumentos de impuestos o las demostraciones antibélicas. Tampoco se dejaban persuadir por Gorman de que la mafia estaba detrás de todo aquello.

Teniendo en cuenta todo eso, los esfuerzos de Gorman por filtrarse en la primera plana resultaban absurdos. Era un enano entre gigantes. Sin embargo, Gorman había llegado a la primera página, pensó Peter. Pocos meses atrás era un personaje desconocido. Era verdad que aún no podía competir con los grandes nombres de la política; aún no había alcanzado ese plano. Pero tenía algo de despiadado en su personalidad, que surgía más a las claras al observarlo de cerca, y que podía convertirle en algo temible si había puesto sus ojos en la Casa Blanca. Por supuesto, no para las elecciones del próximo año. Los grandes nombres ya estaban sobre el tapete y la batalla por la presidencia se libraría entre ellos. Pero, ¿y las elecciones siguientes? ¿Qué ocurriría dentro de cinco años? ¿Cuánto avanzaría Gorman en su camino, sobre todo si su nueva testigo le proporcionaba las bases? Otros políticos habían sido promovidos por una circunstancia favorable. No había por qué descartar a Gorman.

¿Quién iba a pensar cinco años antes que John F. Kennedy iba entrar en escena? ¿Cómo había entrado Warren Harding en la Casa Blanca? ¿No se podía haber predicho que eran quienes menos condiciones reunían para lograr el cargo? ¿Y el actual titular y posible aspirante al segundo período? ¿Había tenido, acaso, un primer período si JFK no lo hubiera utilizado para promover su propia campaña? ¿Y quién se hubiera imaginado, un año antes de que ocurriera, que Truman iba a llegar donde llegó? Quizá sucediera lo mismo con Gorman… siempre que él, que Peter Congdon, trajera a la testigo sana y salva a Estados Unidos…

Peter terminó de beber su café, de pie ante la ventana. Hacia la derecha se veía la estación; a la izquierda, el Capitolio; tierra, césped y árboles al frente, y un ligero tránsito dominical en las calles visibles. Era un tranquilo domingo de noviembre en la capital de Estados Unidos, pero podría haber sido una ciudad cualquiera del territorio estadounidense a juzgar por las apariencias. La gente parecía preocupada por sus propios problemas, descansando en su día libre, interesada por sus asuntos familiares.

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