Kjell Eriksson - La princesa de Burundi

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En Uppsala, Suecia, todo el mundo está perplejo cuando se encuentra en la nieve el cadáver de John Jonsson. A juzgar por la desfiguración, parece evidente que quienquiera que haya asesinado al experto en peces tropicales lo odiaba profundamente. La detective Ann Lindell, que, en contra de su voluntad, deja su baja por maternidad para investigar el caso, apunta a un perturbado cáustico y encarnizado con cuentas pendientes con John.

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– Gracias, Dios mío -susurró.

Lindell la podía ver frente a sí. Tragó y continuó.

– Una cosa más. En el armario del cuarto de Justus hay dinero, mucho dinero. Es de John. Ya te contaré más tarde cómo lo consiguió. No se trata solo de la ganancia al póquer, eso es todo lo que te puedo decir. Pasaré un momento para que podamos hablar, luego vendrán mis colegas.

– ¿Y Justus?

– Está en un sitio seguro. Dale un par de horas. Te prometo que se encuentra bien.

– ¿De qué dinero hablas?

– Me paso por ahí, ¿vale?

*****

Regresó a la cocina. El chico alzó la vista.

– Acabo de escuchar un concierto en finlandés -expuso Lindell en un tono distendido, e intentó esbozar una sonrisa.

– Son mis nietos -señaló Erki.

– ¿Se puede quedar Justus un rato? -preguntó ella.

Erki y Justus se miraron el uno al otro.

– Por supuesto -respondió Erki-. Luego llamaremos a Berit. Después lo llevaré a casa.

Lindell asintió con la cabeza.

– Ahora tengo que irme -indicó dudando-. Adiós, Justus. Hasta la vista.

Ella le lanzó una mirada a Erki. Este se levantó pausadamente de la mesa. Lindell salió retrocediendo de la cocina. El finlandés la siguió al recibidor.

– Una cosa más -dijo ella mientras revolvía el montón de zapatos.

Erki cerró la puerta de la cocina.

– Quiero… Sé que está mal, pero hay una cosa.

Lindell pescó una de sus botas. Se volvió hacia el hombre.

– Eso de los sueños -apuntó ella-. ¿No son los niños lo más importante?

Erki asintió con la cabeza.

– He pensado… Justus sueña con África.

Erki miró hacia la puerta de la cocina y se acercó a Lindell.

– África no es lo que él cree, pero ese era el sueño que tenía con Johny. ¿Qué pasará ahora con el chico?

Un grupo de niños salió corriendo del salón. Pararon en seco al ver a Lindell. Vieron la bota en su mano y el desorden de zapatos en el suelo. Erki dijo algo en finlandés y se retiraron de inmediato cerrando la puerta tras de sí.

– Quiero -retomó Lindell, ahora con una voz más tensa- que aparte cien mil coronas de la mochila. Escóndalas y cuando todo se haya calmado procure que el niño y Berit se vayan a África. ¿Entiende lo que quiero decir?

Erki asintió con la cabeza.

– Tiene que poder ver su África, aunque solo sea una semana -consideró Lindell.

– ¿Eso no está mal? -preguntó Erki.

Lindell movió negativamente la cabeza.

– Si esto saliera a la luz me echarían inmediatamente, pero a usted le gusta el chico.

Erki Karjalainen sonrió. Lindell notó su aliento a ponche navideño.

– Coja un taxi cuando vaya a casa de Berit -sugirió ella.

– ¿Y eso de robar? -le preguntó Erki-. ¿Qué pensará el chico?

– Dígale que John lo quiso así.

Erki se inclinó hacia delante y por un instante ella creyó que la abrazaría, pero únicamente la miró con intensidad, como si deseara controlar algo, como si deseara leer su firmeza en el rostro.

– ¿Pasarán usted y el niño solos la Navidad?

Lindell negó con la cabeza, se agachó y pescó la otra bota.

– Habíamos pensado invitar a Berit y a Justus -dijo Erki-, así que si quiere venir ya lo sabe.

Lindell miró a su alrededor, se sentó en un taburete y se concentró en ponerse las botas. Deseaba huir pero al mismo tiempo quedarse con la familia Karjalainen. Suspiró profundamente y se subió la cremallera de la bota.

– Mis padres han venido de visita -contó ella, y se permitió sonreírle-. Pero gracias, es muy amable.

