Andrea Camilleri - La Excursión A Tindari

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Poseedor de las mejores virtudes del hombre mediterráneo, el comisario Montalbano ha sabido ganarse la simpatía de numerosos lectores con su especial sabiduría para disfrutar de los pequeños placeres y sobrellevar con elegancia el paso del tiempo, sin dejar de lado esa aguda percepción de la realidad, aderezada con la dosis exacta de cinismo, que le permite revelar la cara oculta de las cosas. Toda una filosofía de vida que Andrea Camilleri ha llevado a su máxima expresión con esta novela del inefable inspector siciliano. Nos reencontramos así con los entrañables personajes que pueblan la imaginaria localidad de Vigàta, en Sicilia: desde Livia, la novia genovesa de Montalbano, hasta Ingrid, su sensual amiga sueca, pasando por el voluntarioso Catarella y Mimì Augello, el fiel subcomisario. En esta ocasión, sin embargo, el inspector tiene que emplearse a fondo para resolver dos casos que parecen no tener nada en común: el asesinato de un joven y la desaparición de un matrimonio de ancianos durante una excursión a Tindari. Tras profundas reflexiones bajo un añoso árbol, descubre la pista que lo conducirá hasta una siniestra organización con la que más le valdría no haberse topado.

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– ¿Cuál?

– Los he dividido en grupos. Vendrán de diez en diez a intervalos de una hora. De esta manera habrá menos jaleo.

– Has hecho bien, Fazio. Gracias, ya te puedes ir.

Fazio se quedó donde estaba; había llegado el momento de vengarse del reproche injustificado de antes.

– En cuanto a eso de que me lo he tomado con calma, le quería decir que fui también a Montelusa.

– ¿Qué has ido a hacer allí?

¿Qué le ocurría al comisario que no recordaba las cosas?

– ¿No se acuerda? Fui a hacer lo que usted me dijo: a ver a los de la empresa Manzo, los que habían extendido el cheque de dos millones de liras que encontramos en el bolsillo de Nenè Sanfilippo. Todo normal. El señor Manzo le entregaba un millón de liras neto al mes porque el chaval se encargaba del mantenimiento de los ordenadores, si había que arreglar o ajustar algo… Puesto que el mes pasado, por un descuido, no le pagaron, le habían entregado un cheque por el doble de la cantidad.

– O sea, que Nenè trabajaba.

– ¿Que trabajaba? ¡Con lo que le daban en la empresa Manzo apenas tenía para el alquiler! ¿Lo demás de dónde lo sacaba?

Mimì Augello asomó la cabeza por la puerta cuando ya había anochecido. Tenía los ojos enrojecidos. A Montalbano se le ocurrió pensar que, presa de una crisis de arrepentimiento, Mimì había llorado. Estaba de moda: todo el mundo, desde el Papa hasta el último mafioso, se arrepentía de algo. ¡Pero de eso nada!, lo primero que dijo Augello fue:

– ¡Me estoy quemando las pestañas con las cartas de Nenè Sanfilippo! He llegado a la mitad.

– ¿Son sólo cartas suyas?

– ¡Qué va! Es un auténtico epistolario. Cartas suyas y cartas de una mujer que no firma.

– Pero ¿cuántas son?

– Unas cincuenta por barba. Hubo un período en que se escribían un día sí y otro no… Lo hacían y lo comentaban.

– No he entendido nada.

– Ahora te lo explico. Supongamos que el lunes se iban a la cama juntos. El martes se escribían el uno al otro una carta, comentando con todo lujo de detalles lo que habían hecho la víspera. Desde el punto de vista de la mujer y desde el suyo. El miércoles se volvían a ver y al día siguiente se escribían. Son unas cartas absolutamente guarras e indecentes, a veces hasta me sonrojaba.

– ¿Las cartas están fechadas?

– Todas.

– Eso no me convence. Con el servicio de correos que tenemos, ¿cómo es posible que las cartas llegaran puntualmente al día siguiente?

Mimì negó con la cabeza.

– No creo que se las enviaran por correo.

– Pues ¿cómo se las enviaban?

– No se las enviaban. Se las entregaban el uno al otro directamente en mano cuando se reunían. Y seguramente las leían en la cama. Y después empezaban a follar. Es un estimulante estupendo.

– Mimì, se ve que eres un maestro en estas cosas. Aparte de la fecha, ¿en las cartas figura la procedencia?

– Las de Nenè siempre son de Vigàta. Las de la mujer, de Montelusa o, más raramente, de Vigàta. Ella está casada. A menudo, él o ella se refieren al marido, pero nunca ponen el nombre. El período de mayor frecuencia de las relaciones coincide con un viaje al extranjero del marido, cuyo nombre, repito, jamás se menciona.

– Se me está ocurriendo una idea, Mimì. ¿No es posible que todo sea una bobada, una ficción del chaval? ¿Y si la mujer no existiera y todo fuera producto de sus fantasías eróticas?

