– Tengo una curiosidad, Fazio. ¿Le han encontrado dinero encima?
– ¡Por supuesto! Tres millones de liras contantes y sonantes y un cheque por valor de dos millones.
– Muy bien, así la señora Sanfilippo no tendrá que endeudarse para pagar el entierro. ¿De quién era el cheque?
– De la empresa Manzo de Montelusa.
– Intenta averiguar por qué se lo dieron.
– De acuerdo. En cuanto a los señores Griffo…
– Fíjate en esto -lo interrumpió el comisario-. Ésta es una lista de personas que saben algo acerca de los Griffo.
El primer nombre de la lista era Saverio Cusumano.
– Buenos días, señor Cusumano. Soy el comisario Montalbano.
– ¿Y qué quiere usted de mí?
– ¿No fue usted quien llamó a la televisión cuando vio la fotografía de los señores Griffo?
– Sí, señor. Fui yo. Pero ¿a usted qué le importa?
– Nosotros nos estamos encargando de este asunto.
– ¿Y eso quién lo ha dicho? Yo sólo hablo con el hijo, Davide. Buenos días.
Tan jubiloso principio a buen fin conduce, tal como decía Matteo Maria Boiardo. El segundo nombre era Gaspare Belluzzo.
– ¿El señor Belluzzo? Soy el comisario Montalbano. Usted llamó a Retelibera a propósito de los señores Griffo.
– Es cierto. El domingo pasado mi señora y yo los vimos, estaban con nosotros en el autocar.
– ¿Adónde iban?
– Al santuario de la Virgen de Tindari.
«Tindari, conozco tu mansedumbre…», los versos de Quasimodo le sonaron en la cabeza.
– ¿Y qué iban a hacer allí?
– Una excursión. Organizada por la empresa Malaspina, de aquí. Mi señora y yo hicimos otra el año pasado a San Calogero de Fiacca.
– Dígame una cosa, ¿recuerda los nombres de otros participantes?
– Por supuesto: los señores Bufalotta, los Contino, los Dominedò, los Raccuglia… Éramos unos cuarenta.
El señor Bufalotta y el señor Contino figuraban en la lista de los que habían telefoneado.
– Una última pregunta, señor Belluzzo. Usted, cuando regresaron a Vigàta, ¿vio a los Griffo?
– Honradamente, no se lo puedo decir. Verá, comisario, ya era tarde, eran las once de la noche, estaba oscuro, todos estábamos cansados…
* * *
Era inútil perder el tiempo con otras llamadas. Le dijo a Fazio que acudiera a su despacho.
– Mira, todas estas personas participaron el domingo pasado en una excursión a Tindari. Estaban los Griffo. La excursión la organizó la empresa Malaspina.
– La conozco.
– Muy bien. Pues vas allí y les pides la lista completa. Después llama a todos los que fueron a la excursión. Los quiero en la comisaría mañana por la mañana a las nueve.
– ¿Y dónde los metemos?
– Me importa un carajo. Tened preparado un hospital de campaña. Porque el más jovencito de ellos tendrá como mínimo sesenta y cinco años. Otra cosa: que el señor Malaspina te diga quién fue el conductor del autocar aquel domingo. Si está en Vigàta y no se encuentra de servicio, lo quiero aquí dentro de una hora.
Catarella, con los ojos todavía más enrojecidos y los cabellos tan de punta que parecía un loco de manual de psiquiatría, se presentó con un grueso fajo de papeles bajo el brazo.
– ¡Lo he impreso todo pero lo que se dice todo, dottori !
– Muy bien, déjalo aquí y vete a dormir. Nos veremos a última hora de la tarde.
– Como usted mande, dottori.
¡Virgen santa! ¡Ahora tenía en la mesa un mamotreto de seiscientas páginas como mínimo!
Entró Mimì con una pinta tan radiante que Montalbano experimentó un acceso de celos, y recordó inmediatamente su pequeña trifulca telefónica con Livia. Su rostro se ensombreció.
– Oye, Mimì, a propósito de aquella Rebeca…
– ¿Qué Rebeca?
– Tu novia, ¿no? Esa con quien te quieres maridar, no desposar como has dicho tú…
– Es lo mismo.
– No, no es lo mismo, créeme. Bien, pues a propósito de Rebeca…
– Se llama Rachele.
