Andrea Camilleri - La Excursión A Tindari

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Poseedor de las mejores virtudes del hombre mediterráneo, el comisario Montalbano ha sabido ganarse la simpatía de numerosos lectores con su especial sabiduría para disfrutar de los pequeños placeres y sobrellevar con elegancia el paso del tiempo, sin dejar de lado esa aguda percepción de la realidad, aderezada con la dosis exacta de cinismo, que le permite revelar la cara oculta de las cosas. Toda una filosofía de vida que Andrea Camilleri ha llevado a su máxima expresión con esta novela del inefable inspector siciliano. Nos reencontramos así con los entrañables personajes que pueblan la imaginaria localidad de Vigàta, en Sicilia: desde Livia, la novia genovesa de Montalbano, hasta Ingrid, su sensual amiga sueca, pasando por el voluntarioso Catarella y Mimì Augello, el fiel subcomisario. En esta ocasión, sin embargo, el inspector tiene que emplearse a fondo para resolver dos casos que parecen no tener nada en común: el asesinato de un joven y la desaparición de un matrimonio de ancianos durante una excursión a Tindari. Tras profundas reflexiones bajo un añoso árbol, descubre la pista que lo conducirá hasta una siniestra organización con la que más le valdría no haberse topado.

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– Pero ¿cómo es posible que estén ya todos aquí?

– Señor comisario, si de veras lo quiere saber, a las ocho de la mañana ya se habían presentado cuatro de los convocados, dos maridos con sus mujeres. ¿Qué quiere usted?, son viejos, padecen insomnio y la curiosidad los está devorando vivos. Piense que allí hay un matrimonio que hubiera tenido que venir a las diez -explicó Fazio.

– Bueno, vamos a ponernos de acuerdo. Sois libres de hacer las preguntas que consideréis más oportunas. Pero hay algunas que son indispensables. Tomad nota. Primera pregunta: ¿conocía a los señores Griffo antes de aquella excursión? Si contestan que sí, dónde, cómo y cuándo. Si alguien dice que conocía a los Griffo de antes, no dejéis que se vaya porque quiero hablar con él. Segunda pregunta: ¿dónde estaban sentados los Griffo en el interior del autocar, tanto en el viaje de ida como en el de vuelta? Tercera pregunta: durante la excursión, ¿los Griffo hablaron con alguien? En caso afirmativo, ¿de qué? Cuarta pregunta: ¿puede decirme qué hicieron los Griffo en el transcurso del día que pasaron en Tindari? ¿Se reunieron con alguna persona? ¿Fueron a alguna casa particular? Cualquier noticia a este respecto es fundamental. Quinta pregunta: ¿sabe si los Griffo bajaron del autocar en una de las tres paradas extra que se efectuaron durante el viaje de vuelta a petición de los pasajeros? En caso afirmativo, ¿en cuál de las tres? ¿Los vio volver a subir? Sexta y última pregunta: ¿los vio cuando el autocar llegó a Vigàta?

Fazio y Galluzzo se miraron.

– Creo comprender que usted piensa que a los Griffo les ocurrió algo durante el viaje de vuelta -dijo Fazio.

– Es sólo una hipótesis sobre la cual tenemos que trabajar. Si alguien nos dice que los vio bajar tranquilamente en Vigàta y regresar a su casa, tendremos que irnos con la hipótesis al carajo y empezar otra vez por el principio. Os pido encarecidamente otra cosa: procurad no cometer ningún error; si les damos cancha a estos viejecitos, estamos jodidos, son capaces de contarnos toda la historia de su vida. Otra recomendación: interrogad a los matrimonios por separado, el uno al marido y el otro a la mujer.

– ¿Por qué? -preguntó Galluzzo.

– Porque se condicionarían el uno al otro, incluso de buena fe. Cada uno de vosotros se encargará de tres; y yo, de los demás. Si lo hacéis como os he dicho y la Virgen nos acompaña, conseguiremos quitarnos rápidamente el problema de encima.

Ya desde el primer interrogatorio el comisario comprendió que casi con toda certeza se había equivocado en sus previsiones y cada diálogo podía deslizarse muy fácilmente hacia el absurdo.

– Nos hemos conocido hace poco. Usted me parece que se llama Arturo Zotta, ¿verdad?

– Por supuesto que es verdad. Arturo Zotta, hijo del difunto Giovanni. Mi padre tenía un primo que era estañador. Y a menudo lo confundían con él. En cambio, mi padre…

– Señor Zotta, yo…

– Le quería decir también que estoy muy satisfecho.

– ¿Por qué?

– Porque ha hecho usted lo que yo le he dicho que hiciera.

– ¿Qué quiere decir?

