Andrea Camilleri - El Miedo De Montalbano

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En esta última entrega de Andrea Camilleri, seis irresistibles narraciones nos devuelven el universo del comisario Montalbano en toda su riqueza y esplendor, para deleite de los lectores adictos a su particular manera de entender la vida. A plena luz del despiadado sol siciliano, con un humor no exento del realismo más implacable, surge un caudal de sentimientos irrefrenables: el odio que provoca una venganza cuyas consecuencias han de durar décadas en Mejor la oscuridad; o los resquemores que despierta en todo el cuerpo de policía de Vigàta el comportamiento aparentemente ingenuo, pero cargado de miradas salvajes, de la joven Grazia Giangrasso, en Herido de muerte. Y para arropar al comisario en su ardua tarea, no faltan los elementos de siempre: los desencuentros telefónicos con su novia Livia, las entrañables broncas con Mimì Augello, la perplejidad que siempre consigue producirle Catarella, el inefable telefonista de la comisaría. En esta ocasión, a los personajes conocidos se añaden otros nuevos, como el formal y distante comandante Verruso, antítesis de un Montalbano que descubrirá, con sorpresa y admiración, la dignidad y valentía con las que su nuevo aliado custodia un terrible secreto. Como es habitual en él, Montalbano aprovecha la resolución de los casos para exponer el contraluz de las cosas, de los acontecimientos y circunstancias que rodean los hechos, como si éstos fueran consecuencia de una condición colectiva, de otros dramas y otros padecimientos largamente sufridos, que escapan al control del individuo. Y todas esas dudas, miedos, tentaciones y contradicciones no hacen más que subrayar, si cabe, la profunda dimensión humana que ha hecho de este personaje el favorito de millones de lectores en todo el mundo.

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Sin embargo, con anterioridad a la celebración del juicio, ocurren varias cosas muy raras. Unos días después de la detención de Cristina, la Fiscalía ordena la realización de la autopsia. Las partes del cuerpo extraídas y colocadas en ocho recipientes se envían al consejero instructor de Palermo, el cual las transmite a su vez al profesor Vincenzo Agnello, toxicólogo de la universidad, y al profesor Filiberto Trupìa, profesor de anatomía patológica. Se les envían también a ambos las sábanas de la cama manchadas por el vómito del moribundo y la ropa interior que llevaba. Cristina presta dos veces declaración ante el juez instructor. En la primera afirma que mató a su marido para evitarle ulteriores sufrimientos. Una especie de eutanasia. En la segunda señala que no está segura de haber cometido un homicidio, pues la cantidad de veneno que le administró era demasiado exigua. Casi nada, una pizquita invisible entre el índice y el pulgar.

Al cabo de varios meses y después de intensas charlas con el abogado Nicolosi, Cristina hace una tercera declaración y se retracta de todo lo dicho anteriormente. Ella jamás le administró veneno a su marido; si así se lo dijo a los carabineros y al juez fue porque estaba aterrorizada, asustada por las amenazas de su cuñado Stefano el suizo. Pensó que en la cárcel estaría segura y protegida. Y tenía especial empeño en confirmar la veracidad de lo que le había dicho al doctor Friscia, es decir, que no había conseguido administrarle los medicamentos a su marido porque éste había muerto antes de que ella pudiera hacer nada. Terminaba diciendo que los resultados de los análisis de los dos ilustres profesores palermitanos le darían la razón. Y, en efecto, poco después estalla una bomba que provoca un gigantesco estruendo. En su examen pericial, Agnello y Trupìa afirman haber llevado a cabo numerosas pruebas y contrapruebas sin haber descubierto el menor vestigio de estricnina o de cualquier otro veneno en los restos y en los tejidos estudiados: el abogado Ferlito murió a causa de un tabaquismo agudo que le provocó un ataque letal de angina de pecho. Cristina es inocente. Pero Stefano Ferlito no reconoce su derrota y contraataca. Pero ¿es que no sabéis, dice a diestro y siniestro, que los dos eminentes profesores le deben en parte su carrera al notario Cuffaro, con quien mantienen estrechos vínculos de amistad? ¿Qué otra cosa se podía esperar? El abogado Nicolosi aconsejó a Cristina realizar su última declaración cuando ya estaba seguro de los favorables resultados de las pruebas periciales. Y son muchos los que apoyan a Stefano. Entonces a la Fiscalía de Palermo se le ocurre una brillante idea: reúne todo lo que los dos profesores palermitanos han utilizado en sus exámenes periciales y lo envían a Florencia, donde hay unos expertos toxicólogos de fama mundial. Cuando los carabineros acuden a recoger los ocho recipientes que contienen los restos del pobre abogado, apenas hay nada en su interior, una parte se ha deteriorado y otra se ha perdido en los análisis. Aun así, el pliego sellado oficialmente se envía a Florencia el día uno de julio. A principios de septiembre reciben en Palermo una carta del juez florentino en la que se pregunta cómo es posible que el paquete aún no haya llegado. ¿Adónde ha ido a parar? Después de buscarlo intensamente, el paquete aparece en el Palacio de Justicia de Florencia, olvidado en un desván. A finales de octubre, nada menos que seis profesores florentinos entregan el resultado de sus exámenes: han encontrado una cantidad de estricnina tan elevada como para inducirles a poner en duda la valía profesional o la salud mental de Agnello y Trupìa, los dos colegas palermitanos que no habían encontrado nada (o no lo habían querido encontrar). No cabe la menor duda: el abogado Ferlito murió como consecuencia de un envenenamiento, su esposa Cristina es culpable.

