Antonio Cánovas del Castillo - Historia de la decadencia de España

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No desconoció Felipe tal sistema, pero comenzó á emplearlo tarde, cuando ya su influencia y sus fuerzas estaban muy quebrantadas. Más diestro anduvo Luis XIV, que abusando de la incapacidad de nuestros gobernantes y del estado mísero de la nación, fué apoderándose, debajo de frívolos pretextos, de tantas provincias nuestras; y luego que nos traía despojados de todo lo que le convenía, fué cuando emprendió las negociaciones para sentar á un príncipe de su sangre en el trono de España. Y cierto que á Felipe II le habrían sido más fáciles que á Luis XIV semejantes empresas, porque el monarca francés tuvo que acabar de abrir con su espada nuestros aportillados baluartes, y tuvo que derramar en el campo de batalla la poca sangre que quedaba en nuestras venas; mas al Rey de España le tenían vendida la Francia los franceses á precio vil de oro, duques y arzobispos, soldados y burgueses: de suerte que no había más que tomar de ella al antojo. Algo alcanzamos al principio, pero no lo que más convenía; Marsella era de mayor importancia que Calais, que hubo al fin que entregar á los franceses, y cuatro plazas de la parte del Rosellón valían más que muchas en Flandes, puesto que bien se pudo preveer, aun queriendo sostenerlas entonces por honor ú orgullo, que tarde ó temprano habían de perderse aquellas provincias.

Tales errores hicieron que el Imperio de España, que debía hallarse á la muerte de Felipe II con fronteras seguras y ventajosas en las montañas de África y en el corazón de la Francia; que debía ser señor del Mediterráneo, poseyendo ambas orillas del estrecho de Gibraltar y el puerto de Marsella, por lo menos, en la costa francesa, Sicilia, Cerdeña, Malta y las Baleares, en medio del mar, y el gran puerto de Nápoles, que al abrigo de tales puertos y fronteras debía parecer invulnerable, fuese dificilísimo de defender y facilísimo para la ofensa, débil y flaco por su grandeza misma.

Réstanos hablar de la despoblación y pobreza del reino y del desorden y penuria de la hacienda pública, que con el fanatismo religioso y la falta de unidad política, han de contarse también entre las causas que influyeron en la ruina de nuestro poderío. No conviene tratar separadamente de tales objetos, porque son por su índole tan semejantes y caminan tan juntos en la Historia que, sin lo uno, difícilmente puede comprenderse lo otro.

No hay datos que den á conocer cuál fuese el número de pobladores ni la riqueza é industria que tuviese España durante los siglos medios. Dividida en tantos reinos cristianos y moros, éstos bien y aquéllos mal gobernados; pasando los territorios y provincias de unas manos á otras con tanta frecuencia; no habiendo propiedad, ni dominio, ni nación, ni gobierno seguro, es imposible, no sólo que tales datos los haya, sino aun que á falta de ellos pueda formarse algún cálculo probable, ni en lo particular ni en lo general de la nación. Pero sábese á ciencia cierta que siempre fueron grandes los apuros en Castilla. Sólo D. Pedro el Cruel logró algún desahogo y acopio de dinero entre aquellos soberanos de la Edad Media. Los gastos de la guerra continua contra los moros, las donaciones de los reyes al Clero y á los grandes, la amortización y las exenciones de pagar que de aquí nacían, y más que todo el natural atraso y casi abandono de la Agricultura, del Comercio y las Artes que, trayendo muy pobre al país, le imposibilitaban de conllevar grandes tributos, eran los principales motivos. Alteróse el valor de la moneda en casi todos los reinados, desde Fernando III hasta los Reyes Católicos, y se contrataron muchos empréstitos; mas agravándose el mal con tales remedios, encontraban los reyes mayores dificultades cada día para atender á las crecientes necesidades del Estado. Así se puede creer de Enrique III que no hallase con qué cenar cierta noche, como dicen las consejas. Y, sin embargo, las Cortes de Castilla le dijeron á su hijo Don Juan II, en 1447: «que non demandase ningunas cuantías de maravedises, porque non pudiéndose soportar tales pedidos é monedas, se iban los vasallos á poblar otras tierras é reinos». No por eso cesó el fatal impuesto de la Alcabala ó 5 por 100 sobre la venta de mercaderías, introducido en el reinado anterior, y en el siguiente se creó la renta de Cruzada y la contribución llamada paga del subsidio . Y pensando aliviar las miserias de los pueblos y ponerlos en estado de atender á tales tributos, se dieron ya por entonces leyes suntuarias y se puso tasa al precio de las cosas: mezquinos y falsos remedios, harto probados después en los tiempos de decadencia de la dinastía austriaca.

