Había llegado a una encrucijada. Ese momento iba a decidir su futuro. Sabía que no le quedaban muchos años de vida, quizá cinco o diez. Los médicos le habían dado un poco de esperanza, pero bajo la condición de que llevase una rutina mucho más tranquila y de que dejase el tabaco y el alcohol. Había vendido la empresa, había dejado de fumar, pero continuaría tomándose un coñac de vez en cuando. Deseaba acabar su vida en España. Durante cuarenta años se había deslomado, primero en el taller, luego como conductor de grúas y máquinas en las obras, para finalmente montar una boyante empresa con una veintena de máquinas de construcción.
Estaba orgulloso de lo que había conseguido. Nadie tenía derecho a censurar que hubiera guardado algo de dinero negro. Había merecido ganarse ese dinerillo. Johny se había reído de él, pero ahora no sonreía tanto. El dinero tenía que estar en alguna parte. Lo único que debía hacer era ir a casa de Berit y recuperarlo.
El arma sobre la mesa actuaba como un imán. Una y otra vez entraba en la cocina solo para estudiar el revólver. Nunca había tenido un arma de fuego. Había llevado un cuchillo encima en muchas ocasiones. A Lennart nunca le había gustado pasearse con revólver o pistola. Cuando uno está borracho nunca se sabe qué puede pasar. La pena por un crimen con arma de fuego era siempre mayor. Los jueces encontraban más peligroso a un ladrón que andaba por ahí con una pipa bajo la ropa que a un borrachuzo con un cuchillo.
El bielorruso al que se la había comprado no mostró sorpresa alguna. Había oído lo que le había pasado a Johny y comprendió perfectamente la necesidad de Lennart. La compró a plazos, lo que normalmente no era posible. «Procura sobrevivir -había dicho el ruso lacónico-. Para poder pagarme.»
Sergei llevaba viviendo en Suecia cuatro años. Había llegado a través de Estonia y había pedido asilo político. Si hubiera estado en sus manos, Lennart habría deportado al bielorruso de inmediato, pero ahora sentía cierta gratitud hacia él.
Lennart nunca había querido matar a nadie, pero ahora necesitaba un arma poderosa. Con un revólver podía mostrar que iba en serio.
No podía dejar de toquetearla. Era bonita y terrible, metálicamente amenazadora, y le llenaba de excitación e interés, como si su propia importancia hubiera crecido. Deseaba tenerla a la vista para acostumbrarse a la idea de que estaba armado.
Hacía treinta y seis horas que no había probado ni una gota de alcohol, ni siquiera una cerveza de baja graduación. No podía recordar cuándo fue la última vez que estuvo sobrio tanto tiempo. Quizá cuando lo detuvo la pasma. Entonces estuvo a punto de confesar, solo para poder tomarse una cerveza.
Se sentía como una persona nueva, como si el viejo Lennart hubiera salido de su cuerpo y observara desde fuera el viejo caparazón. Se vio a sí mismo pasear por el apartamento, acercarse a la ventana y observar cómo caía la nieve al otro lado, coger el revólver y vestirse.
Aquella noche obtendría la respuesta. Eso sentía. Estaba convencido de que Berit estaba implicada de alguna manera. Ahora la verdad saldría a la luz. No deseaba hacerle daño. Sencillamente, él no podía hacerle daño. Era la mujer de John y la madre de Justus.
Deseaba de buena gana creer su alegato de que había sido fiel, pero las palabras de Mossa resonaban incesantemente en la cabeza de Lennart. «Puta», había dicho el iraní, y era una palabra muy fuerte. Siempre había confiado en Mossa, ¿por qué iba a mentir sobre eso?
¿Sería Dicken, el de los dientes? No lo había visto desde hacía tiempo. Alguien había dicho que estaba en Holanda. «Si es así -pensó Lennart-, puedo ir tras él. Se ha equivocado si piensa que se puede escapar. Lo perseguiré hasta el fin del mundo.»
