– Joder -protestó Agne Sagander.
– Un asunto lamentable lo del taller -empezó Berglund.
– Vaya delegación más numerosa -consideró Sagander mirando a Lindell-. A usted la conozco de los periódicos. Asesinatos y desgracias, ¿dónde está la parte divertida de todo eso?
Linden se acercó al hombre, tendió la mano y se presentó. Sagander la apretó con fuerza. Linden sonrió.
Berglund también se acercó y se presentó.
– ¿Es cazador? -preguntó.
– Sí, a ese me lo cargué en Jämtland -señaló Sagander, y miró la colosal cabeza de alce sobre la chimenea-. Dieciocho puntas. Ströms Vattudal. Ahí hay alces de verdad, o había -añadió con una sonrisa satisfecha-. ¿Usted caza?
– Antes -contestó Berglund con sequedad.
– Vaya -asintió Sagander-. ¿Qué tienen? ¿Cómo ha quedado? Es una mierda tener que estar aquí sentado.
– Agne tiene muchos dolores -apuntó la mujer-. Se operó de la espalda y ahora al parecer algo ha salido mal.
– Es culpa de esos jodidos veterinarios del Universitario -le dijo Sagander-. Cortan de cualquier manera.
– Creo que has pillado una infección -recriminó Gunnel Sagander en un tono algo más decidido-. Deberías ir al hospital.
– ¿Pasar las navidades ahí? ¡Nada de eso!
– Si es una infección te darán antibióticos -explicó-. ¿Desean café? -Cambió de tema y miró a Lindell.
– Gracias, no me vendría mal -respondió Lindell.
La mujer desapareció de la habitación. El hombre la siguió pensativo con la mirada.
– Bueno, el taller ha ardido hasta los cimientos -expuso Haver sin piedad-. No queda una mierda.
Fue como si acomodase su tono y su lenguaje al de Sagander.
– Eso he oído -admitió Sagander.
– ¿Le apena? -preguntó Lindell.
– ¿Apenarme? ¡Joder, qué pregunta!
– Creemos que alguien le ha prendido fuego -intervino Berglund.
– ¿No se pueden sentar? Parece como si yo fuera un cadáver.
Los tres policías se sentaron. A Lindell le dio la sensación de estar visitando a un familiar arisco en el hospital.
– Prenderle fuego -dijo Sagander-. ¿Quién puede haber sido?
– ¿Tiene problemas con alguien?
– En todo caso con Hacienda, pero no creo que tengan patrullas de incendiarios. Tampoco creo que sea el cagón de Ringholm.
– Hemos estado pensando -apuntó Haver, y se inclinó hacia delante-. Hace poco asesinaron a un ex empleado suyo y ahora queman el taller. ¿Hay alguna relación?
Sagander negó con la cabeza.
– ¿Qué hizo el 17 de diciembre? -preguntó Berglund.
Sagander lo miró durante un corto instante antes de responder. A Lindell le pareció vislumbrar una expresión de decepción en su rostro, como si Sagander considerara que Berglund traicionaba la fraternidad entre cazadores.
– Se lo voy a contar. Entonces estaba bajo el bisturí -dijo, e hizo un movimiento hacia la espalda.
– Se recuperó rápido. Cuando pasé por el taller el 19 parecía estar bastante bien -consideró Haver.
– Me operaron de una hernia de disco y con eso te mandan a casa rápido de cojones.
– ¿Cuándo volvió a casa?
– La tarde del 18, el día de mi cumpleaños.
– ¿Qué coche tiene? -preguntó Berglund.
– El Volvo de ahí fuera -respondió Sagander rápidamente.
Se notaba que sentía dolor y que lo odiaba, no tanto por el sufrimiento, supuso Lindell, sino por tener que estar ahí postrado.
– ¿Cómo volvió a casa?
– Mi mujer me trajo.
– ¿En el Volvo?
– Claro, ¿cómo si no? ¿En limusina?
Gunnel Sagander entró en la habitación con una bandeja cargada de tazas y platos, bollos y galletas.
– A ver -dijo, y se volvió hacia Lindell-, ¿podría recoger los periódicos de la mesa?
