Andrea Camilleri - El Miedo De Montalbano

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En esta última entrega de Andrea Camilleri, seis irresistibles narraciones nos devuelven el universo del comisario Montalbano en toda su riqueza y esplendor, para deleite de los lectores adictos a su particular manera de entender la vida. A plena luz del despiadado sol siciliano, con un humor no exento del realismo más implacable, surge un caudal de sentimientos irrefrenables: el odio que provoca una venganza cuyas consecuencias han de durar décadas en Mejor la oscuridad; o los resquemores que despierta en todo el cuerpo de policía de Vigàta el comportamiento aparentemente ingenuo, pero cargado de miradas salvajes, de la joven Grazia Giangrasso, en Herido de muerte. Y para arropar al comisario en su ardua tarea, no faltan los elementos de siempre: los desencuentros telefónicos con su novia Livia, las entrañables broncas con Mimì Augello, la perplejidad que siempre consigue producirle Catarella, el inefable telefonista de la comisaría. En esta ocasión, a los personajes conocidos se añaden otros nuevos, como el formal y distante comandante Verruso, antítesis de un Montalbano que descubrirá, con sorpresa y admiración, la dignidad y valentía con las que su nuevo aliado custodia un terrible secreto. Como es habitual en él, Montalbano aprovecha la resolución de los casos para exponer el contraluz de las cosas, de los acontecimientos y circunstancias que rodean los hechos, como si éstos fueran consecuencia de una condición colectiva, de otros dramas y otros padecimientos largamente sufridos, que escapan al control del individuo. Y todas esas dudas, miedos, tentaciones y contradicciones no hacen más que subrayar, si cabe, la profunda dimensión humana que ha hecho de este personaje el favorito de millones de lectores en todo el mundo.

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A la mañana siguiente, poco después de las ocho, el dottor Friscia llama a la puerta de la casa de los Ferlito. Le abre la doncella Maria, la cual le dice que la señora Cristina permanece encerrada en la habitación de su marido y no quiere que entre nadie. Pero el médico consigue que le abra. En la estancia se aspira un pestazo insoportable a vómito, orines y mierda. Cristina está sentada en una silla al lado de la cama, rígida y con los ojos muy abiertos. El médico consuela a la mujer, que se encuentra en estado de shock, y se da cuenta de que las medicinas que le ha entregado ni siquiera están abiertas.

– Pero ¿por qué no se las ha dado?

– No hubo tiempo. Murió media hora después de que usted se fuera.

El médico toca el cuerpo del paciente. Aún está caliente. Pero puede que la explicación sea la estufa de leña que el propio abogado había encendido la víspera antes de salir para cuando regresara a casa de la velada en el círculo. La estufa, dirá más tarde la señora Cristina, la había alimentado ella misma un cuarto de hora antes de que le llevaran a casa a su marido moribundo.

El entierro se retrasa unos días para que Stefano, el hermano del muerto, que vive en Suiza, pueda asistir. Al día siguiente de la muerte del abogado, su hija Ágata visita al doctor Friscia para que éste le refiera con todo detalle lo que le había dicho a su madre a propósito de los medicamentos que ésta no había tenido tiempo de administrar a su marido. El resultado es que Ágata se va de casa y pide hospitalidad a unos amigos. Pero ¿cómo se explica que una hija abandone a su madre justo cuando más tendría que estar a su lado, en el momento del dolor? Entonces empiezan a correr abiertamente por el pueblo unos rumores que ya circulaban en forma de insinuaciones, alusiones y significativas medias palabras.

Cuando se casa, Cristina Ferlito es una guapísima joven de veinte años, hija del notario Calogero Cuffaro, es decir, del representante más autorizado, tanto en Fela como en los municipios cercanos, del partido en el poder. El obispo lo recibe un día sí y otro también. No hay encargo público, concesión, licencia ni contrato que Cuffaro no controle. En poco tiempo Cristina averigua de qué pasta está hecho su marido, que le lleva diez años. Tienen una hija. Cristina se comporta como una esposa abnegada, nadie puede decir nada malo de ella, hasta el mes de febrero de 1948, en que su marido le lleva a casa a un sobrino lejano de veinticinco años llamado Attilio, un joven guapísimo a quien él ha encontrado trabajo en Fela.

Attilio, que hasta entonces había vivido con sus padres en Fiacca, se instala en una habitación de la villa que ocupan el abogado y su mujer. Muchas veces, dicen las malas lenguas, el sobrino se presta a consolar a su tía Cristina, la cual se queja con él de las constantes traiciones de su marido. Y, entre tantos consuelos, a la señora Cristina acaba resultándole más cómodo que la consuelen en la cama. Pero la mujer se enamora del chico, no lo deja ni respirar, está tremendamente celosa y empieza a montarle escenas incluso en presencia de extraños. El abogado recibe unos anónimos que lo dejan indiferente; es más, se alegra de que su mujer deje de tocarle los cojones a él y se los toque al sobrino. En el mes de octubre del año siguiente, en parte porque ya no puede aguantar más a la amante y en parte porque le duele ofender a su tío, a quien le debe el trabajo, Attilio se traslada a vivir a una pensión. Cristina se vuelve aparentemente loca, deja de comer y de dormir, envía larguísimas cartas a su ex amante por medio de su doncella Maria… En algunas de ellas le expone su intención, que Attilio no se toma en serio, de matar a su marido para recuperar su libertad y vivir con él.

