Antonio Cánovas del Castillo - Historia de la decadencia de España
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No menos funesto que el fanatismo religioso fué, para la Monarquía española, el provincialismo, que es la falta de unidad civil y de unidad política. La separación y discordancia de las diversas provincias de España, se advierte en la Historia desde los primeros tiempos. Quizá la tierra misma se prestó á ello, dando á cada localidad opuesto clima y distintas producciones y poniendo entre ellas límites y fronteras naturales; quizá ayudó eficazmente al establecimiento de colonias de diversas naciones. La dominación romana impuso algo de unidad en la Península, pero la invasión de las diversas naciones septentrionales, que ocuparon diversas provincias, volvió á separar las partes mal unidas y á dar á cada provincia distintas tradiciones y leyes. No bien establecida la unidad por los godos en el reinado de Sisebuto, se perdió en D. Rodrigo la Monarquía, y los moros, que ocuparon la mayor parte, no tardaron en repartirse en muy distintas soberanías, al propio tiempo que los cristianos, que huyendo de las desdichas del Guadalete se refugiaron en las montañas, tomaban allí distintos jefes, lejos los unos de los otros, sin poder comunicarse ni entenderse en la empresa común. Y muchas dinastías y muchas leyes y muchas historias se formaron antes que el valor y la fortuna pusiesen todos aquellos estados en manos de los Reyes Católicos, menos la parte de Portugal, constituyéndose la Monarquía española.
Pero, al entrar en ella, cada pueblo se conservó como era: con sus mismos usos, con su propio carácter, con sus leyes, con sus tradiciones diferentes y contrarias. Ni siquiera era igual la condición de todos los Estados: los había de condición más y menos noble, más y menos privilegiados; éstos, libres, y aquéllos, casi esclavos; como que la unión había ido ejecutándose por muy diversos motivos, viniendo unos pueblos voluntariamente, como pretenden los vascongados, y otros por medio de matrimonios, como Castilla y León de una parte, y, de otra, Aragón y Cataluña; tales como Valencia y Granada, que estaban pobladas de moros todavía, por fuerza de armas; tales, mitad por derecho, mitad por fuerza, como Navarra. Y no era esto sólo sino que, dentro de una misma provincia, cada población tenía un fuero y cada clase una ley. España presentaba, de esta suerte, un caos de derechos y de obligaciones, de costumbres, de privilegios y de exenciones, más fácil de concebir, que de analizar y poner en orden. Era imposible saber con cuántos hombres y con cuánto dinero pudiese contar la Monarquía; imposible enumerar sus fuerzas ni sus flaquezas; ni siquiera, en algunas ocasiones, dónde estaban sus verdaderas ventajas ni sus peligros y pérdidas. Para colmo de confusión, tuvo esta Monarquía, desde sus principios y antes de fundarse, muchas posesiones y colonias extranjeras. Trajo consigo el reino de Aragón á Sicilia y Cerdeña; descubriéronse los dilatados imperios del Nuevo Mundo; Gonzalo de Córdoba puso á Nápoles debajo de nuestras banderas; el casamiento de Felipe el Hermoso con Doña Juana la Loca, nos dió los Países Bajos; al cardenal Cisneros debimos algunas posesiones en África, y Carlos V redujo á su obediencia el Milanesado. Al contemplar en los mapas tantos y tan diversos países, se asombra el ánimo y no hay más que exclamaciones líricas en los labios para celebrar la grandeza de España; pero, á poco que la razón cobra su imperio, se trueca en pena el primer contento. La situación de la verdadera Monarquía, de lo que era la verdadera nación, repartida en tantos intereses y en tantos pensamientos, no podía ser más peligrosa. Y la inmensa balumba de posesiones y territorios que pesaban sobre aquella desconcertada máquina, debía hacer temer desde el principio que, no acudiendo muy eficazmente al remedio, viniesen las catástrofes que acontecieron al cabo.
Á la verdad, la falta de unidad en las diversas partes de la Península, que era lo primero que debía mirarse, parecía cosa de muy difícil remedio y muy lento. No podían alterarse en un año aquellas costumbres tan antiguas y tan diversas, aquellas leyes tan respetadas y tan contrarias. Pero era preciso emprender la obra con resolución y constancia si había de llegarse alguna vez á buen término.
