Kjell Eriksson - La princesa de Burundi

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En Uppsala, Suecia, todo el mundo está perplejo cuando se encuentra en la nieve el cadáver de John Jonsson. A juzgar por la desfiguración, parece evidente que quienquiera que haya asesinado al experto en peces tropicales lo odiaba profundamente. La detective Ann Lindell, que, en contra de su voluntad, deja su baja por maternidad para investigar el caso, apunta a un perturbado cáustico y encarnizado con cuentas pendientes con John.

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– Joder -protestó Agne Sagander.

– Un asunto lamentable lo del taller -empezó Berglund.

– Vaya delegación más numerosa -consideró Sagander mirando a Lindell-. A usted la conozco de los periódicos. Asesinatos y desgracias, ¿dónde está la parte divertida de todo eso?

Linden se acercó al hombre, tendió la mano y se presentó. Sagander la apretó con fuerza. Linden sonrió.

Berglund también se acercó y se presentó.

– ¿Es cazador? -preguntó.

– Sí, a ese me lo cargué en Jämtland -señaló Sagander, y miró la colosal cabeza de alce sobre la chimenea-. Dieciocho puntas. Ströms Vattudal. Ahí hay alces de verdad, o había -añadió con una sonrisa satisfecha-. ¿Usted caza?

– Antes -contestó Berglund con sequedad.

– Vaya -asintió Sagander-. ¿Qué tienen? ¿Cómo ha quedado? Es una mierda tener que estar aquí sentado.

– Agne tiene muchos dolores -apuntó la mujer-. Se operó de la espalda y ahora al parecer algo ha salido mal.

– Es culpa de esos jodidos veterinarios del Universitario -le dijo Sagander-. Cortan de cualquier manera.

– Creo que has pillado una infección -recriminó Gunnel Sagander en un tono algo más decidido-. Deberías ir al hospital.

– ¿Pasar las navidades ahí? ¡Nada de eso!

– Si es una infección te darán antibióticos -explicó-. ¿Desean café? -Cambió de tema y miró a Lindell.

– Gracias, no me vendría mal -respondió Lindell.

La mujer desapareció de la habitación. El hombre la siguió pensativo con la mirada.

– Bueno, el taller ha ardido hasta los cimientos -expuso Haver sin piedad-. No queda una mierda.

Fue como si acomodase su tono y su lenguaje al de Sagander.

– Eso he oído -admitió Sagander.

– ¿Le apena? -preguntó Lindell.

– ¿Apenarme? ¡Joder, qué pregunta!

– Creemos que alguien le ha prendido fuego -intervino Berglund.

– ¿No se pueden sentar? Parece como si yo fuera un cadáver.

Los tres policías se sentaron. A Lindell le dio la sensación de estar visitando a un familiar arisco en el hospital.

– Prenderle fuego -dijo Sagander-. ¿Quién puede haber sido?

– ¿Tiene problemas con alguien?

– En todo caso con Hacienda, pero no creo que tengan patrullas de incendiarios. Tampoco creo que sea el cagón de Ringholm.

– Hemos estado pensando -apuntó Haver, y se inclinó hacia delante-. Hace poco asesinaron a un ex empleado suyo y ahora queman el taller. ¿Hay alguna relación?

Sagander negó con la cabeza.

– ¿Qué hizo el 17 de diciembre? -preguntó Berglund.

Sagander lo miró durante un corto instante antes de responder. A Lindell le pareció vislumbrar una expresión de decepción en su rostro, como si Sagander considerara que Berglund traicionaba la fraternidad entre cazadores.

– Se lo voy a contar. Entonces estaba bajo el bisturí -dijo, e hizo un movimiento hacia la espalda.

– Se recuperó rápido. Cuando pasé por el taller el 19 parecía estar bastante bien -consideró Haver.

– Me operaron de una hernia de disco y con eso te mandan a casa rápido de cojones.

– ¿Cuándo volvió a casa?

– La tarde del 18, el día de mi cumpleaños.

– ¿Qué coche tiene? -preguntó Berglund.

– El Volvo de ahí fuera -respondió Sagander rápidamente.

Se notaba que sentía dolor y que lo odiaba, no tanto por el sufrimiento, supuso Lindell, sino por tener que estar ahí postrado.

– ¿Cómo volvió a casa?

– Mi mujer me trajo.

– ¿En el Volvo?

– Claro, ¿cómo si no? ¿En limusina?

