Andrea Camilleri - La Excursión A Tindari

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Poseedor de las mejores virtudes del hombre mediterráneo, el comisario Montalbano ha sabido ganarse la simpatía de numerosos lectores con su especial sabiduría para disfrutar de los pequeños placeres y sobrellevar con elegancia el paso del tiempo, sin dejar de lado esa aguda percepción de la realidad, aderezada con la dosis exacta de cinismo, que le permite revelar la cara oculta de las cosas. Toda una filosofía de vida que Andrea Camilleri ha llevado a su máxima expresión con esta novela del inefable inspector siciliano. Nos reencontramos así con los entrañables personajes que pueblan la imaginaria localidad de Vigàta, en Sicilia: desde Livia, la novia genovesa de Montalbano, hasta Ingrid, su sensual amiga sueca, pasando por el voluntarioso Catarella y Mimì Augello, el fiel subcomisario. En esta ocasión, sin embargo, el inspector tiene que emplearse a fondo para resolver dos casos que parecen no tener nada en común: el asesinato de un joven y la desaparición de un matrimonio de ancianos durante una excursión a Tindari. Tras profundas reflexiones bajo un añoso árbol, descubre la pista que lo conducirá hasta una siniestra organización con la que más le valdría no haberse topado.

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Mientras lo decía miró de soslayo a sus padres, lanzando un suspiro. No, ella no gozaba de libertad, por desgracia. De lo contrario, hubiera sido capaz de dar ciento y raya al difunto Nenè Sanfilippo.

Tercera planta, puerta 15. Doctor Assunto Ernesto, médico odontólogo.

– Comisario, esto es sólo mi consulta. Yo vivo en Montelusa y aquí sólo vengo de día. Lo único que puedo decirle es que una vez me tropecé con el señor Griffo con la cara deformada a causa de un flemón. Le pregunté si tenía dentista y me dijo que no. Entonces le aconsejé que se pasara un momento por aquí, por mi consulta. A cambio, recibí una tajante respuesta negativa. En cuanto a ese Sanfilippo, ¿quiere que le diga una cosa? Jamás lo vi, ni siquiera sé qué pinta tenía.

Empezó a subir el tramo de escalera que conducía al piso de arriba, y le dio por mirar el reloj. Ya era la una y media, y, dada la hora, por un reflejo condicionado, le entró un voraz apetito. Oyó el ruido del ascensor, que subía. Decidió resistir heroicamente el apetito y seguir con las preguntas, pues a aquella hora era más fácil encontrar a los inquilinos en casa. Delante de la puerta 16 vio a un hombre grueso y calvo que sostenía una deformada bolsa negra en una mano mientras con la otra trataba de introducir la llave en la cerradura. El hombre vio al comisario detenerse a su espalda.

– ¿Me busca a mí?

– Sí, señor…

– Mistretta. Y usted, ¿quién es?

– Soy el comisario Montalbano.

– ¿Y qué quiere?

– Hacerle unas cuantas preguntas acerca del joven asesinado esta noche.

– Sí, lo sé, la portera me lo ha contado todo cuando he salido para ir al despacho. Trabajo en la cementera.

– … y acerca de los señores Griffo.

– ¿Por qué, qué han hecho los Griffo?

– Han desaparecido.

El señor Mistretta abrió la puerta y se apartó a un lado.

– Pase.

Montalbano se adelantó un paso y se encontró en un apartamento en el que reinaba un desorden absoluto. Dos calcetines sucios y desparejados sobre la mesita del recibidor. El hombre lo hizo pasar a un saloncito que debía de haber sido una sala de estar. Periódicos, platos sucios, vasos empañados, ropa lavada y sin lavar, ceniceros llenos de ceniza y colillas.

– Está todo un poco desordenado -reconoció el señor Mistretta-, pero es que mi mujer está en Caltanissetta desde hace dos meses, atendiendo a su madre, que está enferma.

Sacó de la bolsa negra una lata de atún, un limón y una barra de pan. Abrió la lata y echó su contenido en el primer plato que le vino a mano. Apartando a un lado unos calzoncillos, cogió un tenedor y un cuchillo. Cortó el limón y lo exprimió sobre el atún.

– ¿Usted gusta? Mire, comisario, no le quiero hacer perder el tiempo. Tenía intención de entretenerlo aquí un ratito sólo para que me hiciera un poco de compañía. Pero después he pensado que sería injusto. A los Griffo los veía alguna que otra vez. Pero ni siquiera nos saludábamos. Al joven asesinado jamás lo vi.

– Gracias. Buenos días -dijo el comisario, levantándose.

A pesar de toda aquella suciedad, el hecho de ver comer a alguien le había redoblado el apetito.

Cuarta planta. Junto a la puerta del apartamento 18 vio una placa bajo el timbre: «Guido y Gina de Dominicis.» Llamó al timbre.

