Kjell Eriksson - La princesa de Burundi

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En Uppsala, Suecia, todo el mundo está perplejo cuando se encuentra en la nieve el cadáver de John Jonsson. A juzgar por la desfiguración, parece evidente que quienquiera que haya asesinado al experto en peces tropicales lo odiaba profundamente. La detective Ann Lindell, que, en contra de su voluntad, deja su baja por maternidad para investigar el caso, apunta a un perturbado cáustico y encarnizado con cuentas pendientes con John.

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– Usted también conocía a John, ¿verdad? -preguntó.

– Claro. Trabajó en el taller durante muchos años. Me caía bien.

– Su hijo, Justus, ha desaparecido. ¿Tiene alguna idea de adónde ha podido ir?

Gunnel negó con la cabeza.

– ¿Se ha escapado? Pobre chico.

Un coche arrancó. Era el coche patrulla, que empezaba a moverse. Lindell tomó la mano de ella y le dio las gracias. Haver y Berglund estaban a punto de sentarse en el coche cuando Haver se quedó petrificado, como si le hubiera dado un ataque de ciática. Lindell vio como se apartaba del coche y se dirigía unos metros hacia un lado, se ponía en cuclillas y llamaba a Berglund. Este se inclinó en el coche y cogió algo.

– ¿Qué pasa? -preguntó Gunnel Sagander preocupada.

– No sé -respondió Lindell.

– Se me ha ocurrido adónde ha podido ir Justus. John y Erki, el del taller, eran buenos amigos.

A Lindell le costaba concentrarse en lo que decía la mujer. Las luces del jardín apenas alcanzaban a iluminar con un pequeño reflejo el lugar en el que Haver y Berglund estaban agachados. Berglund encendió una linterna. Vio la excitación de Haver por la manera en que se dio la vuelta hacia Berglund. Este movió la cabeza, alzó la vista hacia la casa, se puso en pie y cogió el teléfono móvil.

– Erki era casi como un padre para John, sobre todo al principio -prosiguió Gunnel Sagander-. Entonces estaba un poco desorientado. También era bastante impetuoso, aunque eso a Erki no le importó.

Lindell alzó el cuello.

– ¿Qué hacen ahí abajo? ¿Se les ha perdido algo?

– Quizá hayan encontrado algo -indicó Lindell-. ¿Qué decía del compañero de trabajo de John?

– Quizá Justus haya ido a casa de Erki. Sé que el finlandés le cae bien.

– ¿Sabe dónde vive?

– Antes vivía en Årsta, pero creo que luego se mudó a Bälinge.

Haver enderezó el cuerpo, se pasó las manos por el sacro y le dijo algo a Berglund.

– Le puedo preguntar a Agne. Podríamos llamar a Erki.

– Pregúntele a Agne y así podré llamarlo -pidió Lindell.

Gunnel entró y Lindell se apresuró hacia sus colegas. La temperatura había descendido considerablemente y hacía un frío helador. Se ajustó la bufanda al cuello. El aliento de sus colegas formaba una nube a su alrededor.

– ¿Qué pasa? -preguntó ella.

Haver la miró y fue como si todo el cansancio hubiese desaparecido de sus ojos.

– Huellas -contestó lacónico, y señaló el suelo frente a sus pies. A Lindell le pareció ver una sonrisa en sus labios.

– Explícate -dijo.

Haver le habló del vertedero de Libro donde encontraron a John.

– ¿Crees que es el mismo coche?

Haver cabeceó afirmativamente.

– Eskil está en camino -informó, y Lindell vio lo nervioso que estaba.

– ¿Le preguntamos a la mujer de Sagander quién ha estado de visita? -preguntó ella, y en ese mismo instante sonó su teléfono móvil.

Era su madre preguntándose dónde estaba. Erik se había despertado, había tomado su papilla y se había vuelto a despertar.

– ¿Está llorando? -preguntó Ann, y se apartó un poco de sus colegas.

– No, no del todo -respondió su madre, y Ann se preguntó en silencio qué quería decir.

– Volveré a casa pronto -notificó-. Dale un poco de plátano, le gusta mucho.

– No necesita ningún plátano, lo que realmente necesita es una madre.

– Tiene una abuela -replicó Ann, y se arrepintió al instante de sus palabras.

La línea quedó en un silencio.

– Ven a casa -dijo su madre al fin, y colgó.

Ann Lindell se quedó de pie con el teléfono en la mano, miró a Haver y a Berglund, simuló finalizar la conversación de una manera civilizada y regresó junto a sus colegas.

