Andrea Camilleri - La Excursión A Tindari

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Poseedor de las mejores virtudes del hombre mediterráneo, el comisario Montalbano ha sabido ganarse la simpatía de numerosos lectores con su especial sabiduría para disfrutar de los pequeños placeres y sobrellevar con elegancia el paso del tiempo, sin dejar de lado esa aguda percepción de la realidad, aderezada con la dosis exacta de cinismo, que le permite revelar la cara oculta de las cosas. Toda una filosofía de vida que Andrea Camilleri ha llevado a su máxima expresión con esta novela del inefable inspector siciliano. Nos reencontramos así con los entrañables personajes que pueblan la imaginaria localidad de Vigàta, en Sicilia: desde Livia, la novia genovesa de Montalbano, hasta Ingrid, su sensual amiga sueca, pasando por el voluntarioso Catarella y Mimì Augello, el fiel subcomisario. En esta ocasión, sin embargo, el inspector tiene que emplearse a fondo para resolver dos casos que parecen no tener nada en común: el asesinato de un joven y la desaparición de un matrimonio de ancianos durante una excursión a Tindari. Tras profundas reflexiones bajo un añoso árbol, descubre la pista que lo conducirá hasta una siniestra organización con la que más le valdría no haberse topado.

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– Montalbano, se lo digo de una vez por todas con ocasión de la llegada del nuevo jefe de la Brigada Móvil, el señor Ernesto Gribaudo. Usted deberá ejercer funciones de apoyo. Su comisaría sólo se encargará de los asuntos sin importancia, y dejará que de los importantes se encargue la Móvil en la persona del señor Gribaudo o del subjefe de la brigada.

Ernesto Gribaudo. Legendario. Una vez, tras haber examinado el tórax de un hombre asesinado con una ráfaga de kalashnikov, había sentenciado que el tipo había muerto a causa de doce puñaladas asestadas en rápida sucesión.

– Perdone, señor jefe superior, ¿me podría dar algún ejemplo concreto?

Luca Bonetti-Alderighi se había llenado de orgullo y satisfacción. Montalbano permanecía de pie delante de él al otro lado del escritorio, ligeramente inclinado hacia delante y con una humilde sonrisa en los labios. Por si fuera poco, el tono de su voz había sido casi implorante. ¡Lo tenía en un puño!

– Explíquese mejor, Montalbano. No he entendido qué ejemplos quiere usted.

– Quisiera saber qué asuntos tengo que considerar sin importancia y qué otros importantes.

Montalbano también se había felicitado por su actuación: la imitación del inmortal personaje de Fantozzi del actor cómico Paolo Villaggio le estaba saliendo de maravilla.

– ¡Qué pregunta, Montalbano! Pequeños hurtos, peleas, trapicheo de poca monta, reyertas, control de extracomunitarios, ésos son los asuntos sin importancia. El homicidio no, eso es un asunto importante.

– ¿Me permite tomar apuntes? -preguntó Montalbano, sacándose del bolsillo un trozo de papel y un bolígrafo.

El jefe superior lo miró, perplejo. Y, por un instante, el comisario se asustó: a lo mejor se le había ido la mano en la tomadura de pelo y el otro se había dado cuenta. Pero no. El jefe superior hizo una mueca de desprecio.

– Faltaría más.

Y ahora Lattes remacharía las órdenes tajantes del jefe superior. Un homicidio no entraba en sus atribuciones, era asunto de la Brigada Móvil. Marcó el número del jefe del gabinete.

– ¡Montalbano queridísimo! ¿Cómo está? ¿Cómo está? ¿Qué tal la familia?

¿Qué familia? Era huérfano, y ni siquiera estaba casado.

– Todos muy bien, gracias, señor Lattes. ¿Y la suya?

– Todos bien, gracias a la Virgen. Oiga, Montalbano, en cuanto al homicidio que ha habido esta noche en Vigàta, el señor jefe superior…

– Ya lo sé, señor Lattes. No tengo que ocuparme del asunto.

– ¡No, por Dios! ¿Qué dice? Yo lo he llamado precisamente porque el señor jefe superior desea, por el contrario, que se encargue usted de él.

Montalbano estuvo a punto de desmayarse. ¿Qué significaba todo aquello?

Ni siquiera conocía la identidad del muerto. ¿A que ahora resultaría que el chaval asesinado era hijo de algún personaje importante? ¿Acaso le estaban endilgando un engorro monumental? ¿No una patata caliente sino un tizón ardiendo?

– Disculpe, dottore Lattes. Yo me he personado en el lugar de los hechos, pero no he iniciado la investigación. Como usted comprenderá, no quería inmiscuirme en algo que no me compete.

– ¡Lo comprendo muy bien, Montalbano! ¡Gracias a la Virgen, en nuestra Jefatura nos tratamos con personas de exquisita sensibilidad!

