Kjell Eriksson - La princesa de Burundi

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En Uppsala, Suecia, todo el mundo está perplejo cuando se encuentra en la nieve el cadáver de John Jonsson. A juzgar por la desfiguración, parece evidente que quienquiera que haya asesinado al experto en peces tropicales lo odiaba profundamente. La detective Ann Lindell, que, en contra de su voluntad, deja su baja por maternidad para investigar el caso, apunta a un perturbado cáustico y encarnizado con cuentas pendientes con John.

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– Es un chico muy valiente -consideró su padre.

Lindell sonrió y finalizaron la llamada.

Erki Karjalainen abrió la puerta con una amplia sonrisa. La dejó entrar sin decir una sola palabra, gesto que ella apreció. No tenía fuerzas para entablar una conversación sobre lo agradable que era la Navidad.

Justus estaba sentado en la cocina. Junto a la cocina una mujer revolvía un guiso. Alzó la vista y sonrió. Olía bien. El chico la miró rápidamente y luego bajó la mirada. Ante él, en la mesa, había un plato y un vaso de leche.

Lindell se sentó enfrente. Erki se entretuvo un rato en la puerta antes de que él también tomara asiento a la mesa. La mujer apartó la olla, apagó la placa y abandonó la cocina. Erki la vio salir.

– Mi hermana -indicó.

Lindell asintió con la cabeza y miró a Justus. Este mantuvo la mirada.

– ¿Cómo estás?

– Bien.

– Qué bien que hayas aparecido. Estábamos preocupados por ti.

– No me había ido -replicó Justus obstinado.

– Tu madre no sabía dónde te habías metido.

Lindell pensaba que era difícil hablar con los adolescentes. No eran niños ni adultos. Siempre le daba la sensación de que elegía el nivel erróneo, o demasiado infantil o demasiado adulto. Habría necesitado la capacidad innata de Sammy para razonar con ellos.

Justus jugueteaba con el cuchillo sobre el plato. Parecía distraído, pero Lindell supuso que la procesión iba por dentro.

– ¿Has oído que se ha quemado el taller de Sagander? -preguntó en voz baja, y al mismo tiempo se inclinó acercándose al chico.

Este negó con la cabeza.

– Lo sabes -dijo Erki.

Justus le lanzó una rápida mirada. Lindell vio por un instante el miedo reflejado en sus ojos, como si temiera a Erki, pero, consciente de la estupidez de negar algo que acababa de contarle al viejo amigo de trabajo de su padre, cabeceó afirmativamente a Lindell.

– Cuéntame -pidió Lindell.

Justus empezó con parquedad, pero poco a poco la narración comenzó a manar de una manera fluida. Guardó silencio en mitad de una oración y miró a Lindell.

– Sagge es un idiota -propinó en tono agresivo.

– Ha elogiado mucho a tu padre.

– Lo despidió -insistió Justus-, entonces los elogios no valen nada.

– Es cierto -aceptó Lindell sonriendo-. Entonces los elogios no valen nada -repitió.

Cuando Justus finalizó su historia comprendió que el incendio había dejado a Erki sin trabajo. El miedo retornó a sus ojos y sollozó.

– No te preocupes -le dijo Erki como si hubiera leído los pensamientos del chico.

– ¿Qué quieres hacer ahora? -preguntó Lindell.

– No lo sé.

– ¿Vas a llamar a Berit y decirle dónde estás?

– ¿Iré a la cárcel?

– Tienes menos de quince años -aclaró Lindell-, así que no puedes ser condenado. Habrá algunos problemas, pero sabemos que tu padre ha muerto y que a causa de eso estás muy afectado.

– Una cosa más -señaló Erki con calma, y Lindell lo apreció aún más-. Justus tiene bastante dinero. ¿Quieres que se lo cuente yo?

El chico no dijo nada. Erki esperó un buen rato antes de proseguir.

– Ha llegado en taxi y me he preguntado de dónde salía todo ese dinero -comenzó, y se estiró tras una mochila que estaba apoyada contra la pared.

Lindell supuso lo que contenía, pero respiró hondo cuando Erki abrió la cremallera de la desgastada mochila y mostró gruesos fajos de billetes de quinientas coronas.

– ¿Cuánto hay ahí?

– No lo sé -respondió Erki, y depositó la mochila en el suelo-. No lo he contado, pero tiene que haber unos cuantos cientos de miles de coronas.