– Bueno, como se llame. Me parece recordar que me dijiste que era inspectora de policía y que trabajaba en Pavía. ¿Es así?
– Es así.
– ¿Ha pedido el traslado?
– ¿Y por qué habría tenido que hacerlo?
– Mimì, trata de razonar. ¿Qué vais a hacer cuando os caséis? ¿Seguir tú en Vigàta y Rebeca en Pavía?
– ¡Y dale, qué pesadez! Se llama Rachele. No, no ha presentado la solicitud de traslado. Sería prematuro.
– Pero antes o después lo tendrá que hacer.
– No creo que lo haga.
– ¿Por qué?
– Porque hemos decidido que la solicitud de traslado la presentaré yo.
Los ojos de Montalbano se transformaron en los de una serpiente: inmóviles y más fríos que el hielo.
«Ahora le saldrá de la boca una lengua bífida», pensó Augello, empapado de sudor.
– Mimì, eres un mariconazo. Anoche, cuando fuiste a verme, era sólo para contarme de la misa la media. Me hablaste de la boda, pero no del traslado, que para mí es lo más importante. Y tú lo sabes muy bien.
– ¡Te juro que te lo habría dicho, Salvo! De no haber sido por tu reacción, que me trastornó…
– Mimì, mírame a los ojos y dime toda la verdad: ¿ya has presentado la solicitud de traslado?
– Sí, la presenté, pero…
– ¿Y qué dijo Bonetti-Alderighi?
– Que eso exigiría un poco de tiempo. Y dijo también que… Nada.
– Habla.
– Dijo que se alegraba. Que ya había llegado la hora de que aquella camarilla de mafiosos que era la comisaría de Vigàta, fueron sus palabras textuales, empezara a disgregarse.
– ¿Y tú…?
– Bueno…
– Vamos, no te hagas de rogar.
– Retiré la solicitud que había dejado en su escritorio. Le dije que quería pensarlo.
Montalbano permaneció un buen rato en silencio. Mimì parecía recién salidito de la ducha. Después el comisario le señaló el mamotreto que le había entregado Catarella.
– Esto es todo lo que había en el ordenador de Nenè Sanfilippo. Una novela y muchas cartas, digamos de amor. ¿Quién más indicado que tú para leer todo eso?
Fazio lo llamó para comunicarle el nombre del chófer que había conducido el autocar de Vigàta a Tindari, tanto a la ida como a la vuelta: se llamaba Filippo Tortorici, hijo del difunto Gioacchino y de… Se detuvo a tiempo, pues incluso a través del teléfono había percibido el creciente nerviosismo del comisario. Añadió que el conductor se encontraba de servicio, pero que el señor Malaspina, con quien estaba elaborando la lista de los participantes en la excursión, le había asegurado que lo enviaría a la comisaría en cuanto regresara, sobre las tres de la tarde. Montalbano consultó el reloj: tenía dos horas libres.
Se dirigió automáticamente a la trattoria San Calogero. El propietario le colocó delante unos entremeses de marisco y, de repente, el comisario sintió una especie de tenazas que le cerraban la boca del estómago. Comer le resultaba imposible; es más, la contemplación de los chipirones, los pulpitos y las almejas le daba náuseas. Se levantó de golpe.
Calogero, el camarero y propietario, se le acercó, alarmado.
– Dottore, ¿qué ocurre?
– Nada, Calò, se me han pasado las ganas de comer.
– No les haga un desprecio a estos entremeses, ¡todo es fresquísimo!
– Lo sé. Y les pido perdón.
– ¿No se encuentra bien?
Se le ocurrió una excusa.
– Pues no sé qué decirte; siento escalofríos, a lo mejor estoy a punto de pillar la gripe.
Salió, esta vez sabiendo muy bien adónde tenía que ir: al pie del faro, a sentarse en aquella roca plana que se había convertido en algo así como la roca del llanto. Se había sentado en ella también la víspera, cuando se le había metido en la cabeza aquel compañero suyo del 68, ¿cómo se llamaba?, ya ni se acordaba. La roca del llanto. Y allí había llorado en serio, un llanto liberador, cuando se enteró de que su padre se estaba muriendo. Ahora regresaba a aquel lugar por culpa del anuncio de un final, por el que no derramaría lágrimas, pero que le dolía profundamente. Un final, sí, no exageraba. No importaba que Mimì hubiera retirado la solicitud de traslado, el caso era que la había presentado.
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