Kjell Eriksson - La princesa de Burundi

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En Uppsala, Suecia, todo el mundo está perplejo cuando se encuentra en la nieve el cadáver de John Jonsson. A juzgar por la desfiguración, parece evidente que quienquiera que haya asesinado al experto en peces tropicales lo odiaba profundamente. La detective Ann Lindell, que, en contra de su voluntad, deja su baja por maternidad para investigar el caso, apunta a un perturbado cáustico y encarnizado con cuentas pendientes con John.

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– Tengo un acuario -le explicó más tarde a Haver.

*****

Ola Haver recibió la llamada cuando salía de casa de Berit; llegó al lugar del incendio cinco minutos después. Tuvo que sortear el bloqueo de la calle Björkgatan.

– Es un fuego de la hostia -había dicho el policía uniformado.

Haver, que veía el humo y las llamas alzarse hacia el cielo, estaba irritado sin motivo y reprendió al colega diciendo que eso ya lo podía ver él mismo, joder. Este lo miró y murmuró algo para sí.

El viento soplaba del este y el fuego se dirigía hacia un edificio en construcción. También se había incendiado un almacén de madera bajo unas lonas, pero los bomberos lo apagaron enseguida.

Haver miró fijamente el edificio. El fuego había traspasado el tejado y llamas amarillo anaranjado salían despedidas en fogonazos a través de la chapa lacerada. Era un bonito espectáculo. Haver vio estrés y determinación en los rostros y los movimientos de los bomberos. Él no podía hacer nada y eso le irritaba. Sujetó al responsable de los bomberos por el hombro.

– ¿Qué te parece? ¿Es provocado?

– Difícil de decir -expuso el bombero-. Parece que ha empezado en la parte trasera, pero arde con fuerza por todo el edificio.

– De carácter explosivo -indicó Haver.

– Sí, se puede afirmar sin lugar a dudas. Ven, te voy a enseñar algo.

El bombero empezó a andar y Haver lo siguió. El calor que despedía el edificio era más intenso que antes. Haver se vio obligado a cubrirse el rostro con las manos.

Llegaron a un agujero en la valla de tela metálica. El jefe de bomberos señaló en silencio el rastro dejado a ambos lados de esta. Haver se puso de rodillas y observó la nieve.

– Alguien ha pasado por aquí y ha intentado borrar el rastro -señaló, y se puso en pie.

Una explosión en el interior del taller le estremeció.

– Ahora será mejor que te vayas de aquí -sugirió el bombero-. Hay gas ahí dentro.

Haver lo miró durante un instante.

– ¿Qué vais a hacer?

– Enfriarlo -dijo el otro lacónico, y ahora toda su atención estaba dirigida al intento de sus compañeros por controlar el violento incendio.

El bombero siguió su camino. Haver se retiró lentamente hacia la calle, entró en la obra y se colocó detrás de un contenedor de acero. «Debería aguantar», pensó, y sacó el teléfono móvil. Ryde respondió tras la primera señal. Haver comenzó a explicarle dónde se encontraba, pero el técnico le interrumpió bufando que ya estaba en camino.

Antes de que Haver pudiera guardar el teléfono, este sonó de nuevo. Era Ann Lindell; Haver sintió durante un instante que todo era como antes. Ann deseaba explicar por qué había abandonado el apartamento de Berit tan precipitadamente. Habló del jamón y de sus padres.

– El Taller Sagander está en llamas -la interrumpió-. Puede que sea provocado.

Oyó como Ann tomaba aliento.

– ¿Ha aparecido el chico?

– No, que yo sepa.

Imaginó lo que ella pensaba.

– ¿Qué piensas? -preguntó.

– Puede que sea una coincidencia -expresó ella pensativa.

Haver notó cierta tensión en su voz.

– Ahora lo más importante es el chico -sostuvo ella.

Haver echó un vistazo desde detrás del contenedor. Una nueva explosión sacudió el edificio, pero no creyó que fueran los gases, ya que en ese caso el estallido habría sido más violento.

– Es un incendio de cojones.

– ¿Dónde está el taller? ¿Están en peligro los edificios colindantes? -preguntó Lindell.

– Hace bastante viento -informó Haver, y explicó la ubicación del taller.

– ¿Dónde crees que anda Justus? -inquirió Lindell-. Ahora oscurece muy pronto. Seguro que está desesperado. Creo que debemos tomar en serio la preocupación de Berit.

