Antonio Cánovas del Castillo - Historia de la decadencia de España

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Y juntando con esto el atraso antiguo de la Agricultura, producido por la guerra de ocho siglos, la falta de brazos que comenzaba á sentirse por la expulsión de los judíos, las emigraciones voluntarias de los moros, los destierros forzosos de muchos, las persecuciones del Santo Oficio, la amortización civil y eclesiástica y el sinnúmero de soldados que exigieron las dilatadas y sangrientas campañas del siglo xvi, compréndese finalmente cuán pobres y tristes debían ser á últimos de él aquellas provincias que estaban á la cabeza de tantos países y hacían de centro, de alma, de señor de todos ellos. Hasta nuestros días no ha sido puesta en su punto de verdad esta situación, obscurecida primero por los cantos hiperbólicos de los poetas árabes, y después por el pomposo patriotismo de los escritores castellanos. Aquéllos, comparando nuestra tierra con el África, de donde solían venir, no podían menos de hallarla muy bien cultivada y con grandes artes y comercio; y éstos, que por lo común no habían salido de nuestra tierra, tampoco podían hallar en otra ventaja alguna. Los extranjeros solían juzgarnos mejor en esta parte; y los pocos que visitaron nuestro país durante el siglo xvi, están conformes en que las Artes y la Agricultura y el interior del país presentaban entonces el aspecto miserable que han presentado hasta nuestros días.

Así la hacienda no pudo andar mejor en el siglo xvi de lo que anduvo en los siglos medios; y acrecentándose cada vez más los empeños del Estado, se ocasionaron no pocas cuitas. Los Reyes Católicos, no obstante que incorporaron á la corona los maestrazgos, y que rescindieron muchas de las donaciones de sus antecesores, y rescataron no poca hacienda usurpada en otros reinados, murieron, primero el uno, el otro luego, sin ver igualados los gastos con los ingresos. No osaron ellos acudir al único remedio que pudiera traer provecho al Tesoro, y era obligar á contribuir á la nobleza y al clero en igual proporción que á los pecheros para los gastos del Estado. Mal era que, como la amortización crecía de hora en hora, iba también de hora en hora aumentándose. Carlos V osó llegar á él, pero no con la decisión y firmeza que convenía; de modo que apenas pasó de intento. En tiempo de este Monarca comenzó á dar al Tesoro algún rendimiento el quinto impuesto sobre el producto de las minas de América; ni tan grandes como se supuso, ni tampoco bastantes para atender á los gastos de aquel belicoso reinado. Hay datos para creer que en 1526 no montaron más estos rendimientos que unos cien mil ducados. Fué preciso, pues, que Carlos V impusiese grandes tributos á sus Estados, señaladamente á los de Flandes, que por su industria y prosperidad estaban más para conllevarlos que los otros; causa de quejas y reclamaciones por parte de los flamencos, que no poco influyeron en los posteriores sucesos. Y vióse aquel Príncipe tan estrecho en ocasiones, que llegó á contraer empréstitos muy crecidos y hasta fabricar copia de moneda de mala ley en escudos castellanos, según afirman graves autoridades.