– ¿Por qué no se encarga del asunto el señor Gribaudo?

– ¿No lo sabe?

– No sé absolutamente nada.

– Verá, el señor Gribaudo tuvo que irse la semana pasada a Beirut para asistir a una importante reunión sobre…

– Lo sé. ¿Se ha tenido que quedar en Beirut?

– No, no, ya ha regresado, pero, nada más llegar, sufrió una grave disentería. Temíamos que se tratara de una variedad de cólera, ya sabe, por aquella zona no es insólito, pero después, gracias a la Virgen, resultó que no.

Montalbano también dio las gracias a la Virgen por permitir que Gribaudo no pudiera alejarse más de medio metro del retrete.

– ¿Y el subjefe Foti?

– Fue a Nueva York para asistir a la reunión convocada por Rudolph Giuliani, ya sabe, el alcalde de la «tolerancia cero». La reunión trataba de la mejor manera de mantener el orden en una metrópoli…

– Pero ¿eso no terminó hace un par de días?

– Sí, claro, claro. Pero, verá usted, antes de regresar a Italia, el señor Foti quiso darse un garbeo por Nueva York. Le pegaron un tiro en la pierna para robarle la cartera. Está ingresado en el hospital. Gracias a la Virgen, nada grave.

Fazio apareció pasadas las diez.

– ¿Cómo venís tan tarde?

– ¡Por el amor de Dios, dottore, no me diga nada! ¡Primero hemos tenido que esperar al suplente del juez suplente! Después…

– Espera. Explícate mejor.

Fazio elevó los ojos al cielo, pues tener que hablar del asunto le volvía a poner los nervios de punta.

– De acuerdo. Cuando Galluzzo fue a recoger al juez suplente Tommaseo, que había chocado contra un árbol…

– Pero ¿no era un poste?

– No, dottore, a él le pareció un poste, pero era un árbol. Resumiendo, Tommaseo se había hecho una herida en la frente y le salía sangre. Entonces Galluzzo lo acompañó al servicio de urgencias de Montelusa. Desde allí, Tommaseo telefoneó para que lo relevaran, pues le dolía la cabeza, pero era muy pronto y en el Palacio de Justicia no había nadie. Tommaseo llamó al teléfono particular de un compañero suyo, el juez Nicotra. Y por eso hemos tenido que esperar a que el juez Nicotra se despertara, se vistiera, se tomara el café, se pusiera al volante del coche y llegara. Pero, entre tanto, el señor Gribaudo no aparecía. Y el subjefe, tampoco. Cuando por fin ha llegado la ambulancia y han retirado el cadáver, me he quedado diez minutos esperando a los de la Móvil. Y después, al ver que no venía nadie, me he largado. Si el señor Gribaudo quiere algo de mí, que venga a buscarme aquí.

– ¿Qué has averiguado acerca del asesinato?

– ¿Y a usted qué coño le importa, dottore, con el debido respeto? De eso se tienen que encargar los de la Móvil.

– Gribaudo no vendrá, Fazio. Está encerrado en un retrete cagando a lo bestia. A Foti le han pegado un tiro en Nueva York. Me ha llamado Lattes: de este asunto nos tenemos que encargar nosotros.

Fazio se sentó con un brillo de alegría en los ojos. Inmediatamente se sacó del bolsillo una hoja de papel cubierta por una apretada escritura. Y empezó a leer.

– Emanuele Sanfilippo, llamado también Nenè, hijo del difunto Gerlando y de Natalina Patò…

– Ya basta -dijo Montalbano.

Le molestaba lo que él llamaba «el complejo de registro civil» que padecía Fazio. Pero le molestaba todavía más el tono de voz con que éste enumeraba fechas de nacimiento, parentescos y matrimonios. Fazio lo comprendió de inmediato.

– Perdone, señor comisario.

Pero no volvió a guardarse la hoja en el bolsillo.

– La conservo como recuerdo -explicó para justificarse.

– ¿Cuántos años tenía ese Sanfilippo?

– Veintiuno y tres meses.

– ¿Era drogadicto? ¿Se dedicaba al trapicheo?

– No consta.

– Trabajaba.

– No.

– ¿Vivía en Via Cavour?

– Sí, señor. En un apartamento del tercer piso: sala de estar, dos habitaciones, cuarto de baño y cocina. Vivía solo.

– ¿De compra o de alquiler?

– De alquiler. Ochocientas mil liras al mes.

– ¿El dinero se lo daba su madre?

– ¿Ésa? Es una pobre desgraciada, dottore. Vive con una pensión de quinientas mil liras mensuales. En mi opinión, ha ocurrido lo siguiente: hacia las cuatro de la madrugada, Nenè Sanfilippo aparca el coche justo delante del portal, cruza la calle y…

– ¿Qué coche es?

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