Andrea Camilleri - La Excursión A Tindari

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Poseedor de las mejores virtudes del hombre mediterráneo, el comisario Montalbano ha sabido ganarse la simpatía de numerosos lectores con su especial sabiduría para disfrutar de los pequeños placeres y sobrellevar con elegancia el paso del tiempo, sin dejar de lado esa aguda percepción de la realidad, aderezada con la dosis exacta de cinismo, que le permite revelar la cara oculta de las cosas. Toda una filosofía de vida que Andrea Camilleri ha llevado a su máxima expresión con esta novela del inefable inspector siciliano. Nos reencontramos así con los entrañables personajes que pueblan la imaginaria localidad de Vigàta, en Sicilia: desde Livia, la novia genovesa de Montalbano, hasta Ingrid, su sensual amiga sueca, pasando por el voluntarioso Catarella y Mimì Augello, el fiel subcomisario. En esta ocasión, sin embargo, el inspector tiene que emplearse a fondo para resolver dos casos que parecen no tener nada en común: el asesinato de un joven y la desaparición de un matrimonio de ancianos durante una excursión a Tindari. Tras profundas reflexiones bajo un añoso árbol, descubre la pista que lo conducirá hasta una siniestra organización con la que más le valdría no haberse topado.

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Sin contestar, Mimì empezó a resbalar hacia el suelo con la espalda pegada a la pared. Ahora se estaba sujetando el vientre con ambas manos como si experimentara un dolor insoportable. Las lágrimas le brotaron de los ojos y empezaron a deslizarse a ambos lados de la nariz. El comisario se aterrorizó. ¿Qué hacer? ¿Llamar a un médico? ¿A quién podía despertar a aquella hora? Entre tanto, Mimì se había levantado de golpe, había saltado al otro lado de la barandilla, había recogido de la arena la botella todavía intacta y estaba bebiendo a morro. Montalbano se quedó de piedra. Después experimentó un sobresalto al oír que Augello se había puesto a ladrar. No, no ladraba. Se reía. Pero ¿por qué coño se reía? Al final, Mimì consiguió hablar.

– ¡He dicho desposar, Salvo, no disparar!

De repente, el comisario se sintió a la vez aliviado y enfurecido. Entró en la casa, fue al cuarto de baño, puso la cabeza bajo el agua fría y se quedó un buen rato allí. Cuando regresó a la galería, Augello se había vuelto a sentar. Montalbano le quitó la botella de la mano, se la acercó a la boca y apuró su contenido.

– Voy por otra.

Regresó con una botella entera sin abrir.

– ¿Sabes, Salvo?, cuando has reaccionado de aquella manera, me has dado un susto del carajo. ¡He pensado que eras marica y estabas enamorado de mí!

– Háblame de la chica -dijo Montalbano.

Se llamaba Rachele Zummo. La había conocido en Fela, en casa de unos amigos. Estaba allí para ver a sus padres, pero trabajaba en Pavía.

– ¿Y qué hace en Pavía?

– Te vas a partir de risa, Salvo. ¡Es inspectora de policía!

Se rieron de buena gana. Y se pasaron otras dos horas riéndose hasta que se terminaron la botella.

– ¿Livia? Soy Salvo, ¿estabas durmiendo?

– Claro que estaba durmiendo. ¿Qué ha pasado?

– Nada. Quería…

– ¿Cómo que nada? Pero ¿sabes qué hora es? ¡Las dos!

– Ah, ¿sí? Perdona. No creía que fuera tan tarde… tan pronto. Bueno, no, nada, era una tontería, te lo aseguro.

– Pues me lo vas a decir, aunque sea una tontería.

– Mimì Augello me ha dicho que se quiere casar.

– ¡Vaya una novedad! A mí me lo dijo hace tres meses, y me pidió que no te contara nada.

Pausa muy larga.

– Salvo, ¿estás ahí?

– Sí, estoy. ¿O sea que tú y el señor Augello os hacéis pequeñas confidencias y a mí me mantenéis al margen de todo?

– ¡Vamos, Salvo!

– ¡Pues no, Livia, permíteme que me cabree!

– ¡Y tú permítemelo también a mí!

– ¿Por qué?

– Porque llamas tontería a una boda. ¡Cabrón! Más bien deberías imitar el ejemplo de Mimì. ¡Buenas noches!

Se despertó sobre las seis de la mañana con la boca pastosa y la cabeza ligeramente dolorida. Intentó volver a dormirse tras haberse bebido media botella de agua helada. Nada.

¿Qué hacer? El problema se lo resolvió el timbre del teléfono.

¿A aquella hora? Igual era el imbécil de Mimì para decirle que se le habían pasado las ganas de casarse. Se dio un manotazo en la frente. ¡Así había surgido el equívoco de la víspera! Augello le había dicho «he decidido desposarme» y él había entendido «he decidido dispararme». ¡Claro! ¿Desde cuándo se desposa la gente en Sicilia? Menuda palabreja. En Sicilia la gente se marida. Las mujeres, cuando dicen «me quiero maridar», pretenden decir «quiero tener un marido»; y los hombres, cuando dicen lo mismo, pretenden decir «quiero convertirme en marido». Cogió el teléfono.