*****

Lindell salió al frío helado con una gran sensación de nostalgia. Miró a su alrededor. Una nariz se pegó a una ventana y Lindell dijo adiós con la mano. La nariz desapareció.

Dejó el motor un rato en punto muerto, como solía hacer. Cuando metió la marcha supo el porqué: así había hecho siempre su padre con el camión de bebidas. Salía unos minutos antes de que tuviera que irse y encendía el motor, luego volvía a entrar y se bebía los últimos sorbos del café de la mañana antes de empezar su ronda.

Llamó a casa. Esta vez el tono de su madre era autoritario.

– Ven a casa ahora mismo -ordenó ella.

– Es que hay un niño que ha tenido problemas -se disculpó Ann.

– Tú también tienes un hijo -repuso su madre desabrida.

– No está en apuros -protestó Ann, pero su mala conciencia iba en aumento.

– Pero ¿dónde estás?

– ¿No me oyes? ¡Volveré dentro de un momento! Solo tengo que pasar a ver a una mujer en el centro.

Su madre colgó y Ann no se sorprendió. Sabía que era incapaz de mantener una discusión larga con su hija. La distancia se había agrandado.

Dejó a un lado los pensamientos sobre sus padres, como siempre hacía, y los desvió hacia el trabajo. ¿Había hecho bien pidiéndole a Erki que apartara cien mil coronas? Había dicho algo sobre la moral, pero el hecho era que el dinero era de John. Aun cuando las apuestas de la partida de póquer provinieran de dinero robado, la ganancia debía ser de John. Una vez restado el dinero del taller quizá quedaran mucho más de cien mil coronas y estas serían de Berit y Justus. De esa manera pensaba construir su muro protector moral interior.

Se sonrió a sí misma. Después de toquetear un rato los botones de la radio consiguió sintonizarla. La suave música se esparció por todo el interior y la transportó a otro viaje en coche, un día de verano de hacía muchos años, cuando iba hacia el sur para ver a sus padres.

En esa ocasión, la música, combinada con su propio desconcierto, la obligó a detenerse, dar media vuelta e ir por primera vez a casa de Edvard en Grasó.

En aquella ocasión era verano. Entonces tenía a Edvard. Ahora estaba en el crudo invierno. Apagó de pronto la radio, amargada consigo misma y con su triste destino, por su ineptitud para cuidar de sí.

42

Ruben Sagander sudaba y parecía como si el sudor se congelara formando una coraza sobre su cuerpo. Alzó la vista hacia la ventana iluminada de Berit. Entró en el portal, pero no encendió la luz de la escalera. Respiró hondo y comenzó a subir. En la escalera olía a Navidad. Pasó una puerta tras otra. Oyó música y conversaciones. Sudaba profusamente, al igual que durante la caza cuando el alce aparecía en el campo visual y él levantaba la escopeta lentamente y contenía la respiración.

Quedaba un piso. Le vino a la cabeza la imagen del cartel destrozado fuera del taller y recordó el sonido del primer torno que instalaron. Demoró sus pasos unos segundos. Se abrió una puerta un piso más abajo y oyó el sonido de alguien que bajaba la escalera.

– Llévate también los cartones -gritó una mujer.

Los pasos cesaron. Un hombre murmuró algo y regresó al apartamento. Una corta discusión y luego se reemprendieron los pasos de bajada. Ruben Sagander permaneció completamente inmóvil y se alegró de que el hombre no encendiera la luz. La puerta de la calle se cerró. Sagander esperó y toqueteó el cuchillo en el bolsillo de la chaqueta de caza. Un par de minutos después el hombre regresó, subió las escaleras en silencio, se abrió una puerta, la música fluyó y la puerta se cerró de nuevo. Sagander respiró hondo y prosiguió.

Frente a la puerta de Berit se quitó el gorro que había cogido del coche. Sacó el cuchillo de su funda, midió con la hoja e hizo dos agujeros en el gorro, se lo pasó por el rostro y sintió el picaporte. La puerta no estaba cerrada con llave.

*****

Berit estaba sentada a la mesa de la cocina y miraba embobada fijamente la caja de cartón repleta de billetes. Miles de coronas. Nunca antes había visto tanto dinero. Metió la mano en la caja y esparció un montón de billetes de quinientas coronas sobre la mesa. De pronto rompió a llorar.

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