El día del entierro, todo el pueblo ve que Cristina es esquivada por su hija, por su cuñado Stefano, recién llegado de Suiza, y por su suegra, la cual, en la iglesia y delante del ataúd, acusa directamente a la nuera de haberle matado al hijo. En ese momento, el notario Calogero Cuffaro, el padre de Cristina, se apresura a consolar a la pobre mujer, dando de esta manera a entender a todo el mundo que ésta ha perdido el juicio a causa del dolor. Pero esa misma noche, en el círculo Patria, Stefano el suizo, tras haber anunciado a los presentes que pedirá a quien corresponda la realización de una autopsia a su hermano, se aparta con el abogado Russomanno, que pertenece al mismo partido político del notario Cuffaro pero que encabeza la corriente contraria. El tenso coloquio mantenido en una salita del círculo dura tres horas. Suficiente para que, durante su camino de vuelta a casa, Stefano sea agredido por dos desconocidos que le pegan una soberana paliza y lo conminan a marcharse diciendo:

– ¡Suizo, vuélvete a Suiza!

A pesar de su ojo a la funerala y de la cojera de una pierna, Stefano Ferlito, acompañado por el abogado Russomanno, se presenta en casa del difunto convocado por el notario Cuffaro, que exige las «debidas aclaraciones». Ni rastro de la viuda Cristina, pero, para compensar su ausencia, acompaña al notario el ilustre abogado Sestilio Nicolosi, príncipe del Foro. A las diez de la noche, el numeroso grupo de personas que se ha congregado delante de la casa para oír los gritos que dan los abogados Russomanno y Nicolosi mientras discuten, percibe un repentino silencio: ¿qué ha ocurrido? Ha ocurrido que, de pronto, se ha abierto la puerta del salón y ha aparecido Cristina. La cual, muy pálida pero firme y decidida, dice:

– Basta. Ya no puedo más. Yo he matado a Nenè. Con veneno.

El notario hace un supremo intento de defenderla hablando de delirio y desvarío, pero no hay solución. Veinte minutos después, el pequeño grupo ve abrirse la puerta de la casa. Salen primero la señora Cristina, el notario y el abogado Nicolosi y, a continuación, Stefano y el abogado Russomanno. La gente los sigue hasta el cuartel de los carabineros, donde Cristina va a entregarse. El teniente Frangipane la interroga. Y Cristina cuenta que, una vez sola, tras la partida del doctor Friscia, en vez de administrarle los medicamentos a su marido, le dio a beber un vaso de agua en la que había disuelto un veneno para ratones a base de estricnina.

– ¿Dónde lo compró?

– No lo compré. Se lo pedí a mi amiga Maria Carmela Siracusa, la viuda del farmacéutico. Ella lo cogió de la farmacia y me lo dio. Le dije que era para los ratones que había en casa.

– ¿Por qué ha matado a su marido?

– Porque ya no podía soportar sus traiciones.

Al día siguiente, convocada por el teniente Frangipane, Maria Carmela Spagnolo de Siracusa confirma entre lágrimas que fue ella quien le facilitó el veneno a su amiga a mediados de noviembre, pero jamás de los jamases se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que Cristina pudiera utilizarlo para matar a su marido. Ambas se habían visto por Navidad, habían pasado un buen rato hablando, Cristina estaba como de costumbre… La señora Maria Carmela, coetánea y amiga de Cristina, tenía fama en el pueblo de ser una mujer de cuerpo entero. El difunto farmacéutico también era un mujeriego, como el abogado, pero ella no se había buscado un amante, como había hecho Cristina. Por lo tanto, el teniente no tiene ningún motivo para suponer que Maria Carmela Siracusa pudiera estar al corriente de las homicidas intenciones de Cristina. Le toma declaración y la envía de nuevo a su casa. Pero alguien empieza a difundir por el pueblo algunas calumnias contra Maria Carmela: hay quien dice que la viuda del farmacéutico estaba perfectamente al corriente del propósito de Cristina. En resumen, Maria Carmela es, a juicio de muchos, una cómplice. Entonces la mujer, indignada, vende sus propiedades y se va al extranjero para reunirse con su hermano diplomático. Sólo regresará y permanecerá allí unos días para declarar en el primer juicio, que se celebra en 1953. Confirmará su primera declaración y regresará inmediatamente a Francia. En Fela jamás volverán a verla.

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