Andrea Camilleri - La Excursión A Tindari

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Poseedor de las mejores virtudes del hombre mediterráneo, el comisario Montalbano ha sabido ganarse la simpatía de numerosos lectores con su especial sabiduría para disfrutar de los pequeños placeres y sobrellevar con elegancia el paso del tiempo, sin dejar de lado esa aguda percepción de la realidad, aderezada con la dosis exacta de cinismo, que le permite revelar la cara oculta de las cosas. Toda una filosofía de vida que Andrea Camilleri ha llevado a su máxima expresión con esta novela del inefable inspector siciliano. Nos reencontramos así con los entrañables personajes que pueblan la imaginaria localidad de Vigàta, en Sicilia: desde Livia, la novia genovesa de Montalbano, hasta Ingrid, su sensual amiga sueca, pasando por el voluntarioso Catarella y Mimì Augello, el fiel subcomisario. En esta ocasión, sin embargo, el inspector tiene que emplearse a fondo para resolver dos casos que parecen no tener nada en común: el asesinato de un joven y la desaparición de un matrimonio de ancianos durante una excursión a Tindari. Tras profundas reflexiones bajo un añoso árbol, descubre la pista que lo conducirá hasta una siniestra organización con la que más le valdría no haberse topado.

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– De acuerdo. Cuando subió el empleado de la empresa para recoger el muestrario, yo lo ayudé. Cuando tiraba de la primera caja hacia mí, apoyé la mano en el asiento en el que hasta hacía muy poco rato hubiera tenido que estar sentado el señor Griffo. Estaba frío. A mi juicio, aquellos dos no volvieron a subir al autocar después de la parada en el bar Paradiso.

Seis

Calogero les llevó la cuenta, Montalbano pagó, Beatrice se levantó y el comisario hizo lo propio con una pizca de tristeza: la chica era una auténtica maravilla de Dios, pero no había nada que hacer, todo tendría que terminar allí.

– La acompaño -dijo Montalbano.

– Tengo coche -contestó Beatrice.

Y, en aquel instante, hizo su aparición Mimì Augello. Vio a Montalbano, se encaminó hacia él y, de repente, se detuvo en seco con los ojos muy abiertos, como si hubiera pasado aquel ángel que, según la creencia popular, dice «amén» y todos se quedan paralizados tal como están. Evidentemente, había visto a Beatrice. Después dio súbitamente media vuelta para irse.

– ¿Me buscabas? -le preguntó el comisario, obligándolo a detenerse.

– Sí.

– Entonces ¿por qué te ibas?

– No quería molestar.

– Pero ¿qué molestia, Mimì? Ven. Señorita, le presento a mi subcomisario, el señor Augello. La señorita Beatrice Dileo, que el domingo pasado tuvo ocasión de viajar con los Griffo y me ha contado unas cosas muy interesantes.

Mimì sólo sabía que los Griffo habían desaparecido, no sabía nada de las investigaciones, pero mantenía los ojos clavados en la chica y no conseguía abrir la boca.

Fue entonces cuando el Demonio, el de la D mayúscula, se materializó al lado de Montalbano. Invisible para todos menos para el comisario, mostraba su aspecto tradicional: piel peluda, pezuñas de macho cabrío, rabo y cuernos cortos. El comisario notó que su ardiente y sulfuroso aliento le quemaba la oreja izquierda.

– Haz que se conozcan mejor -le ordenó el Demonio.

Y Montalbano se inclinó ante su voluntad.

– ¿Tiene cinco minutos? -le preguntó con una sonrisa a Beatrice.

– Sí. Tengo toda la tarde libre.

– Y tú, Mimì, ¿ya has comido?

– To… to… todavía no.

– Pues entonces siéntate en mi silla y pide algo mientras la señorita te cuenta lo de los Griffo. Por desgracia, yo tengo que atender un asunto urgente. Nos vemos más tarde en la comisaría, Mimì. Gracias una vez más, señorita Dileo.

Beatrice volvió a sentarse y Mimì se dejó caer rígidamente en la silla como si llevara puesta una armadura medieval. Todavía no lograba comprender cómo era posible que hubiera recibido aquella gracia divina, pero la guinda había sido la insólita amabilidad de Montalbano, que abandonó la trattoria canturreando. Había arrojado una semilla. Si el terreno era fértil (y él no dudaba de la fertilidad del terreno de Mimì), la semilla germinaría. Y entonces, adiós a Rebeca o como se llamara, adiós a la petición de traslado.

– Disculpe, comisario, pero ¿no le parece que ha sido usted un pelín canalla? -preguntó indignada la voz de la conciencia de Montalbano a su propietario.

– ¡Uf, menuda lata! -fue la respuesta.