Salió a la nieve, sobrio como un dios y purificado de su vida anterior. Sintió una gran tranquilidad y extrañamente pensó en su padre. ¿Fue la breve estancia trabajando con Micke en las labores de la nieve lo que hacía que cada vez con más frecuencia retornara a los recuerdos de antaño? Albin había sido bueno, no únicamente como chapista sino también como padre. Esa noción se había introducido en Lennart con el paso de los años, sobre todo cuando veía a John y a Justus juntos.
Suspiró profundamente. Se encontraba de nuevo en la plaza Brantings. Ningún tractor, nada de escandalosos adolescentes, solo nieve en abundancia y él mismo. El deseo de alcohol hizo que su interior se contrajera como si albergara un cable de acero en su cuerpo, un cable que se retorcía lentamente alrededor de un delicado núcleo de ansiedad. En cualquier momento todo podía quebrarse. Podía correr de vuelta a casa y tomar un trago, pero eso significaría abandonar la caza del asesino de Johny para siempre.
Prosiguió adelante con serenidad. Estrellas de adviento y lámparas de colores parpadeantes en las barandillas de los balcones ribeteaban su camino por Skomakarberget. «Albin y John», murmuró al ritmo de sus pasos. Era como si su padre lo acompañara, como si Albin hubiera bajado de su tejado y su cielo para prestarle ayuda. En silencio su padre caminaba a su lado. De vez en cuando señalaba arriba a una casa y Lennart comprendía que Albin había estado en el tejado.
Lindell conducía despacio. Por un lado, no estaba acostumbrada al coche; por otro, la carretera estaba en malas condiciones. En el campo, el viento había empujado la nieve hasta formar duros taludes difíciles de sortear, y al entrar en el bosque el pavimento helado se tornó traicionero.
Llegó a la iglesia de Bälinge y supo que lo había conseguido. En el mapa de Haver había marcado la calle donde vivía Erki Karjalainen. Después de dar vueltas por las callecitas de la localidad densamente urbanizada llegó, al fin, a un callejón sin salida. Se vio obligada a dar la vuelta y comprobó que, a pesar del mapa, se había perdido.
Una creciente irritación le puso aún más nerviosa. Reconoció los síntomas. Una sensación de peligro le llegó furtivamente. Justus estaba a salvo, pero había otra cosa que lanzaba una sombra negra sobre ella. Supuso que se debía a que un asesino andaba suelto. De pronto comprendió que lo que le hacía sentirse más nerviosa de la cuenta era la preocupación por la situación de sus colegas. Ruben Sagander se hallaba en algún lugar ahí fuera en la oscuridad de diciembre. Había tomado prestada la munición de Agne para cazar conejos y quizá aún estaba armado. Haver y Berglund esperarían hasta que llegaran refuerzos, se pondrían los chalecos antibala y se acercarían a la casa de Sagander con sumo cuidado. Ella lo sabía, pero también que tanto la violencia como los violentos tenían su propia lógica.
Cuando por fin llegó a la casa de Karjalainen y se bajó del coche, se quedó quieta, prestando atención, como si pudiera captar los posibles ruidos en la zona de Börje, a diez kilómetros de distancia. Haver odiaba las armas, aún más tras los acontecimientos de Biskops Arnö, cuando abrió fuego sin motivo contra un asesino en serie, creyendo equivocadamente que este amenazaba a Lindell con una pistola. Esto ocasionó que Lindell también abriera fuego. El hombre resultó muerto.
Haver y Lindell nunca hablaron en serio de lo ocurrido. Ahora él se encontraba cerca de un posible asesino. Lindell, antes de abandonar a Agne Sagander, había preguntado a Haver si llevaba su arma encima. Había asentido con la cabeza, pero no había dicho nada. Lindell estaba convencida de que él también pensaba en el fatídico suceso en la casita de campo aquella noche de verano, tan cerca en el tiempo, pero oculto en algún lejano rincón de su recuerdo común.
Sacó el teléfono móvil y llamó a su casa. En esta ocasión fue su padre quien respondió, lo cual sorprendió y alegró a Lindell. Erik llevaba despierto una hora y su madre lo había tomado en brazos.
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