Por lo mismo, al subir al trono Felipe II estaban las cosas de modo, que su favorito Ruy Gómez de Silva hubo de decir á cierto enviado de nación amiga, que hallaba el reino sensa prattica , sensa soldati , sensa dennari , palabras que han conservado ciertas memorias contemporáneas. Los usureros se llevaban ya buena parte de las rentas públicas. Todo lo que hubieran costado de más la conquista de Granada, y la de Napóles, y la de Navarra, y las guerras de África y de Alemania, se reunía á la sazón en un capital inmenso que el Estado debía y que tiraba crecidísimos intereses. Cierto embajador veneciano calculaba entonces esta deuda en veinticinco millones de ducados. Aconsejáronle al rey Felipe la bancarrota; aconsejáronle que fabricase moneda falsa; aconsejáronle, en fin, cuantas medidas, malas ó buenas, pudo discurrir la ciencia de los economistas de la época. Pero con practicarse algunos de tales consejos no cesaron los apuros. Las flotas de América comenzaron á venir ricamente cargadas; pero más en provecho de los particulares que del Rey, y de todas suertes, no venían, como se ha dicho, tantas barras de oro y plata, sino para ir á países extraños; con que las provincias de España no estaban por eso más en estado de soportar los tributos. Siguió la desigualdad en los contribuyentes; el clero y la nobleza, que poseían lo más y lo mejor de la riqueza pública sin acudir apenas á los gastos del Estado, y los míseros pecheros arrastrando solos tan penosa carga. Y entre tanto el Rey necesitó dinero para armar el ejército de San Quintín y de Gravelingas; necesitólo para la guerra de Flandes, y para el equipo de la Invencible y de la flota que venció en Lepanto á los infieles; necesitólo, porque fuerza es decir tales yerros, para crear las maravillas de El Escorial, que no debiera en tiempos de tanta penuria, y para asoldar, que fué gasto menos útil que crecido, á casi todos los príncipes y cardenales y hombres influyentes, movidos solo de tal estímulo á secundar sus planes. Inventáronse, entonces, impuestos sobre impuestos; las lanas y las harinas y los objetos más necesarios al consumo fueron extraordinariamente cargados; ideáronse servicios ordinarios y extraordinarios, en alcabala y renta de millones. Y al propio tiempo se dejaron de pagar muchos intereses en la deuda pública; se hicieron en ella reducciones arbitrarias y, por tanto, injustas; se alteró, por fin, como en tiempos antiguos, el valor de la moneda de oro, fatal recuerdo y harto aprovechado en los reinados sucesivos, pesando tales disposiciones sobre todas las provincias, y principalmente sobre Castilla, y levantando grandes y justas quejas.

Fueron fundadísimas las de los particulares interesados en las flotas de América, que por espacio de cinco años miraron sus caudales pasar á manos del Rey, debajo de promesa de devolución, que bien sabían ellos que no podían cumplirse, y de garantías ineficaces. Jamás el derecho de propiedad padeció mayor insulto, ni fué más desconocido que con tal despojo, solamente posible en tan despótico gobierno, como ya lo era el de España. Y fué lo peor que tamañas exacciones no trajeron ventaja alguna á la hacienda, ni por eso se vieron más desempeñadas las rentas, ni mejor atendidas las cosas. «España, decía el maestro Gil González Dávila, cabeza de tan dilatada monarquía, era la sola que por acudir á la conservación de tanto mundo estaba pobre, y más en particular los leales reinos de Castilla.» El mismo rey Felipe escribió en cierta ocasión al sabio consejero de Castilla, D. Francisco de Garnica, pidiéndole cierto parecer, estas palabras: «El remedio de lo que ahora se trata, es el último que puede haber; si éste se desbarata, mirad lo que con razón lo sentiré: viéndome de cuarenta y ocho años de edad y con el príncipe de tres, dejándole la hacienda tan sin orden como hasta aquí. Y demás de esto, qué vejez tendré; pues parece que ya la comienzo, si paso de aquí adelante, con no ver un día con lo que tengo de vivir otro.» Frases que bien denotan el cuidado que daban al rey Felipe los negocios de hacienda; pero que no han de causar asombro si se considera que ya por los tiempos de D. Alonso el Sabio y de Enrique III, solían pronunciarlas los reyes, no menos tristes y melancólicas, con la propia ocasión y estímulo. Con todo, fuerza es observar que á medida que pasaban los años, juntándose apuros con apuros y acrecentándose los presentes y próximos con los más antiguos y lejanos, el peso de las deudas iba haciéndose más grande, y mayor cada día la pobreza del Erario. Peor era la situación de la hacienda que á la muerte de Fernando V, á la muerte de Carlos I; peor se mostró que á la muerte de éste, á la muerte de Felipe II.

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