Andrea Camilleri - El Miedo De Montalbano

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En esta última entrega de Andrea Camilleri, seis irresistibles narraciones nos devuelven el universo del comisario Montalbano en toda su riqueza y esplendor, para deleite de los lectores adictos a su particular manera de entender la vida. A plena luz del despiadado sol siciliano, con un humor no exento del realismo más implacable, surge un caudal de sentimientos irrefrenables: el odio que provoca una venganza cuyas consecuencias han de durar décadas en Mejor la oscuridad; o los resquemores que despierta en todo el cuerpo de policía de Vigàta el comportamiento aparentemente ingenuo, pero cargado de miradas salvajes, de la joven Grazia Giangrasso, en Herido de muerte. Y para arropar al comisario en su ardua tarea, no faltan los elementos de siempre: los desencuentros telefónicos con su novia Livia, las entrañables broncas con Mimì Augello, la perplejidad que siempre consigue producirle Catarella, el inefable telefonista de la comisaría. En esta ocasión, a los personajes conocidos se añaden otros nuevos, como el formal y distante comandante Verruso, antítesis de un Montalbano que descubrirá, con sorpresa y admiración, la dignidad y valentía con las que su nuevo aliado custodia un terrible secreto. Como es habitual en él, Montalbano aprovecha la resolución de los casos para exponer el contraluz de las cosas, de los acontecimientos y circunstancias que rodean los hechos, como si éstos fueran consecuencia de una condición colectiva, de otros dramas y otros padecimientos largamente sufridos, que escapan al control del individuo. Y todas esas dudas, miedos, tentaciones y contradicciones no hacen más que subrayar, si cabe, la profunda dimensión humana que ha hecho de este personaje el favorito de millones de lectores en todo el mundo.

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– ¿Está de broma? ¿No se acuerda de Notarbartolo, el del Banco de Sicilia? -Era un suceso acaecido a principios del siglo XX (¿o a finales del XIX?), pero la señora Ciccina hablaba de él como si hubiera ocurrido la víspera-. Porque yo, señor comisario, lo sé todo acerca de los delitos ocurridos en Sicilia desde la Unificación de Italia hasta hoy.

Una vez finalizada la digresión acerca del caso Notarbartolo se puso a hablar del caso Mangiaracina (1912-1914), que era tan tortuoso y complicado que, a la hora del café, aún no se había descubierto al asesino. Llegado a ese punto, y temiendo tener los tímpanos gravemente dañados, Montalbano consultó su reloj, se levantó, simuló una repentina prisa, dio las gracias y se despidió de la señora Clementina. Ciccina Adorno lo acompañó a la puerta.

– Disculpe, señora -preguntó el comisario sin apenas darse cuenta de lo que estaba preguntando-. ¿Usted recuerda a una tal Maria Carmela Spagnolo?

– No -contestó con firmeza la señora Adorno, la que lo sabía todo acerca de los delitos de sangre cometidos en la isla.

Sentado en la roca bajo el faro, se entregó a una especie de autoanálisis. No cabía duda de que la respuesta negativa de Ciccina Adorno lo había decepcionado. ¿Eso significaba que él quería encargarse de aquella investigación? ¿Sí o no? ¡Que se decidiera de una vez! Bastaba un mínimo de iniciativa. Presentarse, por ejemplo, al abogado Colajanni y conseguir que éste le dijera, aun a riesgo de que le soltara un guantazo, lo que sabía acerca de Maria Carmela Spagnolo. Porque no cabía duda de que Colajanni la conocía, dada su reacción ante el anuncio del óbito. O bien podía ir a la biblioteca pública, pedir los números de 1950 del periódico más importante de la isla y con paciencia de santo averiguar qué había ocurrido en Fela en el primer semestre de aquel año. O bien encargarle a Catarella que buscara la información en su ordenador. Entonces ¿por qué no lo hacía? Con un poco de buena voluntad averiguaría todo lo que había que averiguar y santas pascuas. ¿Tal vez era porque no le gustaba añadir al encarnizamiento terapéutico -tan discutido por médicos, curas, moralistas y presentadores de televisión- y al judicial -tan discutido por jueces y políticos- el encarnizamiento investigador que, por el contrario, jamás sería discutido por nadie? ¿O bien porque -y ésta le pareció finalmente la explicación más apropiada- prefería mantener una actitud pasiva? Es decir, ser como la orilla del mar, a la que de vez en cuando llegan restos de naufragios: algunos se los vuelve a llevar la mar y otros se quedan allí, tostándose bajo el sol. En tal caso, lo mejor era esperar a que las olas arrojaran más restos.

Estaba a punto de irse a la cama cuando sonó el teléfono. Era la una de la madrugada. Tenía que ser Livia.

– Hola, cariño -dijo.