Por esto, que pasaba en Castilla á principios del siglo xv, puede colegirse cuán infundada sea la opinión de los que suponen muy desahogado el Tesoro público y muy florecientes las Artes, el Comercio y la Agricultura durante el siglo xvi. Verdaderamente, aunque no hubiese datos ni documentos que contradijesen la opinión, el recto sentido habría de desaprobarla. ¿Qué industria, ni qué comercio, ni qué maravillas en la Agricultura podían alcanzar tales pueblos, que habían vivido ocho siglos lidiando de provincia á provincia, de pueblo á pueblo, de heredad á heredad? ¿Cómo habían de ser fabricantes ni comerciantes hombres á quienes no daba descanso ni un solo día el ejercicio de la espada? Antes que no caminos, y puertos, y máquinas, y cosas de aquellas que se emplean en el tráfico y producción industrial, mirábanse en España sendas naturales entorpecidas ó quebradas á intento, á fin de estorbar los pasos, antiguos puentes derruidos, fortalezas sembradas por llanos y montes y atestadas de instrumentos de guerra. Parte de ello era obra de los moros, parte de los cristianos, ya de los reyezuelos que ocupaban las distintas provincias, ya de los concejos para defenderse de los ricos hombres. España era un campo de batalla, y en tales campos no nacen ni se conservan las flores de la paz. Además de estas razones de buena crítica, tenemos noticias de viandantes, principalmente una muy detallada del veneciano Navajero , que prueban que las Castillas, como Aragón y Navarra, á no dudarlo, eran ya al empezar el siglo xvi tierras de abundancia estéril, provincias de poca población, y pobres y mal cultivadas, por donde los rebaños merinos, favorecidos del privilegio de la Mesta , y que formaban la base de nuestro escaso comercio é industria, vagaban á su placer asolándolo todo, como en los tiempos bárbaros y de continua guerra, en que ellos eran la sola riqueza posible y provechosa. Y luego que la paz interior pudo desarrollar entre nosotros las artes útiles, produciendo la emulación y la concurrencia, nacieron ó se desarrollaron rápidamente nuevas causas que apartaron á la nación del camino de la prosperidad. Los judíos dejaron despobladas, según cierto analista, ciento setenta mil casas, y salieron de estos reinos en número de cuatrocientos mil, según unos, de ochocientos mil, según otros, aunque no falta también quien rebaje á treinta y cuatro mil las familias, que podían componer hasta ciento setenta mil almas; gran muchedumbre, de todos modos. Vedóseles extraer oro ni plata, pero como se les permitiese llevar consigo cualquiera otro género de mercaderías, y como no se les pudiese impedir el uso de las letras de cambio, á que estaban muy habituados, sacaron indudablemente inmenso caudal del reino. Fué grande también el número de los emigrados por causa del Santo Oficio, y aun el de los quemados y penitenciados se puede calcular en muchos millares, sacando aquéllos del reino oro y plata en abundancia y perdiéndose en éstos mucha gente laboriosa y útil, y, además, la tranquilidad y la confianza, que son alma y vida del comercio y del trabajo. Y á la par consumieron innumerables hombres tantas y tan sangrientas guerras, apartándose de los oficios y producción en que se empleaban, al cebo de la gloria y del honor muchos, y no pocos al de la ganancia que ofrecía el saco frecuente de ciudades y la ruina de los países conquistados.

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