Delante del café Caviglione, su propietario, Arturo, estaba tomando el sol, apoyado en la jamba de la puerta. Vestía como un pordiosero, chaqueta y pantalones raídos y llenos de manchas, a pesar de los cuatro o cinco mil millones de liras que había ganado prestando dinero a usura. Era un tacaño miembro de una familia de tacaños legendarios. Una vez le había mostrado al comisario un cartel amarillento y cubierto de cagadas de mosca que su abuelo, a principios de siglo, tenía puesto en el local: «Quien se siente a una mesita tiene que consumir forzosamente por lo menos un vaso de agua. Un vaso de agua cuesta dos céntimos.»

– Comisario, ¿se toma un café?

Entraron.

– ¡Un café para el comisario! -ordenó Arturo al camarero mientras introducía en la caja el dinero que Montalbano se había sacado del bolsillo. El día en que Arturo decidiera regalar una miga de pan, se produciría sin duda un cataclismo que habría hecho las delicias de Nostradamus.

– ¿Qué hay, Artù?

– Quería hablarle del asunto de los Griffo. Yo los conozco porque en verano cada domingo por la noche se sientan a una mesa, siempre solos, y piden dos buenas consumiciones: un helado de cassata para él y uno de avellana con nata para ella. Yo aquella mañana los vi.

– ¿Qué mañana?

– La mañana que se fueron a Tindari. Los autocares tienen la terminal un poco más adelante, en la plaza. Yo abro a las seis, minuto más, minuto menos. Pues bien, los Griffo ya estaban aquí afuera, delante de la persiana metálica. Y el autocar tenía que salir a las siete, ¡imagínese!

– ¿Bebieron o comieron algo?

– Un bollo caliente por barba, que me trajeron de la panadería diez minutos después. El autocar llegó a las seis y media. El conductor, que se llama Filippu, entró y pidió un café. Entonces, el señor Griffo se le acercó y le preguntó si podían sentarse en el autocar. Filippu les contestó que sí, y entonces ellos salieron sin darme siquiera los buenos días. A lo mejor tenían miedo de perder el autocar.

– ¿Eso es todo?

– Pues sí.

– Oye, Artù, ¿tú conocías al chico al que pegaron un tiro?

– ¿A Nenè Sanfilippo? Hasta hace dos años venía habitualmente a jugar al billar. Después lo hacía muy raras veces. Y sólo de noche.

– ¿Cómo que de noche?

– Comisario, yo cierro a la una. Él venía de vez en cuando y compraba algunas botellas de whisky, ginebra o cosas así. Venía en coche y casi siempre llevaba dentro a una chica.

– ¿Tuviste ocasión de conocer a alguna de ellas?

– No, señor. A lo mejor las traía desde Palermo o desde Montelusa, sabría él de dónde coño las traía.

Al llegar a la puerta de la comisaría, no se sintió con ánimos para entrar. En el escritorio lo esperaba un montón de papeles para firmar y, sólo de pensarlo, le empezó a doler el brazo derecho. Comprobó que tenía en el bolsillo suficientes cigarrillos, subió de nuevo al coche y se dirigió hacia Montelusa. A medio camino entre los dos pueblos, había un sendero campestre escondido detrás de un cartel publicitario que conducía a una ruinosa casita rústica, junto a la cual crecía un enorme acebuche, un olivo silvestre que debía de tener doscientos años. Parecía un árbol falso, de teatro, nacido de la fantasía de un Gustavo Doré, una posible ilustración del Infierno dantesco. Las ramas más bajas estaban retorcidas y se arrastraban por el suelo; por mucho que lo intentaban, no conseguían elevarse hacia el cielo y, en determinado momento de su avance, lo pensaban mejor y decidían volver atrás, hacia el tronco, describiendo una especie de codo o, en algunos casos, un auténtico nudo. Pero, poco después, cambiaban de idea y regresaban atrás, como asustadas ante la contemplación del poderoso tronco, agujereado, requemado y arrugado por los años. Y, al volver atrás, las ramas seguían una dirección distinta de la anterior. Eran en todo y por todo semejantes a serpientes venenosas, pitones, boas, anacondas, repentinamente metamorfoseadas en ramas de olivo. Parecían desesperarse y angustiarse por aquel hechizo que las había congelado, «confitado» hubiera dicho el poeta Eugenio Montale, en una eternidad de trágica fuga imposible. A las ramas de en medio, tras haber recorrido un metro escaso de distancia, enseguida les entraba la duda y no sabían si dirigirse hacia arriba o bien inclinarse hacia la tierra para reunirse con las raíces.

Cuando no le apetecía el aire del mar, Montalbano sustituía el paseo por el muelle de levante por una visita al olivo silvestre. Sentado a horcajadas en una de las ramas bajas, encendía un cigarrillo y empezaba a reflexionar acerca de cuestiones sin resolver.

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