En el otro extremo de la línea sólo escuchó silencio hasta que estalló una especie de trueno apocalíptico que lo dejó medio sordo. Apartándose el auricular del oído, comprendió que se trataba de una carcajada. Y que aquella carcajada sólo podía pertenecer a Ciccina Adorno. Aquella mujer era no sólo gritona, sino también insomne.

– Lo siento, dottore, pero no soy su cariño. Pero ¡es que usted me ha engañado, dottore !

– ¿Yo? ¿En qué, señora?

– En lo de Maria Carmela Spagnolo. No me dijo su apellido de casada, Siracusa, que era el de un farmacéutico, y yo he perdido el sueño pensando en ello.

– ¿La conocía?

– ¡Pues claro que la conocía! Incluso personalmente. Pero hace años y años que no sé nada de ella.

– Murió aquí en Vigàta el otro día.

– ¿De veras?

– Oiga, señora, ¿podríamos vernos mañana por la mañana?

– Salgo a las ocho hacia Fela.

– ¿Podría…?

– Si no tiene mucho sueño, venga aquí ahora.

– Pero la señora Clementina…

– Mi prima está de acuerdo. Lo esperamos.

Antes de salir, se introdujo en las orejas dos bolitas de algodón.

* * *

Cuando la señora Ciccina llevaba una hora hablando, los vecinos del piso de abajo empezaron a golpear el techo. A ellos se añadieron los del piso de arriba, los cuales empezaron a golpear el suelo. Después otros empezaron a golpear las paredes. Entonces la señora Clementina abrió un trastero y encerró dentro a su prima y al comisario.

Montalbano abandonó la casa tres horas, seis tazas de café y veinte cigarrillos después. A pesar de la protección del algodón, le dolían los oídos. Esta vez, las olas habían arrojado a la orilla no unos restos dispersos, sino un galeón entero.

4

A las nueve de la noche del uno de enero de 1950, el abogado Emanuele Ferlito, Nenè para los amigos, se sentó puntualmente a la mesa del sacanete del círculo Patria, que en Fela todo el mundo sabía que era en realidad un garito. Y si lo era en los días laborales, es fácil imaginar en qué se convertía los festivos y, especialmente, los días que van de Navidad a Reyes, cuando en el pueblo es tradición jugarse hasta los calzoncillos. El abogado Nenè Ferlito, hombre rico y esencialmente holgazán -pues raras veces se dedicaba a su trabajo, y cuando lo hacía, era casi siempre para sacar de un apuro a los amigos-, tenía cincuenta y tantos años y no le faltaba de nada. Aparte de ser capaz de permanecer sentado a la mesa de juego durante cuarenta y ocho horas seguidas sin levantarse ni para ir al lavabo, el abogado tenía mujeres en Fela y en los pueblos circundantes y era bien sabido que en Palermo (adonde se desplazaba a menudo para intervenir en juicios, o, por lo menos, eso le decía a su esposa, Cristina) mantenía a dos, una bailarina y una costurera. En una velada se bebía más de media botella de coñac francés. El número diario de cigarrillos sin filtro que se fumaba oscilaba entre los ciento diez y los ciento veinte. Hacia las once de aquella noche de fin de año sufrió un repentino desmayo, cosa que ya le había ocurrido el año anterior. Es decir, que el abogado se quedó tan tieso como un bacalao, dicho sea con todo el respeto, experimentó unos violentos espasmos, vomitó y sólo haciendo un supremo esfuerzo consiguió respirar.

– ¡Ya estamos otra vez! -gritó entonces el doctor Jacopo Friscia, que en aquellos momentos se encontraba también en el círculo.

Friscia, que lo atendía desde que le había dado el primer desmayo, le había prohibido terminantemente fumar, pero al abogado Ferlito la prohibición le había entrado por un oído y le había salido por otro. La recaída, pues, era inevitable.

Pero esta vez la situación es mucho más grave. Nenè Ferlito se está muriendo asfixiado y, para abrirle las mandíbulas, el médico y los del círculo se ven obligados a utilizar un calzador. Al final, el abogado se recupera ligeramente y es trasladado en brazos a su casa mientras el doctor Friscia corre en busca de medicación. La mujer, Cristina, pide que acuesten al marido (la pareja duerme en habitaciones separadas) y después llama por teléfono a su hija Ágata, de dieciocho años, que está pasando las fiestas en Catania, en casa de unos familiares. Los que le han prestado auxilio se retiran en cuanto llega el doctor Friscia, el cual encuentra al enfermo estacionario. El médico, tras haberle dicho claramente a su mujer que la vida del enfermo corre peligro, anota en una hoja de papel los medicamentos que hay que administrarle y la dosis. Al ver que la señora Cristina está comprensiblemente aturdida y ausente, le repite que la vida de su marido depende del estricto cumplimiento de las instrucciones. Habrá que vigilarlo toda la noche. Cristina dice que podrá hacerlo. El médico, que no está muy convencido, le pregunta si necesita a una enfermera que se encargue de todo. Cristina rechaza el ofrecimiento y el médico se retira.

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