– ¿La canguro? -inquirió Berglund.

Lindell cabeceó afirmativamente y vio la rápida mirada que Berglund le lanzó a Haver. En ese mismo instante el viejo coche de Ryde asomó por el camino. Frenó y pareció dudar antes de conducir hacia la casa de Sagander.

Lindell se acercó a Gunnel Sagander, que se había quedado en el porche. Estaba helada.

– ¿Quiere que entremos? -preguntó Lindell.

La mujer negó con la cabeza.

– ¿Qué pasa? -quiso saber ella, y miró intensamente a Lindell.

– Son las huellas de un coche -explicó Lindell-. Tengo que preguntarle quién les ha visitado hoy.

La mujer apartó la mirada.

– El hermano de Agne -respondió con sequedad-. Ruben. Ha estado aquí hace unas horas. Iba a cazar conejos y ha tomado prestada una caja para la escopeta.

– ¿De munición?

La mujer cabeceó afirmativamente.

– ¿Traía el arma?

– La suele llevar casi siempre -informó Gunnel Sagander-. Es…

Guardó silencio. Las dos mujeres vieron como el técnico se bajaba del coche, se acercaba a sus colegas e inmediatamente se agachaba. Berglund volvió a encender la linterna.

– ¿Dónde vive Ruben?

– Arriba en la colina -dijo Gunnel Sagander, y señaló hacia un par de casas a unos cientos de metros de allí.

– ¿En la que está iluminada?, ¿la casa con dos chimeneas?

Gunnel cabeceó afirmativamente.

Lindell regresó a la huella del coche. Ryde le lanzó una rápida mirada, pero no dijo nada. Sacó un metro y la midió en la nieve.

– El mismo ancho -corroboró.

Sacó una cámara y tomó rápidamente media docena de fotos. El flash alumbró el dibujo de la rueda. Haver tembló. Lindell relató que probablemente era el coche del hermano de Sagander, que estaba armado y vivía justo al lado.

Ola Haver la miró, pero Lindell lo sintió muy lejano.

– El cuchillo que Mattias robó estaba en el coche. El mismo coche que dejó las huellas en Libro y ahora aquí. Ruben visitó a su hermano en el hospital el día después del asesinato.

– Qué jodido principiante -opinó Ryde.

– Ruben Sagander -pronunció Lindell, y los cuatro se dieron la vuelta hacia el norte y vieron la casa con las dos chimeneas.

– Está armado -avisó Haver.

Comenzaron a caminar hacia la casa de Agne Sagander como si hubieran recibido una señal. Los cuatro policías vieron que Gunnel Sagander presintió lo que estaba sucediendo. Se ajustó la bufanda, enderezó la espalda y se preparó.

– ¿Sabe si Ruben visitó a su hermano el día después de la operación? -preguntó Lindell.

– Sí, los dos estuvimos allí.

– ¿En el coche de Ruben?

La mujer asintió con la cabeza.

– ¿Tiene una furgoneta roja y blanca?

Un nuevo cabeceo afirmativo.

– ¿Qué ha pasado? -le preguntó, pero Lindell supuso que Gunnel Sagander lo sabía.

– ¿Conocía Ruben a John? -indagó Berglund.

– Claro.

Entraron en la casa. Haver telefoneó. Berglund habló con Agne Sagander, que seguía sentado en la misma posición que cuando lo dejaron. También Ryde sacó su teléfono. Lindell se quedó en el recibidor con Gunnel Sagander.

– ¿Puede conseguir el número de teléfono de Erki? -preguntó Lindell.

Debía irse a casa. Sintió en cierta manera que el asesinato de Johny ya no le interesaba tanto. Quizá se debía a que ella no había participado en la investigación. ¿Era Justus lo que la mantenía ahí?

Haver finalizó su conversación y, justo cuando iba a decir algo, Berglund entró en el salón y cerró escrupulosamente la puerta tras de sí.

– Tendremos que llamar a una ambulancia y a una patrulla -informó-. Sagander no quiere ir a ninguna parte. Dice que no se puede mover.

Berglund no tenía el celo de Haver. El policía a punto de jubilarse deseaba irse a casa con su mujer, sus hijos, sus nietos y el abeto, pero Lindell sabía que si era necesario se quedaría a trabajar la Nochebuena sin rezongar. Él se quedó con la mano sobre el picaporte y miró a Gunnel Sagander, como para lamentarlo o quizá recibir un comentario sobre la supuesta inmovilidad del marido.

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