Las tazas tintineaban sobre la bandeja. Lindell ayudó a poner la mesa.
– Qué porcelana más bonita -observó, y la mujer la miró como alguien que está en peligro de naufragar y ve un salvavidas.
– Espero que todavía no estén hartos de las galletas de especias -indicó ella.
«Aquí podría sentirme a gusto si no tuviera que aguantar a Agne Sagander», pensó Lindell.
– El café estará listo en un momento -anunció la mujer.
– He visto que tiene unos objetos de cobre muy bonitos en la pared. ¿Puedo verlos?
– Claro, venga conmigo.
Se dirigieron hacia la cocina y Lindell sintió la mirada de Agne Sagander clavada en su espalda.
– Es un poco brusco -expuso Gunnel Sagander cuando entraron en la cocina-. Le duele mucho.
– Ya lo veo -concedió Lindell-. Seguro que es una persona muy activa.
Observaron los cuencos y los moldes. Gunnel le contó que la mayoría los había heredado, pero que algunos de ellos también los había comprado en diferentes subastas.
– Se vuelve loco cuando traigo cosas a casa, pero luego le parecen bonitas.
– Es típico de los hombres -consideró Lindell-. He oído que usted lo trajo del hospital a casa.
– Sí, en efecto -admitió Gunnel, y sus ojos perdieron algo de brillo.
– ¿Fue el 18?
– Sí, era su cumpleaños, pero apenas lo festejamos. Estaba bastante enfadado. Quería ir al taller.
– ¿Mandan a la gente tan pronto a casa? Lo operaron el día antes.
– Hay recortes, pero él quería venirse a casa. Seguro que los que están solos lo llevan peor.
– ¿Se refiere a los que no tienen servicio doméstico?
Gunnel Sagander sonrió.
– Servicio doméstico -repitió Gunnel pensativa-. Yo no pienso así. Me gusta tenerlo todo bonito y él no es tan difícil como parece.
A Lindell le pareció que Gunnel Sagander había sabido envejecer. La calidez de su voz indicaba que había visto y oído mucho, pero había perdonado y se había reconciliado con lo que había salido mal. ¿Era feliz? ¿Convertía en virtud la necesidad de ser una buena ama de casa y esposa de un hosco cascarrabias?
Lindell había visto demasiadas mujeres sometidas, pero al mismo tiempo reconocía que le atraía el papel tradicional de mujer. Era tan fácil imitar a su madre. Tan aparentemente seguro. Deseaba hablar con Gunnel Sagander de aquello, pero comprendió que no era la ocasión adecuada y que seguramente nunca lo sería.
El café borboteó una última vez en la cafetera. Gunnel Sagander le lanzó una mirada a Lindell como si pudiera leer sus pensamientos.
– ¿Está casada? -preguntó mientras vertía el café en un termo grande.
– No, vivo sola con mi pequeño Erik.
La mujer cabeceó y se dirigieron al salón.
*****
Lindell observó que Haver estaba decepcionado. ¿O era el cansancio lo que le daba esa imagen de estar acabado? Estaba relajadamente sentado, recostado en una butaca, y se miraba las manos. Lanzó una mirada a Lindell y a Gunnel Sagander cuando regresaron. Sagander parloteaba. Berglund escuchaba atento.
– Johny era competente, pero era un excéntrico -dijo-. Fue una pena que tuviera que irse.
– Fue usted quien lo despidió -objetó Berglund.
– No tuve más remedio -replicó Sagander lacónico-, pero eso es algo que un funcionario no puede entender.
– Sí lo entiendo -dijo Berglund amablemente, y sonrió.
– ¿Un poco más de café? -ofreció Gunnel Sagander, y alzó el termo.
– No, gracias -rechazó Berglund, y se puso en pie.
*****
Haver alzó la vista al cielo. Las nubes se apartaban como una cortina y revelaban un firmamento estrellado. Movió los labios como para decir algo, pero se arrepintió y descendió hasta el jardín.
– Gracias por el café -dijo, y se dio la vuelta hacia Gunnel Sagander.
Ella no dijo nada, sino que simplemente asintió. Berglund le tendió la mano. Lindell se entretuvo un rato.
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