– ¿Quién es? -preguntó una voz infantil.

¿Qué responder a un niño?

– Soy un amigo de tu papá.

Se abrió la puerta y apareció ante los ojos del comisario un chiquillo de unos ocho años y con pinta de espabilado.

– ¿Está papá? ¿O mamá?

– No, pero vuelven enseguida.

– ¿Cómo te llamas?

– Pasqualino. ¿Y tú?

– Salvo.

En aquel momento Montalbano tuvo la certeza de que el olor que salía del apartamento era de quemado.

– ¿Qué es este olor?

– Nada. Le he pegado fuego a la casa.

El comisario se disparó de golpe, asustando a Pasqualino. A través de una puerta salía un humo muy negro. Era el dormitorio, en el que una cuarta parte de la cama de matrimonio estaba ardiendo. Se quitó la chaqueta, vio una manta de lana doblada sobre una silla, la desdobló y la arrojó sobre las llamas, dando fuertes manotazos. Una perversa y pequeña lengua de fuego se le comió medio puño de la camisa.

– Si tú me apagas el fuego, yo lo enciendo en otro sitio -dijo Pasqualino, blandiendo con gesto amenazador una caja de cerillas de cocina.

¡Qué listo era aquel diablillo! ¿Qué tenía que hacer? ¿Desarmarlo o seguir apagando el incendio? Optó por hacer de bombero, y siguió quemándose. Sin embargo, un estridente grito femenino lo dejó paralizado.

– ¡Guidooooooooooo!

Una joven rubia con los ojos enormemente abiertos estaba a punto de desmayarse. Montalbano no había tenido tiempo ni de abrir la boca cuando al lado de la mujer apareció un joven con gafas, de anchas espaldas, una especie de Clark Kent, el que después se transforma en Superman. Sin decir ni una sola palabra, Superman, con un gesto de suprema elegancia, se abrió la chaqueta. Y el comisario se vio apuntado por una pistola que le pareció un cañón.

– Manos arriba.

Montalbano obedeció.

– ¡Es un pirómano! ¡Es un pirómano! -balbucía entre lágrimas la joven, abrazando con fuerza a su hijito, a su angelito.

– ¿Sabes, mami? ¡Me ha dicho que quería pegar fuego a toda la casa!

Tardaron algo así como media hora en aclarar el asunto. Montalbano se enteró de que el hombre era cajero de un banco y que por eso iba por ahí armado. Y que la señora Gina se había retrasado porque había ido al médico.

– Pasqualino tendrá un hermano -confesó la señora, bajando púdicamente los ojos.

Con el ruido de fondo de los gritos y el llanto del chiquillo, que había recibido una buena zurra en el trasero y había sido encerrado en una habitación a oscuras, Montalbano averiguó que los señores Griffo, incluso cuando estaban en casa, era como si no estuvieran.

– Ni siquiera un ataque de tos, qué sé yo, algo que cayera al suelo, una palabra pronunciada un poquito más alto. ¡Nada!

En cuanto a Nenè Sanfilippo, el matrimonio De Dominios ignoraba incluso que el asesinado viviera en su mismo edificio.

Tres

La última estación del vía crucis era el apartamento 19 del cuarto piso. Abogado Leone Guarnotta.

Por debajo de la puerta se filtraba un aroma de ragú que a Montalbano le quitó el sentido.

– Usted es el comisario Montaperto -dijo la enorme cincuentona que le abrió la puerta.

– Montalbano.

– ¡Yo me confundo con los nombres, pero si veo una cara en la televisión, aunque sólo sea una vez, ya nunca la olvido!

– ¿Quién es? -preguntó una voz masculina desde dentro.

– Es el comisario, Leò. Pase, pase.

Mientras Montalbano entraba, apareció un enjuto sexagenario con una servilleta remetida en el cuello de la camisa.

– Guarnotta, encantado. Pase. Estábamos a punto de sentarnos a comer. Acompáñeme al salón.

– ¡Déjate de salones! -terció la mujerona-. Si pierdes el tiempo con chácharas, la pasta se pega. ¿Usted ha comido, señor comisario?

– La verdad es que todavía no -contestó Montalbano, sintiendo que su corazón se abría a la esperanza.

– Pues entonces, todo arreglado, se sienta con nosotros y se come un plato de pasta. Así hablaremos todos mejor -concluyó la señora Guarnotta.

La pasta se había escurrido en el momento adecuado («saber cuándo llega el momento de escurrir la pasta es un arte», le había dicho un día su asistenta, Adelina), y la carne en salsa era tierna y sabrosa.

Pero, aparte de llenarse la barriga, el comisario no consiguió llegar a ninguna parte en su investigación. Había dado otro palo de ciego.

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