– Por supuesto -coincidió Haver rápidamente.

Ryde se acercaba con un bombero pisándole los talones. El bombero gesticulaba y parecía estar discutiendo con él, pero Ryde solo lo miró de reojo y siguió su camino. Haver sonrió y le dijo a Lindell que tenía que colgar.

– Una última pregunta -dijo ella-. ¿Habéis ido a casa de Lennart? Puede que el chico esté allí.

– Aquí llega Ryde. Nos vemos -cortó Haver, y colgó el teléfono.

Saludó con la mano al técnico, que parecía reanimado.

– Joder, qué pesados son -dijo, y Haver comprendió que se refería a los bomberos.

– Hay gas ahí dentro -informó Haver.

– ¿Ha sido provocado?

Haver le habló sobre las huellas junto a la valla y antes de que le diera tiempo a acabar Ryde se había dado la vuelta y rodeaba el contenedor.

– Imbécil -soltó Haver para sí.

Asomó la cabeza y vio que el técnico ya estaba de rodillas junto al agujero. Del bolso sacó una cámara y comenzó a trabajar. Los copos de nieve se arremolinaban. Ryde trabajaba rápidamente. Haver comprendía su celo, quizá fomentado por el miedo a una explosión de gas.

El teléfono sonó de nuevo, pero antes de que le diera tiempo a sacarlo del bolsillo interrumpió la señal. No se preocupó por ver quién había llamado. En ese mismo instante se oyó una potente explosión. Haver vio como el técnico se lanzaba instintivamente al suelo. Se derrumbó la fachada lateral. Haver observó fascinado como una parte del tejado parecía dudar antes de desplomarse a cámara lenta entre una lluvia de chispas que transformaron el cielo en un espectáculo crepitante.

– ¡Ryde, joder! -exclamó, y vio como el colega reptaba a través del agujero de la valla, se incorporaba y corría agachado hacia la obra.

«Gracias, Dios mío», pensó Haver, pero de pronto se dio cuenta de que quizá algunos de los bomberos estuvieran cerca de la explosión. Vio como un elevador telescópico de los bomberos giraba y lanzaba un chorro de agua contra la garganta del taller. Se elevaron nubes de vapor que ocultaron durante algunos segundos la parte posterior del edificio. Acercaron otro elevador telescópico y Haver pudo vislumbrar a dos bomberos arriba del todo.

– Jesús, qué tipos -murmuró, y oyó la voz chillona del jefe de bomberos por encima del rumor y el fragor del fuego.

Ryde venía caminando por la calle. Se detuvo debajo de una farola e inspeccionó su cámara. Sangraba por la mejilla, pero no parecía ser consciente de ello. Haver se acercó corriendo hacia él.

– Ha sido una explosión del demonio -dijo Ryde-, pero la cámara se ha salvado.

– Estás sangrando -señaló Haver, e hizo un intento por controlar la herida de la mejilla.

– He tropezado -indicó Ryde lacónico-. Alguien ha entrado y salido por el agujero, eso está claro. Es difícil saber si fue una o varias personas, pero al parecer él o ellos se esforzaron por borrar su rastro. No parece normal del todo.

– ¿Alguna huella?

Ryde negó con la cabeza.

– Al parecer alguien arrastró una plancha de hierro por la nieve. Miraré más detenidamente. ¿Crees que volverá a explotar?

Haver se encogió de hombros. A pesar del dramatismo sentía una gran tranquilidad. Sabía que el desasosiego y la conmoción llegarían después.

*****

Al entrar en la cocina Ann comprendió que el jamón se había echado a perder. La temperatura había alcanzado casi los noventa grados. Apagó la placa y puso la olla a un lado. Resistió el impulso de tirar el jamón a la basura. De todas formas, era comida. Quizá lo podría utilizar para hacer pyttipanna . [8]

Suspiró, se sentó a la mesa de la cocina, miró el reloj y pensó en Justus. ¿Dónde estaría? Berit había llamado a todos los sitios posibles, hasta a Lennart, pero no había respondido. Berit sabía que tenía identificador de llamadas y quizá para hacerla rabiar no quiso contestar. Si Justus estuviera ahí Lennart entendería su preocupación. Y no le importaría tenerla en ascuas.

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