– ¿Has cambiado de idea?

– No, dottore, no he cambiado de idea, sería difícil que cambiara. ¿A qué idea se refiere?

– Perdona, Fazio, creía que era otra persona. ¿Qué hay?

– Disculpe que lo despierte a esta hora, pero…

– ¿Pero?

– No conseguimos encontrar a Catarella. No ha aparecido desde ayer por la tarde; se fue de la comisaría sin decir adónde iba y ya no lo hemos vuelto a ver. Hasta hemos preguntado en los hospitales de Montelusa…

Fazio seguía hablando, pero el comisario ya no lo escuchaba. ¡Catarella! ¡Se había olvidado totalmente de él!

– Perdóname, Fazio, perdonadme todos. Se fue a hacer una cosa que yo le encargué, y no os avisé. No os preocupéis.

Oyó con toda claridad el suspiro de alivio de Fazio.

Tardó unos veinte minutos en ducharse, afeitarse y vestirse. Se sentía hecho polvo. Cuando llegó a Via Cavour 44, la portera estaba barriendo la acera delante del portal. Estaba tan reseca que prácticamente no había ninguna diferencia entre ella y el palo de la escoba. ¿A quién se parecía? Ah, sí, a Olivia, la novia de Popeye. Cogió el ascensor, subió al tercer piso y abrió con la ganzúa la puerta del apartamento de Nenè Sanfilippo. Dentro, la luz estaba encendida. Catarella permanecía sentado al ordenador, en mangas de camisa. En cuanto vio entrar a su jefe, se levantó de golpe, se puso la chaqueta y se arregló el nudo de la corbata. No se había afeitado y tenía los ojos enrojecidos.

– ¡A sus órdenes, señor comisario!

– ¿Aún estás aquí?

– Ya estoy terminando, dottori. Me quedan un par de horas.

– ¿Encontraste algo?

– Disculpe, dottori, ¿usted quiere que le hable con palabras técnicas o con palabras sencillas?

– Sencillísimas, Catarè.

– Pues entonces le diré que en este ordenador no hay una mierda.

– ¿En qué sentido?

– En el sentido que ahora mismo acabo de decirle, señor comisario. No está conectado a Internet. Aquí dentro él tiene una cosa que estaba escribiendo…

– ¿Qué cosa?

– A mí me parece un libro novela, dottori.

– ¿Y qué más?

– Además, copias de todas las cartas que ha escrito y que ha recibido. Que son muchas.

– ¿De negocios?

– Qué negocios ni qué niño muerto, dottori. Son cartas de polvos.

– No entiendo.

Catarella se ruborizó.

– Son cartas, ¿cómo diría?, de amor, pero…

– Ah, ya sé. ¿Y en aquellos disquetes?

– Guarrerías, señor comisario. Hombres con mujeres, hombres con hombres, mujeres con mujeres, mujeres con animales…

La cara de Catarella parecía estar a punto de arder.

– Bueno, Catarè. Imprímelo.

– ¿Todo? Mujeres con hombres, hombres con hombres…

Montalbano interrumpió la letanía.

– Quería decir el libro novela y las cartas. Pero ahora vamos a hacer una cosa. Baja conmigo al bar, te tomas un café con leche y unos cruasanes, y después yo te acompaño otra vez aquí.

En cuanto entró en el despacho, se presentó Imbrò, el encargado de la centralita en ausencia de Catarella.

– Comisario, me han llamado desde Retelibera con una lista de nombres y de números de teléfono de personas que se han puesto en contacto tras haber visto la fotografía de los Griffo. Los tengo todos escritos aquí.

Unos quince nombres. A primera vista, los teléfonos eran de Vigàta. Lo cual significaba que los Griffo no eran tan evanescentes como había parecido al principio. Entró Fazio.

– ¡Virgen santa, el susto que nos hemos pegado cuando no encontrábamos a Catarella! No sabíamos que se le había encomendado una misión secreta. ¿Sabe qué apodo le ha puesto Galluzzo? El agente 000.

– Dejaos de guasas. ¿Tienes noticias?

– He ido a ver a la madre de Sanfilippo. La pobre señora no sabe absolutamente nada de lo que hacía el hijo. Me ha dicho que, a los dieciocho años, gracias a su afición a los ordenadores, había conseguido un trabajo en Montelusa. Ganaba un buen dinerillo y, con la pensión de la señora, vivían sin estrecheces. Pero, de repente, Nenè dejó el trabajo, cambió de carácter y se fue a vivir solo. Tenía mucho dinero, pero a su madre la dejaba ir por ahí con los zapatos rotos.

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