Andrea Camilleri - El Miedo De Montalbano

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En esta última entrega de Andrea Camilleri, seis irresistibles narraciones nos devuelven el universo del comisario Montalbano en toda su riqueza y esplendor, para deleite de los lectores adictos a su particular manera de entender la vida. A plena luz del despiadado sol siciliano, con un humor no exento del realismo más implacable, surge un caudal de sentimientos irrefrenables: el odio que provoca una venganza cuyas consecuencias han de durar décadas en Mejor la oscuridad; o los resquemores que despierta en todo el cuerpo de policía de Vigàta el comportamiento aparentemente ingenuo, pero cargado de miradas salvajes, de la joven Grazia Giangrasso, en Herido de muerte. Y para arropar al comisario en su ardua tarea, no faltan los elementos de siempre: los desencuentros telefónicos con su novia Livia, las entrañables broncas con Mimì Augello, la perplejidad que siempre consigue producirle Catarella, el inefable telefonista de la comisaría. En esta ocasión, a los personajes conocidos se añaden otros nuevos, como el formal y distante comandante Verruso, antítesis de un Montalbano que descubrirá, con sorpresa y admiración, la dignidad y valentía con las que su nuevo aliado custodia un terrible secreto. Como es habitual en él, Montalbano aprovecha la resolución de los casos para exponer el contraluz de las cosas, de los acontecimientos y circunstancias que rodean los hechos, como si éstos fueran consecuencia de una condición colectiva, de otros dramas y otros padecimientos largamente sufridos, que escapan al control del individuo. Y todas esas dudas, miedos, tentaciones y contradicciones no hacen más que subrayar, si cabe, la profunda dimensión humana que ha hecho de este personaje el favorito de millones de lectores en todo el mundo.

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Aquí Montalbano no pudo por menos que imaginarse otro placer mucho más perverso y refinado: el del farmacéutico que se beneficiaba a la mujer de su más íntimo compañero de juego y de aventuras femeninas sin que éste se enterara. Quién sabe cuánto habría durado aquella historia si en la vida de Cristina no hubiera entrado el apuesto sobrino Attilio.

Tras el hallazgo de las cartas, Maria Carmela decide vengarse. Ya le ha facilitado a Cristina el falso veneno antes del descubrimiento de la traición y lamenta no haber comprendido a tiempo sus propósitos homicidas. De haberlo sabido, le habría dado veneno de verdad para que ella misma se condenara con sus propias manos. Ahora lo único que puede hacer es esperar a que su ex amiga dé un paso en falso. Y cuando ésta lo da, Maria Carmela ya está preparada para aprovechar la ocasión y contribuye a enviar a Cristina a la cárcel, pese a saber que ésta no puede haber matado a su marido con los polvos que ella le había entregado. Si le hubiera revelado la verdad al teniente de los carabineros, la situación de su ex amiga habría sido mucho mejor. Pero eso es justamente lo que ella no quiere. Y sólo a la hora de morir, cuando su paladar ya se ha vuelto insensible a todos los sabores, incluso al de la venganza, decide confesar su culpa. Pero ¿por qué ha conservado las cartas, por qué no se ha deshecho de ellas, como hizo con las fotografías de su marido y de su boda? Porque Maria Carmela es una mujer inteligente. Sabe que un día el devorador impulso que la mueve perderá inevitablemente fuerza, que el recuerdo cada vez más desvaído de la ofensa podría inducirla a revelar a alguien lo que ocurrió realmente, Cristina podría salir de la cárcel… No, entonces será suficiente coger un instante una de aquellas cartas para que los motivos de la venganza aparezcan de nuevo con la violencia del primer día.

Por la mañana salió muy temprano, prácticamente sin haber pegado ojo. Cuando entró en la iglesia, el padre Barbera acababa de terminar de oficiar la misa. Lo siguió a la sacristía, donde el cura se despojó de sus hábitos con la ayuda del sacristán.

– Déjanos solos y que no entre nadie.

– Sí, padre -contestó el hombre, retirándose.

Al cura le bastó una mirada para comprender que Montalbano sabía ya lo que Maria Carmela Spagnolo le había revelado a él en confesión. Pero quiso estar seguro.

– ¿Lo ha descubierto todo?

– Sí, todo.

– ¿Cómo lo ha conseguido?

– Soy policía. Ha sido una especie de apuesta más que nada conmigo mismo. Pero ahora ya ha terminado.

– ¿Está seguro? -preguntó el cura.

– Sí. ¿A quién quiere que le importe una historia de hace cincuenta años? Maria Carmela Spagnolo ha muerto, Cristina Ferlito también…

– ¿Quién se lo ha dicho?

– Nadie, pero supongo que…

– Se equivoca.

Montalbano lo miró, desconcertado.

– ¿Vive todavía?

– Sí.

– ¿Dónde?

– En Catania, en casa de su hija Ágata, que la perdonó cuando salió de la cárcel. Ágata se casó con un empleado de banca, un buen hombre llamado Giulio La Rosa. Tienen un chalecito en via Gómez, 32.

– ¿Por qué me lo dice? -preguntó el comisario.