– ¿Qué os habíamos dicho? -gritan triunfalmente Stefano Ferlito y el abogado Russomanno.

– No estoy de acuerdo -proclama orgullosamente el abogado Nicolosi-. ¡El paquete que ha llegado con tanto retraso a Florencia ha sido manipulado!

– ¡Es una miserable maniobra de mis adversarios políticos -aclara el notario Cuffaro-, que a través de mi hija quieren golpearme a mí!

Por si acaso, el abogado Nicolosi pide un examen pericial del estado mental de su defendida, la cual resulta estar en pleno uso de sus facultades.

En resumen, el primer juicio, el de 1953, termina con la condena de Cristina a veinte años de cárcel. Ésta, en determinado momento, declara recordar haberle dado algo a su marido en la famosa noche de autos, pero casi con toda certeza debió de tratarse de una pizca de bicarbonato.

El hecho más destacado del segundo juicio, que se celebra casi dos años después, es la detallada contraprueba pericial del profesor Aurelio Consolo, el cual afirma que sus colegas florentinos fueron tan ineptos y descuidados que utilizaron un reactivo equivocado. Ése es el motivo de que encontraran restos de estricnina. Llegados a ese punto, Nicolosi señala que es necesario llevar a cabo un superexamen pericial toxicológico. Su petición es rechazada, pero los jueces modifican la primera sentencia: ahora los años de cárcel que Cristina tiene que cumplir son dieciséis.

En 1957 el Tribunal Supremo rechaza el recurso y confirma la condena.

Cristina solicita desde la cárcel constantes peticiones de gracia. Tres años después, un ministro de Justicia, olvidando el título de su ministerio y obedeciendo a las presiones recibidas por parte de unos cualificados miembros de su partido, el mismo al que pertenece el indómito notario Cuffaro, se pone en marcha para conseguir que la mujer reciba el ansiado indulto. Cristina puede regresar a casa y la partida termina definitivamente para todos.

5

Eran más de las cinco de la madrugada y había mantenido un buen rato la cabeza bajo el agua para aliviar el aturdimiento provocado por todo el tiempo que había permanecido encerrado en una pequeña estancia con la gritona señora Ciccina, y ahora estaba a punto de irse a dormir, más confuso que convencido por toda aquella serie de nombres de abogados, expertos, familiares del difunto y familiares de la asesina que la señora Adorno recordaba con maníaca e insoportable precisión, cuando sonó el teléfono. Sólo podía ser Livia, tal vez preocupada por no haberlo encontrado antes en casa.

– Hola, cariño…

– ¿Otra vez? Lo siento mucho, dottore, soy Ciccina Adorno.

Montalbano volvió a sentirse repentinamente aturdido y mantuvo el auricular a una distancia de seguridad.

– ¿Qué ocurre, señora?

– Olvidé contarle una cosa que se refiere a la primera prueba pericial, la que hicieron en Palermo los profesores Agnello y Trupìa.

Montalbano levantó las orejas, aquél era un punto delicado.

– Dígame, señora.

– Cuando los profesores de Florencia dijeron que los colegas palermitanos que no habían encontrado la estricnina o eran unos incompetentes o estaban locos, el abogado Nicolosi se las arregló para que declarara el profesor Aurelio Giummarra. Este profesor contó que el profesor Agnello, del cual él era ayudante, había muerto antes de estampar su firma bajo el examen pericial negativo. Y que entonces el tribunal le había dicho que lo firmara él. El profesor Giummarra lo firmó, pero tras haber repetido todos los exámenes, pues era un hombre muy escrupuloso. ¿Y sabe una cosa? Señaló que había utilizado los mismos reactivos que sus colegas florentinos. No había estricnina.

– Gracias, señora. ¿Recuerda cómo se llamaba el juez que presidió el segundo juicio?

– Claro. Se llamaba Manfredi Catalfamo. En cambio, el juez que había presidido el primero se llamaba Giuseppe Indelicato, mientras que en el Supremo…

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