– Si tus suposiciones son acertadas -dijo Lindell-, ¿es posible que Justus haya sospechado que Sagander tenía algo que ver con el asesinato?
Haver la miró pensativo. Lindell intuyó que buscaba más conexiones, ahora que las supuestas piezas del puzzle empezaban a encajar.
– No lo sé -respondió él, guardó silencio y se dio la vuelta.
Junto a la acera había un bombero agachado restregándose nieve en el rostro. Escupió y resopló, enderezó la espalda y miró el edificio calcinado. Lindell creyó ver una expresión vigilante en su rostro, como si esperara en cualquier momento un nuevo estallido de fuego y humo.
– Hacen un trabajo sensacional -señaló ella cabeceando hacia el bombero.
Haver no respondió. Estaba parado con el móvil en la mano.
– Quizá deberíamos llamar a Berglund -propuso-, y a un coche.
Lindell comprendió que tenía intención de ir a casa de Sagander.
– ¿Dónde vive? -preguntó ella.
– En una finca en los alrededores de Börje, creo. Le pediré a Berglund que lo compruebe.
Marcó el número y Lindell se hizo a un lado. Ella cogió su teléfono y llamó a Berit. Sonaron unas cuantas señales antes de que respondiera. La voz apagada, como si esperara malas noticias.
– No tengo noticias -dijo en silencio-. He seguido llamando, pero nadie ha visto a Justus.
– ¿Justus conocía bien a Sagander? -preguntó Lindell.
– ¿Sagge? ¿Por qué lo preguntas?
Lindell sopesó si debía decirle que el taller acababa de incendiarse, pero se abstuvo.
– Había pensado que…
– Debes saber que nuestra familia odia a Sagander. Justus nunca iría a su casa. ¿Por qué iba a hacerlo?
Entonces Lindell le explicó todo y oyó como Berit tomaba aliento. Ella misma lo había dicho: odiaban a Sagander. Del odio al incendio provocado había apenas unos pasos.
– ¿Crees que Justus lo ha provocado?
– No, solo pregunto -aclaró Lindell.
– ¿Estás en el taller? ¿Qué dice Sagge?
– No está aquí. Al parecer no puede andar. Vamos a ir a su casa.
– ¿Tú también? ¿Dónde tienes al niño?
– Mi madre lo está cuidando.
*****
Lindell dejó su coche en la zona industrial. Recogieron a Berglund en la comisaría y se les sumó un coche con tres colegas uniformados.
– Tú no deberías estar aquí -dijo Berglund de inmediato al subir al coche de Haver.
– Ya lo sé -contestó Lindell resuelta-, pero aquí estoy.
– ¿Y el niño?
– Mis padres están en casa de visita.
– ¿Y tú te piras? -preguntó Berglund-. Incomprensible. Estamos casi en Navidad.
– Justo por eso -respondió Lindell para provocarlo.
Berglund suspiró en el asiento trasero.
– En realidad nunca he creído que Hahn fuera el asesino de Johny -sostuvo Haver, que no había prestado la menor atención a la disputa entre Lindell y Berglund.
– El único que apuesta por Hahn es Sammy -informó Berglund.
– Lo hace para ir a contracorriente -consideró Lindell, y se volvió hacia Berglund en el asiento trasero.
Ella se sentía valiosa en compañía de sus colegas.
– ¿Sabe Ottosson que estás con nosotros? -preguntó Berglund con aspereza.
Ella negó con la cabeza.
– Ni siquiera lo sabe mi madre -añadió Lindell, y esbozó la mejor de sus sonrisas.
Haver encendió la radio del coche. Lindell le lanzó una mirada elocuente a Berglund. En los altavoces se oyó la canción I'm So Excited.
I'm so excited
and I just can't hide it.
I'm about to lose control
and I think I like it.
– Oh, yeaah -cantó Lindell.
– Eres imposible -afirmó Berglund, pero sonrió-. Baja el volumen.
– Ya está bien -dijo Haver.