Y, mientras hacía la pregunta, comprendió la respuesta que le daría el otro.

– Para que haga usted lo que yo, como sacerdote, no puedo hacer. Usted está en condiciones de devolver la paz a una mujer precisamente cuando ya no espera nada de la vida. De iluminar con la luz de la verdad el último y oscuro tramo de la existencia de aquella mujer. Vaya y cumpla con su deber, no pierda el tiempo. Ya se ha perdido demasiado.

Y, apoyándole la mano en el hombro, casi lo empujó hasta la puerta. Estupefacto, el comisario dio unos cuantos pasos y después se detuvo, pues una luz como de flash se le había encendido en el cerebro. Se volvió.

– ¡La mañana que vino a verme a mi casa usted ya había elaborado un plan muy minucioso! ¡Usted lo ha montado todo, me ha utilizado y yo he caído en la trampa como un gilipollas! Incluso interpretó todo aquel número de intentar disuadirme, convencido de que yo no soltaría el hueso. Usted sabía desde el primer momento que llegaríamos a este punto, a estas palabras. ¿Es cierto, sí o no?

– Sí -contestó el padre Barbera.

Condujo su coche dominado por la furia y el nerviosismo, dispuesto a pelearse con cualquier automovilista que siguiera su mismo camino. Se había dejado atrapar como un chiquillo inocente. Pero ¿cómo había sido posible? ¿Cómo no se había dado cuenta de la trampa que el padre Barbera le había tendido? ¡Para que te fíes tú de los curas! Ya lo decía el proverbio: «Monaci e parrini / sènticci la missa / e stòccacci li rini.» A los monjes y a los curas, óyeles la misa y rómpeles el espinazo. ¡Ah, la olvidada sabiduría popular!

En medio del tráfico de Catania no le faltaron ocasiones de hacer la señal de los cuernos y soltar palabrotas a diestro y siniestro. Finalmente, después de dar mil vueltas, llegó al chalecito de via Gómez. En el minúsculo jardín, una mujer bastante joven vigilaba a dos niños que jugaban.

– ¿La señora Ágata La Rosa?

– No está, ha salido. Yo cuido a los niños.

– ¿Son los hijos de la señora Ágata?

– Pero ¿qué dice? ¡Son los nietos!

– Verá, yo soy comisario de policía.

La mujer se asustó.

– Ay, ¿qué pasa? ¿Qué ha ocurrido?

– Nada, simplemente tengo que comunicarle algo a la señora Cristina. ¿Está en casa?

– Sí.

– Me gustaría hablar con ella. ¿Tiene la bondad de acompañarme hasta ella?

– ¿Y qué hago con los niños? Vaya usía, nada más entrar, la segunda puerta a la izquierda, no tiene pérdida.

Era una vivienda amueblada con buen gusto e impecablemente ordenada, a pesar de la presencia de los niños. La segunda puerta a la izquierda estaba entornada.

– ¿Con permiso?

No hubo respuesta. Entró. La vieja estaba hundida en un sillón, durmiendo bajo los cálidos rayos del sol que penetraban a raudales a través de los cristales de la ventana. Mantenía la cabeza inclinada hacia atrás sobre el respaldo y, a través de la boca abierta, de la que caía un brillante hilillo de saliva, brotaba una respiración afanosa y chirriante que a ratos se interrumpía para seguir adelante cada vez con más esfuerzo. Una mosca paseaba tranquilamente de uno a otro párpado; éstos eran tan delgados que el comisario temió que se hundieran bajo el peso del insecto. Después la mosca penetró en una transparente ventana de la nariz. La amarillenta piel del rostro estaba tan estirada y pegada al hueso que parecía una simple capa de color sobre la calavera. En cambio, la piel de las inertes manos, deformadas por la artrosis, parecía de pergamino y estaba cubierta por unas grandes manchas de color marrón. Las piernas, cubiertas por una manta a cuadros escoceses, vibraban a causa de un constante temblor. En la estancia se aspiraba un insoportable hedor a rancio y a orina. ¿Quedaba todavía en el interior de aquel cuerpo que el tiempo tan obscenamente había devastado algo con lo que fuera posible establecer comunicación? Montalbano lo dudaba. Y peor aún: en caso de que ese algo todavía existiera, ¿resistiría el conocimiento de la verdad?

La verdad es luz, había dicho el cura, o algo por el estilo. Ya, pero una luz tan fuerte ¿no quemaría y prendería fuego a aquello que sólo debería iluminar? Mejor la oscuridad del sueño y de la memoria.

Retrocedió, abandonó la estancia y salió de nuevo al jardín.

– ¿Ha hablado con la señora?

– No, estaba dormida. No he querido despertarla.

Nota

Este volumen está integrado por tres relatos largos y tres cortos. Los largos son inéditos. En cambio, dos de los cortos ya han sido publicados: Día de fiebre, en la revista de la Administración Penitenciaria Le due città, en 2001; y Un sombrero lleno de lluvia, en el diario La Repubblica del 15 de agosto de 1999. Los relatos cortos no pueden ser calificados como policiacos en sentido estricto; son más bien la historia de tres encuentros ocasionales y extraordinarios del comisario Montalbano.

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