– Que empezara por orden de ancianidad. El más viejo de todos soy yo. Cumplo setenta y siete años dentro de dos meses y cinco días. Hay que respetar a los mayores. Eso se lo digo y repito a mis nietos, que son unos descastados. La falta de respeto está jodiendo todo el universo creado. Usted ni siquiera había nacido en tiempos de Mussolini. ¡En tiempos de Mussolini sí que había respeto! Y si tú faltabas al respeto, zas, te cortaban la cabeza. Recuerdo que…

– Señor Zotta, la verdad es que hemos decidido no seguir ningún orden ni alfabético ni…

El viejo soltó una risita toda en íes.

– ¿Cómo podías dudarlo? ¡Hubieras podido poner la mano en el fuego! Aquí dentro, en lo que debería ser la casa madre del orden, ¡les importa una mierda! ¡Todo se hace a la buena de Dios! ¡A lo que salga! ¡Van a su aire! Pero digo yo: ¿es que no hay manera? Y después nos quejamos de que los chavales se drogan, roban, matan…

Montalbano se maldijo en su fuero interno. ¿Cómo era posible que hubiera caído en la trampa de aquel viejo verborreico? Tenía que detener el alud inmediatamente. De lo contrario, sería inevitablemente arrollado.

– Señor Zotta, por favor, no nos desviemos de la cuestión.

– ¿Cómo?

– ¡No divaguemos!

– ¿Quién está divagando? ¿Usted cree que yo me levanto a las seis de la mañana para venir aquí a divagar? ¿Usted cree que no tengo otra cosa mejor que hacer? Es cierto que estoy jubilado, pero…

– ¿Usted conocía a los Griffo?

– ¿A los Griffo? Antes de la excursión, no los había visto en mi vida. Y después de la excursión, tampoco puedo decir que los conocí. El nombre, eso sí. Lo oí cuando el conductor pasó lista antes de salir y ellos contestaron «presente». No nos saludamos ni nos hablamos. Ni pío. Se mantenían distantes y apartados. Y mire, señor comisario, estos viajes son bonitos cuando reina el compañerismo. Bromeamos, nos reímos, cantamos canciones. En cambio, cuando…

– ¿Está seguro de que no conocía a los Griffo?

– ¿De dónde?

– Qué sé yo, del mercado, del estanco.

– La compra la hace mi mujer y yo no fumo. Pero…

– Pero ¿qué?

– Conocía a uno que se llamaba Pietro Giffo. Igual era un pariente suyo, le faltaba sólo la erre. Este Giffo era viajante de comercio, era un tipo muy divertido. Una vez…

– ¿Tuvo, por casualidad, ocasión de conocer a los Griffo durante el día que pasaron en Tindari?

– Mi mujer y yo jamás nos quedamos con el grupo cuando llegamos al sitio adonde vamos. ¿Que llegamos a Palermo? Pues allí tengo un cuñado. ¿Que bajamos en Erice? Allí tengo un primo. Me reciben con cariño, me invitan a comer. ¡Y en Tindari ya no digamos! Tengo un sobrino, Filippo, que fue a recibirnos al autocar y nos llevó a su casa; su mujer nos había preparado una torta de primero y de segundo una…

– Cuando el chófer pasó lista antes de emprender el viaje de vuelta, ¿los Griffo contestaron?

– Sí, señor, los oí contestar.

– ¿Observó si bajaron en alguna de las tres paradas extra que hizo el autocar durante el viaje de vuelta?

– Comisario, le estaba contando lo que mi sobrino Filippo nos dio para comer. ¡Ni siquiera nos podíamos levantar de la silla de lo mucho que nos pesaba la tripa! Durante el viaje de vuelta, en la parada prevista para el café con leche y las galletas, yo ni siquiera quería bajar. Pero mi mujer me recordó que estaba incluido en el precio y que, de todas maneras, ya no nos podíamos ahorrar ese dinero. Y entonces bajé y me tomé sólo un poquito de leche con dos galletas. Y enseguida me entró sueño. Me ocurre siempre después de comer. En resumen, que me amodorré. ¡Y menos mal que no había querido tomar café! Porque tiene usted que saber, señor mío, que el café…

– … no le deja pegar ojo. Cuando llegaron a Vigàta, ¿vio bajar a los Griffo?

– ¡Mi estimado señor, con la hora que era y lo oscuro que estaba, ni siquiera sabía si mi mujer había bajado!

– ¿Recuerda dónde estaban sentados?

– Recuerdo muy bien dónde estábamos sentados mi señora y yo: justo en el centro del autocar. Delante iban los Bufalotta; detrás, los Raccuglia, y al otro lado, los Persico. Todos, gente que conocíamos; era el quinto viaje que hacíamos juntos. Los Bufalotta, pobrecillos, necesitan distraerse. Su hijo mayor, Pippino, se les murió mientras…

– ¿Recuerda dónde estaban sentados los Griffo?

– Me parece que en la última fila.

– ¿La que tiene cinco asientos el uno al lado del otro y sin brazos?

– Me parece que sí.

– Muy bien, eso es todo, señor Zotta; ya puede irse.

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