– Prometo portarme bien -expresó Lindell.
– ¡Bah! -soltó Haver.
Se rió, pero tanto Berglund como Lindell comprendieron que se debía al nerviosismo.
La casa de Sagander se encontraba en lo alto de una colina. En otras circunstancias Lindell hubiera hecho un comentario sobre lo idílico del lugar. Era una casa de dos pisos, roja con las esquinas blancas y con una entrada cubierta que hacía las veces de balcón. En este había dos pequeños árboles de Navidad decorados. Tenían lucecitas como el gran abeto del jardín, que medía más de ocho metros. Una par de alas, en las que casi todas las ventanas estaban iluminadas, completaban la imagen de próspera finca en las llanuras de Uppland.
– ¿Es un latifundista? -preguntó Haver mientras conducía despacio por la entrada.
– Seguro que está todo parcelado -dijo Berglund.
Unas ramas rodeaban el camino para marcar el arcén. De ellas colgaban unos pequeños gnomos.
– Joder, qué decoración -soltó Haver disgustado.
– A mí me parece bonito -observó Berglund.
Lindell no dijo nada, pero echó un vistazo por si había una furgoneta roja.
– No está el coche -avisó ella.
Comprendieron a lo que se refería a pesar de que había tres coches estacionados en el jardín. Haver aparcó detrás de un viejo Nissan y sus colegas uniformados estacionaron detrás del coche de Haver. Se bajaron al mismo tiempo. Seis policías, de los cuales cinco estaban de servicio e iban armados. Lindell se sorprendió de que incluso Haver llevara su arma reglamentaria.
*****
El trío uniformado esperó en el jardín. Un perro lanudo se acercó y husmeó entre sus piernas, pero desapareció tan rápido como había venido. Lindell reflexionó sobre si ella también debía esperar en el jardín, pero un gesto casi imperceptible de Berglund indicó que podía acompañarlos al interior.
Les abrió una mujer de unos sesenta años. Se esforzó por parecer relajada y amable, pero los ojos la delataban. Vagaron entre los tres policías y se fijaron durante un instante en Lindell, como si buscaran una especie de comprensión femenina.
– ¿La señora Sagander? -dijo Berglund en un tono interrogativo.
Su voz amable, que contradecía su perfil arisco, le arrancó una sonrisa insegura y una inclinación de cabeza de asentimiento.
– Me imagino que buscan a Agne -apuntó echándose a un lado.
Lindell sonrió a la mujer y cruzó el umbral.
– Ann Lindell -saludó, y tendió la mano.
– Gunnel -replicó la mujer sonriendo.
En el amplio recibidor olía a hornada navideña. Lindell miró a su alrededor. La puerta de la cocina estaba abierta y entrevió una pared repleta de objetos de cobre, pero lo que más llamó su atención fue el suelo de madera del recibidor compuesto de listones de pino relucientes por la cera y el cuidado diario. Un inmenso buró de estilo rústico y un par de antiguas sillas de Östervåla, junto a unas alfombras caseras de claros colores, resaltaban el carácter rústico de la casa.
En una ventana había una pequeña miniatura de una iglesia de adviento iluminada sobre un lecho de algodón con pequeños gnomos como decoración. La mujer observó la mirada de Lindell y le contó que fue su padre quien durante los años cuarenta construyó la iglesia y elaboró los gnomos. Se entusiasmó, satisfecha de poder hablar de algo cotidiano.
– La Navidad es tan bonita… -expresó Lindell.
*****
Agne Sagander los recibió sentado en un sillón con una pierna estirada sobre un escabel. A Haver, tras haberlo visto en el taller, le resultó fuera de lugar en la acogedora habitación. Se veía que la situación no le agradaba. Suspiró profundamente cuando ellos entraron.
– Aquí estoy sentado como un jodido idiota discapacitado -comenzó sin ningún respeto por las buenas maneras.
– Agne -pronunció su mujer en un tono sumiso y cansino.
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