– No lo he cogido todo -dijo Justus en voz baja.

– ¿De dónde sale este dinero?

– Es de papá.

– ¿Desde cuándo?

– Íbamos a ir a África -explicó Justus a la defensiva-. Lo había juntado para que pudiéramos montar una granja de peces. Quizá en Burundi.

– ¿Sabes de dónde procede el dinero?

El chico negó con la cabeza.

– Yo lo sé -intervino Erki-. Del taller.

– Cuénteme -lo apremió Lindell.

Erki y Justus se miraron. Justus cambió de expresión. La mezcla de agresividad y pasividad fue reemplazada, poco a poco, por una expresión más relajada, y Lindell observó que Justus había heredado algunos de los tiernos rasgos de Johny. El muro defensivo que había levantado se derrumbó. Miró implorante a Erki. Este le tomó la mano, que desapareció por completo en la suya. Al trabajador del taller le faltaba medio dedo. Las miradas de Lindell y la suya se encontraron, y Lindell vio que se sentía conmovido.

– Quizá no lo sepa, pero era un experto en peces -explicó Erki-. Todos soñamos, ¿no es cierto? Nuestras vidas…

Lindell esperó la continuación, pero esta no se produjo.

– ¿Por qué sabe que el dinero venía del taller?

– Llevo mucho tiempo trabajando allí -sostuvo Erki-. Veo muchas cosas. Lo sabía.

Lindell abandonó el tema. Los detalles saldrían a la luz a su debido tiempo.

– ¿Berit estaba al tanto de la mochila?

Justus negó con la cabeza.

– No lo he cogido todo -indicó-. He dejado la mitad.

– ¿Dónde está?

– En el armario de casa.

– ¿Y ella no lo sabe?

– Únicamente lo sabíamos papá y yo.

– Vale -dijo Lindell-, comprendo.

Se dio la vuelta hacia Erki y preguntó si podía utilizar el cuarto de baño. El señaló hacia el recibidor. Lindell salió de la cocina y cerró la puerta tras de sí. Había un par de niños sentados en el suelo. Habían apilado todos los zapatos de la entrada hasta formar un montón. Lindell vislumbró sus botas debajo del todo. Desde otra habitación se oía música y risas alborotadas. Lindell tuvo la sensación de encontrarse en una visita de estudio a un hogar de clase media.

Una vez dentro del cuarto de baño sacó el teléfono móvil y llamó a Haver. Le dijo que Ruben Sagander no estaba en casa. Su mujer lo había esperado durante horas y también había intentado llamarlo al móvil, pero no había respondido.

– ¿Qué hacéis ahora? -preguntó Lindell.

– Hemos emitido una orden de búsqueda -señaló Haver- e intentamos adivinar adónde ha podido ir.

– Está armado -añadió Lindell.

– Lo sabemos -repuso Haver lacónico.

– ¿Es él?

– No estamos seguros, pero las huellas en la nieve parecen coincidir. Tiene una furgoneta roja y blanca, y estuvo en el Hospital Universitario el día que robaron el cuchillo.

– ¿Habéis preguntado por el cuchillo?

– Su mujer dice que tiene muchos cuchillos -explicó Haver-. Toda la casa está llena de armas y trofeos.

– ¿El motivo?

– Dinero, seguro -consideró Haver.

Reinó un momento de silencio antes de que Lindell se atreviera a decirlo.

– Siento lo que pasó.

– No tiene importancia -contestó Haver, pero Lindell notó que no se encontraba bien del todo.

– Tengo que irme a casa, con Erik -dijo ella-. Justus está con Erki y todavía no quiere volver a la suya. Creo que se puede quedar aquí un poco más.

Al final le contó lo del robo en el taller y el dinero de la mochila. Dudó de contárselo a su compañero. Sabía que acabaría saliendo a la luz, pero sintió que traicionaba a Justus y a Erki.

– Dinero -repitió Haver de nuevo.

– Ola, ten cuidado.

Lindell colgó el teléfono, cogió un poco de papel higiénico y se sonó. En el recibidor los niños cantaban con voces agudas una canción finlandesa. Marcó el número de Berit. Cuando ella respondió, Lindell tuvo que esforzarse por mantener a raya el sentimentalismo. Sabía el alivio que significaba para Berit la noticia de que Justus se encontraba bien.

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