Dos caminos se ofrecían. Era el uno igualar á todas las provincias en derechos políticos, transportar lo bueno y ventajoso de estas á las otras, y quitar de todas ellas los gravámenes inútiles y las cosas dañosas al común. De este modo hubieran podido formarse más tarde unas Cortes generales en España, en las cuales los brazos de Aragón y Castilla, Navarra y Andalucía y Cataluña hubieran entrado con igualdad de derechos y de influencia; y no hay duda de que aquel gran Congreso, representando la libertad general del país, habría acabado por establecer naturalmente y sin esfuerzo la unidad apetecida. Ninguna provincia perdía nada con que las demás se igualasen á ella en libertad; ninguna habría podido fundar agravios en que lo mejor y lo substancial de sus instituciones se comunicase á las otras. Harto más difícil habría sido el reunir en un solo Congreso á los brazos de todas las provincias y el ir suprimiendo las malas instituciones y remediando los errores añejos. Pero la fuerza del bien general y de la libertad de todos, tenía que ser, por fuerza, tan grande, que poco á poco habría desaparecido toda resistencia injusta y no fundada en razón ó conveniencia. La libertad de todos, representada en estas Cortes generales de la Monarquía, habría uniformado los nombres que tanta influencia suelen tener en las cosas; habría creado un lenguaje político común, y antes de mucho la legislación civil y criminal y los intereses y las aspiraciones de todos hubieran venido juntándose y fundiéndose y creándose una nación sola de tantas naciones diferentes. Teníamos, para favorecer esta empresa, la unidad religiosa que nos costaba tanto, y no habría sido difícil contar con el apoyo de la nobleza más ilustrada, de una parte, y, de otra menos disconforme en su composición y más semejante aquí y allá en derechos y en intereses, que no las municipalidades y los pueblos. Así también el régimen representativo, por el cual hemos trabajado tanto después y con tan poca fortuna, se habría encontrado por sí mismo constituído en España.
Á ninguna nación le hubiera sido más fácil que á la nuestra su ejercicio en aquella sazón, y acaso la Inglaterra misma, con su Carta magna , hubiera tenido que imitar algo en nosotros, en lugar de tanto como nosotros imitamos en ella. Había aquí ya costumbres públicas, pueblos enseñados á entender en sus intereses y grandes que no sabían ceder al trono en sus empeños; había leyes como aquella segunda del Libro de las leyes , que decía: «Doncas faciendo derecho el Rey debe haber nomne de Rey; et faciendo torto, pierde nomne de Rey. Onde los antigos dicen tal proverbio: Rey seras si fecieres derecho é si non fecieres derecho, non seras Rey»; y aquella otra del octavo Concilio Toledano: «é si alguno dellos for cruel contra sus poblos, por braveza ó por cobdicia ó por avaricia, sea escomungado»; había fueros como el de Sobrarbe, donde se establecía «que Rey ninguno no oviese poder nunquas de facer cort sin conseyllo de los ricos hombres naturales del Reyno, et ni con otro Rey ó Reina guerra et paz ni tregoa»; había antecedentes de resistencia, como aquellos de Epila y Olmedo. Y porque tales leyes y tal principio de resistencia no engendrasen, por salvar la libertad, la anarquía, teníamos un grande y general amor á la institución del trono, nunca puesta en duda, nunca y en ninguna parte combatida hasta entonces, y teníamos leyes que, así como las que arriba citamos, amonestaban á los malos reyes ordenasen al pueblo completa y total obediencia á los buenos. Ahí están las Partidas , declarando que los reyes que no fuesen tiranos y no «tornasen el Sennorío que era derecho en torticero», son «vicarios de Dios cada uno en su regno puestos sobre las gentes para mantenerlas en justicia.» Sentados estaban los cimientos del régimen representativo, sin que se echase alguno de menos: la libertad y el orden, la resistencia y la obediencia, antítesis de difícil resolución en una sola tesis general y fecunda, pero indispensable para que tal régimen subsista.
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