Gunnel Sagander entró en la habitación con una bandeja cargada de tazas y platos, bollos y galletas.

– A ver -dijo, y se volvió hacia Lindell-, ¿podría recoger los periódicos de la mesa?

Las tazas tintineaban sobre la bandeja. Lindell ayudó a poner la mesa.

– Qué porcelana más bonita -observó, y la mujer la miró como alguien que está en peligro de naufragar y ve un salvavidas.

– Espero que todavía no estén hartos de las galletas de especias -indicó ella.

«Aquí podría sentirme a gusto si no tuviera que aguantar a Agne Sagander», pensó Lindell.

– El café estará listo en un momento -anunció la mujer.

– He visto que tiene unos objetos de cobre muy bonitos en la pared. ¿Puedo verlos?

– Claro, venga conmigo.

Se dirigieron hacia la cocina y Lindell sintió la mirada de Agne Sagander clavada en su espalda.

– Es un poco brusco -expuso Gunnel Sagander cuando entraron en la cocina-. Le duele mucho.

– Ya lo veo -concedió Lindell-. Seguro que es una persona muy activa.

Observaron los cuencos y los moldes. Gunnel le contó que la mayoría los había heredado, pero que algunos de ellos también los había comprado en diferentes subastas.

– Se vuelve loco cuando traigo cosas a casa, pero luego le parecen bonitas.

– Es típico de los hombres -consideró Lindell-. He oído que usted lo trajo del hospital a casa.

– Sí, en efecto -admitió Gunnel, y sus ojos perdieron algo de brillo.

– ¿Fue el 18?

– Sí, era su cumpleaños, pero apenas lo festejamos. Estaba bastante enfadado. Quería ir al taller.

– ¿Mandan a la gente tan pronto a casa? Lo operaron el día antes.

– Hay recortes, pero él quería venirse a casa. Seguro que los que están solos lo llevan peor.

– ¿Se refiere a los que no tienen servicio doméstico?

Gunnel Sagander sonrió.

– Servicio doméstico -repitió Gunnel pensativa-. Yo no pienso así. Me gusta tenerlo todo bonito y él no es tan difícil como parece.

A Lindell le pareció que Gunnel Sagander había sabido envejecer. La calidez de su voz indicaba que había visto y oído mucho, pero había perdonado y se había reconciliado con lo que había salido mal. ¿Era feliz? ¿Convertía en virtud la necesidad de ser una buena ama de casa y esposa de un hosco cascarrabias?

Lindell había visto demasiadas mujeres sometidas, pero al mismo tiempo reconocía que le atraía el papel tradicional de mujer. Era tan fácil imitar a su madre. Tan aparentemente seguro. Deseaba hablar con Gunnel Sagander de aquello, pero comprendió que no era la ocasión adecuada y que seguramente nunca lo sería.

El café borboteó una última vez en la cafetera. Gunnel Sagander le lanzó una mirada a Lindell como si pudiera leer sus pensamientos.

– ¿Está casada? -preguntó mientras vertía el café en un termo grande.

– No, vivo sola con mi pequeño Erik.

La mujer cabeceó y se dirigieron al salón.

*****

Lindell observó que Haver estaba decepcionado. ¿O era el cansancio lo que le daba esa imagen de estar acabado? Estaba relajadamente sentado, recostado en una butaca, y se miraba las manos. Lanzó una mirada a Lindell y a Gunnel Sagander cuando regresaron. Sagander parloteaba. Berglund escuchaba atento.

– Johny era competente, pero era un excéntrico -dijo-. Fue una pena que tuviera que irse.

– Fue usted quien lo despidió -objetó Berglund.

– No tuve más remedio -replicó Sagander lacónico-, pero eso es algo que un funcionario no puede entender.

– Sí lo entiendo -dijo Berglund amablemente, y sonrió.

– ¿Un poco más de café? -ofreció Gunnel Sagander, y alzó el termo.

– No, gracias -rechazó Berglund, y se puso en pie.

*****

Haver alzó la vista al cielo. Las nubes se apartaban como una cortina y revelaban un firmamento estrellado. Movió los labios como para decir algo, pero se arrepintió y descendió hasta el jardín.

– Gracias por el café -dijo, y se dio la vuelta hacia Gunnel Sagander.

Ella no dijo nada, sino que simplemente asintió. Berglund le tendió la mano. Lindell se entretuvo un rato.

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