– Creo que las cartas son auténticas. Él las introdujo en el ordenador y destruyó los originales.

– ¿Qué te induce a estar tan seguro de que las cartas son auténticas?

– Lo que ella escribe. Describe minuciosamente y con detalles que a nosotros los hombres ni siquiera se nos pasan por la antesala del cerebro lo que experimenta una mujer mientras hace el amor. Verás, lo hacen de mil maneras, normal, oral, anal, en todas las posiciones, en distintas ocasiones, y cada vez ella dice algo nuevo, íntimamente nuevo. Si fuera un invento del chaval, no cabe duda de que se hubiera convertido en un gran escritor.

– ¿Hasta dónde has llegado?

– Me faltan unas veinte. Después empezaré con la novela. ¿Sabes, Salvo?, creo que podré llegar a descubrir quién es la mujer.

– Dime.

– Es demasiado pronto. Lo tengo que pensar.

– Yo también me estoy haciendo una cierta idea.

– ¿Cuál?

– Se trata de una mujer no muy joven que se había hecho amante de un veinteañero. Y le pagaba generosamente.

– Estoy de acuerdo. Sólo que, si la mujer es la que yo creo, no es de una cierta edad. Es más bien joven. Y no había dinero de por medio.

– ¿O sea que tú crees que es una cuestión de cuernos?

– ¿Por qué no?

– Puede que tengas razón.

No, Mimì no tenía razón. Lo adivinaba por el olfato, intuía que detrás del asesinato de Nenè Sanfilippo tenía que haber algo gordo. Entonces ¿por qué aceptaba la hipótesis de Mimì? ¿Para congraciarse con él? ¿Cuál era el verbo que mejor lo expresaba? Ah, sí: halagar. Se lo estaba camelando indignamente en su provecho. A lo mejor, se estaba comportando como aquel director de periódico que, en una película titulada Primera plana, recurría a todo lo divino y lo humano para impedir que su periodista número uno se trasladara a otra ciudad por amor. Era una película cómica protagonizada por Walter Matthau y Jack Lemmon, y él recordaba que se había partido de risa. ¿Cómo era posible que ahora, al recordarla, ni siquiera sintiera el impulso de esbozar una leve sonrisa?

– ¿Livia? Hola, ¿cómo estás? Quería hacerte un par de preguntas y después decirte una cosa.

– ¿Qué número tienen las preguntas?

– ¿Qué?

– Las preguntas. ¿Qué número de registro tienen?

– Vamos…

– Pero ¿es que no te das cuenta de que te estás dirigiendo a mí como si yo estuviera en un despacho?

– Perdona, no tenía la menor intención…

– Adelante, hazme la primera.

– Livia, supón que hemos hecho el amor…

– No puedo. Es una hipótesis demasiado remota.

– Te lo ruego, es una pregunta seria.

– Muy bien, espera que reúna los recuerdos. Ya los tengo. Adelante.

– Tú, al día siguiente, ¿me enviarías una carta para describirme todo lo que has sentido?

Hubo una pausa tan larga que Montalbano pensó que Livia se había largado y lo había plantado en seco.

– ¿Livia? ¿Estás ahí?

– Estaba pensando. No, yo personalmente no lo haría. Pero puede que otra mujer, dominada por una intensa pasión, lo hiciera.

– La segunda pregunta es la siguiente: cuando Mimì Augello te confesó que tenía intención de casarse…

– ¡Por Dios, Salvo, pero qué pesado te pones cuando te empeñas!

– Déjame terminar. ¿Te dijo que pensaba presentar una solicitud de traslado? ¿Te lo dijo?

Esta vez la pausa fue más larga que la primera. Pero Montalbano sabía que ella estaba todavía en el otro extremo de la línea, pues su respiración se había vuelto entrecortada. Después, Livia preguntó con un hilillo de voz:

– ¿Lo hizo?

– Sí, Livia, lo hizo. Pero después, debido a un comentario imbécil del jefe superior, la retiró. Pero sólo momentáneamente, supongo.

– Salvo, puedes creerme, no me hizo ningún comentario sobre la posibilidad de dejar Vigàta. Y no creo que lo tuviera previsto cuando me habló de su intención de casarse. Lo lamento. Mucho. Y comprendo cuánto te habrás disgustado. ¿Qué querías decirme?

– Que te echo de menos.

– ¿De veras?

– Sí, mucho.

– ¿Cuánto es mucho?

– Mucho pero mucho.

Eso era: entregarse a la obviedad más absoluta, y, sin duda, la más auténtica.

Se acababa de acostar con el libro de Vázquez Montalbán. Volvió a leerlo desde el principio. Cuando iba por la tercera página, sonó el teléfono. Lo pensó un momento, el deseo de no contestar era muy fuerte, pero igual insistían hasta atacarle los nervios.

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